El crecimiento empieza donde la acusación termina. Claudio Rizzo
por las variadas interpretaciones que la gente hace de los acontecimientos cotidianos de su vida. Además, nuestras percepciones son fragmentadas, sólo vemos minúsculas porciones de cualquier situación, y nunca la totalidad. Para eso se necesita estar crecidos en la virtud de la humildad.
Tengamos muy presente que la humildad no consiste en un voluntario desprecio de uno mismo, lo cual se llama abyección, sino en la aceptación de la propia realidad delante de Dios y de los hombres.
Al enfrentarnos a la culpa, lo que creemos que es verdad sólo es nuestra propia interpretación y evaluación de lo que percibimos. Y esto se debe a que nos basamos egocéntricamente en la naturaleza tan altamente individualizada de nuestras percepciones.
Tener esto en claro es fundamental para poder continuar esta sanación que a la luz del Espíritu Santo intentamos hacer.
No podemos vivir en el mundo sin tomar decisiones y para hacerlo, es preciso que escuchemos y que sigamos los consejos de una de dos voces: la voz del ego, que habla de nuestras percepciones cambiantes, o la voz de Dios que es la voz del Amor. Recordemos al Señor Jesús quien nos dice: “Estoy a la puerta y llamo… si me abres entraré en tu casa y cenaremos juntos”.
Siempre advirtamos que nuestro ego dispone de un buen conjunto de imágenes mentales que se basan en nuestras percepciones pasadas de culpas y miedo que determinan lo que pensamos que queremos en el momento presente. Esta atracción que el ego experimenta por la culpa produce el miedo correspondiente al amor, pues es imposible que el amor y el miedo coexistan. La búsqueda constante de la culpa como base para la toma de decisiones nos deja sintiéndonos cada vez más y más asustados y desprovistos de amor. Una vez que la mente de nuestro ego es el piloto automático, superponiendo constantemente el pasado sobre el presente, no hay modo de que nuestros problemas puedan encontrar una solución duradera.
Es un hecho psicológico que cuando mantenemos la culpa, tratamos de manejarla ya sea atacándonos a nosotros mismos, lo que se suelo expresar en forma de síntomas de depresión on enfermedad física o proyectando la culpa en los demás. A través del mecanismo de la proyección rechazamos las responsabilidades y externalizamos los pensamientos o sentimientos de culpa haciendo que alguien sea responsable.
Cuando se detecta la “culpa de hechos” seamos reconocer que el cerebro percibe la sensación de inmovilidad, como si tomáramos somníferos o analgésicos.
La culpa es la herramienta más eficaz que tiene el “ego” para asegurarse de que permaneceremos desesperanzadamente atados a nuestro pasado y sin reconocer, por consiguiente, todas las oportunidades de liberación que Cristo, el Señor, pone a nuestro alcance. Sólo hay un antídoto conocido frente a la culpa y es el perdón completo, comenzando por nosotros mismos y extendiéndolo a todos los que comparten el mundo con nosotros. Sin embargo, démonos cuenta que el “ego” mira el perdón de modo ambivalente. El consejo que suele darnos es que “perdonemos, pero no olvidemos”. La falta de perdón es la razón de ser del ego. Quiero significar que el ego continúa justificando el que hagamos juicios condenatorios porque su supervivencia depende de que tengamos una creencia más firme en la realidad de la culpa que en la del perdón.
Por eso esclarezcamos amplia y detalladamente los “efectos” de la culpa, es decir, vivir atado a la culpa, tiene las siguientes garantías:
Hace que nos sintamos atacados.
Justifica nuestros sentimientos de ira hacia nosotros mismos o hacia los demás.
Destruye nuestra autoestima y nuestra confianza en nosotros mismos.
Hace que nos sintamos deprimidos, huecos, vacíos…
Desmorona nuestra sensación de paz con Cristo.
Hace que nos sintamos desamparados, sin amor.
Como ocurre con la mayoría de las virtudes, la comprensión y la tolerancia comienzan por uno mismo. De un modo u otro, la gran mayoría ¿tenemos que llegar a un punto crítico de desesperación antes de dispensarnos a nosotros mismos una comprensión benévola?
Nos preguntamos, nos respondemos:
¿Cómo hacer realidad la humildad en nosotros?3 En el reconocimiento de la gracia de Dios, Rom 12, 3.3 En los esfuerzos por guardad la unidad en la comunidad, Flp 2, 1-4.3 Deponer toda actitud de autosuficiencia, Rom 12, 16.
¿Dónde estoy? ¿Con Dios o sólo?
¿He dejado de dar vueltas a mi pasado culpógeno?
¿Tolero mis fracasos y remordimientos?
¿Somos conscientes de que nuestro “viejo yo” ha enseñado muchas cosas a nuestros “nuevo yo”?
¿Qué peso tiene la divina misericordia de Cristo?
¿La pasión de Cristo implica redención, curación, liberación?
Cristo y yo, ¿somos uno?
La adhesión a Cristo implica a su amor divino que sobrepasa todo tipo de amor. Dio su vida por Amor.
¿Qué hago, en concreto, para no seguir hostigado por la culpa?
“Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,
Y renueva la firmeza de mi espíritu”.
Salmo 51, 12
3
2ª Predicación:
“El sentimiento de culpa II”
“El hombre dispone de libertad en cada caso,
Pero no sólo la tiene para ser libre,
Sino también para dejar de serlo”.
Viktor Frankl
Todos los seres humanos tenemos libertad para elevarnos y liberarnos de la carga culpógena, o de lo contrario, también podemos dirigir nuestra voluntad para dejarnos caer en una pasividad posible. La “misma falta de libertad” cae dentro de su libertad, y está en su poder la carencia de poder. Esto equivale a que dependerá de la voluntad y verdadera esperanza en Cristo, Salvador y Sanador para no caer en una involución. Sepamos que al lado de un “humor involuntario”, existe igualmente una involuntaria sabiduría. Y Jesús, el Señor, nos dice: “Vengo a anunciar la liberación a los cautivos…”, Lc 4, 18.
¿Qué es el cautiverio?
Es lo fáctico, es una prisión. Por eso, el salmista dice: “Líbrame de la prisión y daré gracias a tu nombre”. El cautiverio de la culpa se va gestando en la medida en que no se trabaje, a la luz del Espíritu, el detonante que pone en movimiento una reacción en cadena.
El auge de la depresión y la posibilidad de convertirse en su víctima desafía a ponerse en guardia.
No es lo mismo una aflicción que una depresión. La aflicción es un estado emocional normal, es una depresión normal. Se experimenta una tristeza que será proporcional a la magnitud de la pérdida. El afligido se resigna y se prepara para encarar la vida con valor y esperanza. El deprimido, en cambio, experimenta que no puede superar su tristeza y reacciona frecuentemente en forma desproporcionada a la magnitud de la culpa.
Muchas veces, sin embargo, no se trata de una culpa real o existencial sino de una culpa neurótica. Se imbrinca en el pasado. Por eso, la culpa actual crea angustia y aflicción, pero no depresión.
Tengamos en cuenta el propósito del “ego”: “No te perdones tan fácilmente”, “acuérdate de otras cosas que hiciste y júntalas a estas otras cosas que componen una culpa cada vez más pesada”, “perdona, pero no olvides”, “cuánto te equivocaste”, “todo lo has hecho mal, por eso, todo te sale así”, “no olvides… siempre recuérdalo”. Ataduras, son sólo ataduras. Son artilugios demoníacos que intentan apagar la voz de Dios: nuestra conciencia religiosa (Cfr. Gaudium et spes nº 16: “Cuya voz suena con claridad a los oídos del corazón cuando conviene, invitándole siempre