Reflexiones y taquicardias. Fran Ignacio Mendoza
en una sociedad cada vez más deshumanizada e injusta.
Una visión de outsider, un guerrero particular que no pertenece a ningún ejército y no acata credo alguno, ni dogmas ni dictados.
Estamos ante una poesía adulta y desvinculada de las pretensiones de agradar. Aquí hay acidez en la reflexión, hay óxido amargo en las sentencias. Hay, incluso en un mismo poema, contradicciones, propias del autor y del ser humano: autoayuda y catarsis; positividad y victimismo; duelo y desapego; egoísmo y generosidad; rebeldía y aceptación; libertad y alienación.
El autor dice: «Somos incompletos, disfuncionales e imperfectos, aparentando ser lo que no somos…». Y en contraposición también asegura que: «En este momento preciso, cuando nada fluctúa ni oscurece, a pesar de la lluvia, no llora el corazón…». Estas son dos maneras totalmente opuestas de verse a uno mismo y de sentir la realidad, el Yo poético y que se entrega a la luz, frente al Yo rebelde del autor, que también confiesa: «Dime sin rodeos, ni muerdo como un lobo, ni soy el Arcángel San Miguel…».
Nos encontraremos con poemas duros, de enfrentamiento contra uno mismo y contra el sistema, poemas que detallan momentos muy sutiles de acercamiento a la naturaleza y signos de amor, poemas tratados con firmeza en sus aserciones.
Pero también poemas que desdicen, que incitan a rebelarse, respuestas hacia un mundo cruel y, a veces, plegarias aconfesionales que aún mantienen la esperanza. Y por último, versos o alegatos apocalípticos donde no hay espacio para la neutralidad. El mismo reflejo puede ser un factor de ayuda y al mismo tiempo una trampa.
Reflexiones y taquicardias, dividido en tres partes: la del Yo y el otro, el mundo y sus influencias en el ser. La del Yo amante y precursor de la belleza llevada aquí con versículos cuidados y con esa musicalidad que acostumbra a ofrecernos en cada obra, hasta llegar a la parte final, que es un grito de socorro ante un futuro incierto e ignoto.
Joan Carles Tomás Forteza
Lo que nos anula
No importa que me digas lo contrario,
todos sabemos de cicatrices,
de sermones punzantes,
de momentos lacerados
en que supura lo interno,
lo que no acaba de cerrar,
lo que no quieres nombrar.
Eso que ya te has habituado a disimular
con total naturalidad.
Lo que tememos que se descubra
pero está en la recámara.
Tenemos la mala costumbre de usarnos,
juzgarnos y marearnos, deformar las palabras
hasta caer del Tío Vivo de las dudas.
Cuando las dudas son producto
de nuestros avatares, nudos de óxido.
La mala costumbre
de ser la víctima del otro, de otros,
de terceros, sortilegios y de fantasmas,
del carrusel de la historia que te señala
y victimiza porosamente y, además,
sabes que no vas a cambiar ahora.
Sabes más pero lo quieres ignorar, infartar.
Sabes y sé perfectamente lo que nos anula.
Lo
que
nos
anuda.
Lo que nos anula,
a veces somos nosotros y las ideas desplegadas
también hay que sopesarlo, por supuesto,
porque los ángeles no descendieron
del cielo y clamaron piedad —desovando pactos—
por nuestras almas, nuestros secretos
solo ocultos para cegados y ensordecidos
seres que pasan sin ser reflejados en las vitrinas
manoseadas por el desprecio inválido.
Aquí solo hay manipuladores y ratas
haciendo de tripas, morcillas
y de colgajos, oraciones no atendidas,
el «sálvese quien pueda» es el lema,
no hay más teoría que tenga más adeptos.
Mientras se expande la miseria entre el lujo
exagerado, se exceden las termitas
anidando en yates y resorts
en costas privilegiadas, prohibidas,
fagocitando su desvanecida victoria.
Victoria o caos.
Sabes y sabemos que el día acabará esta noche,
y que mañana seguiremos buscando algún método
para equilibrar esta balanza imposible.
En el intento, reincidimos continuamente.
Nos anuda de pies y ojos, de piojos,
nos anula hasta borrarse la impronta.
¿Será la esencia de la contrariedad?
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