Los Buguis. Joe Iljimae
Dos cosas podrían resumir a Joe Iljimae (Lima, 1991): la literatura y los deportes extremos. La imbricación de ambos universos nace durante su adolescencia, cuando practicaba skateboarding y leía en sus descansos a Reynoso y a Petrus Borel. Periodista accidental y gestor de contenidos web. No puede dormir en los aviones. Estudió en un colegio adventista, situación que lo obligó a forjar una mirada indisciplinaría y disidente frente al mundo. Contaminado por las series de televisión, los juegos de video y la ciencia ficción, descubrió que no existen paraísos perdidos. De alguna manera se las arregla para seguir viendo los X-Games y para pasear en motocicleta por las periferias. Su epitafio dirá: «voy y vuelvo».
Los Buguis
Primera edición electrónica: octubre de 2020
© Joel Antonio Maldonado Pizarro
© Paracaídas Soluciones Editoriales S.A.C., 2020
para su sello Narrar
APV. Las Margaritas Mz. C, Lt. 17,
San Martín de Porres, Lima
Composición: Juan Pablo Mejía
Arte de portada: Augusto Carrasco
Retrato del autor: Diana Gonzales Obando
ISBN ePub: 978-612-48358-1-0
Se prohibe la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio sin el correspondiente permiso por escrito de la editorial.
Producido en Perú
La primera pasión de los adolescentes no es amor
del uno por el otro, sino de odio contra todo.
Las tribulaciones del estudiante Törless, Robert Musil
Para Elías y los otros buguis
Los Buguis
1
—¡Tombos! —gritó Elías.
Entonces salimos huyendo, rabiosos, por el resonar de la sirena. La gresca reventó y los muchachos se esfumaron por las hileras de los viejos vagones atracados. Elías se quedó resistiendo como un furibundo perro de pelea hasta que él también tuvo que echarse a correr delante de los patrulleros.
—¡A El Puquio! ¡A El Puquio! —ordenó.
Traspasamos el riel del tren a toda velocidad y saltamos las cabezas filudas de las piedras, esquivando los oxidados tendales de las verjas. Aún seguíamos en la Estación Central de Ñaña y pensamos en llegar al río, a la parte más impenetrable de El Puquio para despistar a los perseguidores. La pandilla de San Pancho había desaparecido por la entrada de La Era, al otro lado del repecho. Minutos antes habíamos estado enfrascados en una pelea por el dominio de la zona. Elías y Miguel batuteaban el guerreo, mientras que nosotros los cubríamos. Ellos eran los más fuertes y bravos de Los Buguis, con quienes siempre rebatíamos a pedradas a los pandilleros de San Pancho, nuestros eternos enemigos.
Cuando llegamos al río, nos camuflamos entre los bejucos y jaulones de metal. El sol bombeaba con furia sobre nuestras cabezas. Caía como un gigantesco manto de fuego encima de toda la llanura. Era verano y el calor lo aplastaba todo. Observamos a unos gallinazos que danzaban en círculo alrededor de una carroña. Elías, furioso, les lanzó un ladrillo.
—¡Maricas! —gritó, mientras las aves huían despavoridas.
Aún seguía excitado por el influjo del guerreo. Casi habíamos ganado la bronca de hace un rato, casi habíamos aplastado a la cuadrilla de San Pancho. Elías estaba enojado y tenía una sombra de frustración en la mirada. Me acerqué y le puse una mano en el hombro para tranquilizarlo.
—Ya fue —dije.
Al punto, los otros muchachos nos rodearon. Parecían haber salido de un foso o de algún cuarto de tortura. Pude ver cómo el odio brillaba en el fondo de sus ojos. Querían seguir peleando por su barrio, querían reventar a los gorilas de San Pancho.
—Ya los teníamos jodidos —exclamó Miguel—. Si no hubiera sido por los tombos, los habríamos partido.
—Sí —remató Jesús—. Esos cagones tienen suerte.
Un gallinazo alzó vuelo y trepó con pereza por el aire. Era el único pajarraco que planeaba encima de nosotros. Al verlo a contraluz, parecía un lunar oscilante en el rostro del cielo.
—Eran más que nosotros —dijo Elías y recogió una piedra de tamaño regular—. Como diez.
—¡Más! —señaló Roberto—. Veinte o treinta.
—No exageres —dije—. No eran más de diez.
Elías arrojó la piedra al río. La luz del sol le bañaba el rostro dejando ver las perforaciones del acné en su piel.
—Ya tendrán su merecido —dijo.
—Sí —apoyó Miguel.
Una arañita había escalado hasta la punta de una roca. Nos miraba al mismo tiempo que movía sus filudas patas. Después de un rato, tras prender un cigarrillo, la quemé con el rescoldo.
—Vamos a El Puquio —dije.
—Vamos —contestó Elías.
El Puquio estaba a unos doscientos metros del río, cerca al corral de toros más grande de la zona. Era una suerte de estanque rodeado de arbustos y piedras que sobresalían como cráneos. En su interior nadaban bagres y renacuajos. Algunas ratas anidaban también en sus proximidades y, cuando las molestábamos, saltaban desesperadas hacia el agua. Nos gustaba aquel punto porque era un sitio alejado de los grandes y porque tenía la fauna más repelente del lugar.
—¡Una carrera! —grité.
Salimos disparados hasta llegar al margen del lago. Una vez allí, nos pusimos a fintear y a empujarnos unos contra otros y luego, cuando el calor se elevó al máximo, nos desnudamos. Roberto y Miguel exhibieron unas marcas violáceas que teñían parte de sus cuerpos: eran moretones producto de la bronca. Parecían pequeños círculos de sangre, bolitas cárdenas que sobresalían como orugas aplastadas. Yo me lancé a las aguas de El Puquio pensando en lo limpio que había quedado mi cuerpo después de la pelea. Nadé hasta chocar contra una roca y después me sumergí como una rata. Al salir a flote, vi a todos chapoteando en el agua.
—¿Dónde está Jon? —pregunté.
—Acá no está —dijo Miguel buscando entre las cabezas que sobresalían del estanque.
—¡Puta madre! —exclamó Elías. Su fibroso cuerpo emergió fulgurante en la orilla. El acné también había empezado a comerse parte de su espalda.
—Ojalá no lo hayan chapado los tombos —dijo Roberto a la vez que se ponía un polo.
—No digas huevadas...
Nos vestimos y salimos en busca de Jon. A esa hora el sol escupía fuego sobre Ñaña. Sofocados, desandamos todo el camino de El Puquio y llegamos otra vez a la ribera del río. Los gallinazos seguían devorando su carroña, pero no había ningún rastro de nuestro amigo.
—¿Y si se quitó a su casa? —preguntó Miguel.
En aquel momento, un avión pasó por encima de nuestras cabezas. Su convexo buche traspasó las nubes