Los Buguis. Joe Iljimae
Mientras caminaba a la siguiente casa, saqué de mi morral una pequeña lata de aerosol. Lo sacudí en el aire y escribí «Los Buguis» sobre un muro recién pintado. «Los Buguis». Repetí la operación en dos o tres muros más. En el último bloque escribí: «a mi amigo Jon, el mejor bugui». No estuve seguro de tal afirmación, pero me hizo sentir bien.
Llamé, por fin, a los muchachos que faltaban y luego fui en dirección a la casa de Elías.
Lo primero que escuché al llegar fue el torrente de mierda que salía de la boca de Fernando. Pobre Jon, me dije entonces, si escuchara a este cobarde cancelaría de golpe la reunión.
«Así que por más miedoso que haya sido Jon, era parte de Los Buguis, parte de nosotros, parte de la furia que ahora tenemos guardada en el corazón. ¡No podemos quedarnos con los brazos cruzados! ¡No! ¡No!», finalizó y mostró su puño a la pandilla.
Pobre imbécil. Algo había en él que lo hacía demasiado pretencioso, demasiado fantasioso en cada cosa que decía.
—¿Qué le pasa a ese huevón? —preguntó Jesús—. Parece un tarado.
—No —opiné con sorna—, parece un ángel.
De pronto, Elías se puso de pie. Lo vi tambaleante, pero con firmeza en la mirada.
—¡Vamos a cagar a esos gorilas! —exclamó
Levanté la mano.
—¿Cómo vamos a vengarnos?
—Vamos a entrar a su barrio —contestó—. Vamos a entrar a su barrio de mierda y reventar al primero que cojamos.
—Pero ellos no tuvieron la culpa —dijo Jesús.
—¡Y tú qué sabes! —le contestó Elías.
—¿Y si fueron los tombos? —observó Diego.
—Los tombos no hacen esas cosas —dijo Miguel—. No sean cojudos.
—Puta madre —dijo Fernando mirándome—. Ustedes se olvidan de Jon... ¿les gustaría estar en su pellejo y ver que sus amigos, sus patas, no hacen nada por vengarlo?
¡Conchesumare! ¿Quién se creía ese imbécil?
—Pero entrar a San Pancho está jodido —dijo Jesús.
—Y además —agregué—, ya deben sospechar de nosotros.
—¡A mí no me importa! —exclamó Elías—. A mí no me importan esos cagones.
—A mí tampoco —dijo Fernando al punto que apoyaba a Elías.
—¿Y piensas batutear la entrada, Fernando? —pregunté socarronamente—. ¿Piensas ser el primero en entrar?
—Sí, supongo que sí —contestó—. ¿Por qué?
—Porque no tienes los huevos suficientes —dije.
—¿Tú qué sabes?
—¿Lo harías por Jon? —pregunté.
—No estamos discutiendo eso —dijo atravesándome con la mirada. Sabía que no era tan machito como para ponerse en primera fila contra la lluvia de piedras y fierros que nos lanzaría el enemigo. Solo Elías o Miguel podían esquivar, atacar y alentar al mismo tiempo. Fernando era demasiado lento para estar en las peleas. Volví a retarlo.
—Vamos, Fernandito —dije—. Si entras de punta, yo te sigo. ¿O tienes miedo? ¡Vamos! ¿No me digas que se te arruga el culo?
—¡Hijo de puta! —bramó y se tiró encima de mí. Me tumbó y empezó a soltarme buenos puñetes, férreos directos. Luego, cogió una piedra y estuvo a punto de estrellarla en mi cara. Miguel lo detuvo a tiempo.
—¡Qué mierda hacen! —dijo, y nos separó de golpe. Los otros chicos habían hecho un pequeño círculo a nuestro alrededor.
—¡Este idiota me está provocando! —gritó Fernando, señalándome. Yo seguía en el suelo, lleno de sangre. No sé cómo me di cuenta de que me faltaban dos dientes. Mi cabeza había empezado a girar como una violenta perinola.
—¡Ya basta! —exclamó Elías rojo de ira—. ¡Déjense de huevadas! Acá los enemigos son los cagones, los ca-go-nes... ¿entienden? Tenemos que hacerles pagar por lo de Jon... Si quieren desquitarse o mecharse, háganlo con ellos... No quiero ver más de estas cagadas.
El silencio se volvió espeso.
—Vamos a entrar a San Pancho mañana por la tarde —continuó—. Nos reuniremos en El Puquio a las doce, luego avanzaremos hacia los vagones. Ya saben, sin arrugar... Al primer cagón que chapemos, lo reventamos. No quiero que entremos por las huevas. Por eso, solo iremos siete, solo siete, ¿me oyen? Miguel y yo en la punta y el resto como siempre, cubriendo...
Siguió con la explicación por un rato más, pero le perdí el hilo. Me dolía la boca y sentía mi cabeza a punto de estallar. Era como si dos perros callejeros se estuvieran destrozando dentro de mi cráneo. Diego me ayudó a ponerme de pie. Luego trajo un baldecito con agua y empezó a quitarme la sangre de encima. Cuando terminó, lo primero que hice fue ponerme a buscar mis dientes por el revoltijo de piedras, hojas y mierda que había en el suelo. Elías, Jon y Los Buguis podían irse al infierno. Ya no me importaba nada. Yo solo quería mis dos dientes de vuelta. Por desgracia, solo encontré uno en medio de las piedras. Igual, no me sirvió de nada.
3
Ser el jefe de Los Buguis es desagradable. A veces tienes que aguantar un montón de cosas feas, malas, repugnantes. Cosas como la que me pasó ese día en El Puquio, allá, al otro lado del repecho. Habíamos acordado con toda la mancha atrapar a uno de nuestros enemigos para reventarlo. Era la única forma de vengar a Jon, la única forma de mostrarme duro con lo sucedido y probar mi capacidad como jefe. Teníamos que actuar, movernos. Y eso hicimos. Tras una rápida acción grupal, capturamos a uno de los cagoncitos. Lo cogimos en la primera esquina de San Pancho mientras hacía hora. No fue nada difícil. Se nos hizo tan sencillo como reventar una burbuja con la punta de un dedo. Ni se percató de nuestra presencia cuando lo empezamos a rodear. Era un chiquillo inocente como Jon, un simple pavo. Por poco y nos da la bienvenida estrechándonos las manos. Un ángel. Si a Dios le gusta la inocencia, pensé entonces, el cielo debe estar inundado de idiotas. Felizmente yo aún seguía en la tierra, plantado con mi banda y con mi vida. ¿Qué más podía pedir un adolescente a los dieciséis años? Pues bien, allí estaba yo, acechando al muchacho de San Pancho. Habíamos cruzado el río y traspasado la ristra de vagones. Como lo había ordenado horas antes en El Puquio, cada bugui había tomado posición. Miguel y yo entramos primero. Revisamos todos los puntos abiertos y no encontramos ningún peligro cercano. Los otros buguis estaban a cinco o seis metros de distancia. Se mantenían lejos para no crear tumulto. Miguel fue el primero en verlo.
—Elías —dijo—, mira a ese de allá.
Pude ver una manchita de humo que subía al cielo. El muchacho fumaba apoyado a un poste, con una de las manos dentro del bolsillo. ¿Por qué tenía que estar justo allí?
—¿Lo viste? —preguntó.
—Sí —dije—, vamos.
Avanzamos hasta el poste con cautela. El chiquillo nos vio y comenzó a estudiarnos sin una pizca de malicia. ¿Por qué no gritó? ¿Por qué no salió corriendo en aquel momento? Me lancé a su cuello, mientras Miguel se acercaba para reducirlo por la espalda. Al final, el chico cayó al suelo como una roca, sin proferir palabra alguna. Los otros buguis vinieron corriendo a nuestro lado. Comenzaron a patearlo salvajemente y uno que otro le escupió en la cara. Parecían locos. Después de unos segundos, exclamé:
—¡Paren! ¡Paren!
Estaban excitados. Por primera vez tuve miedo de ser el jefe de la banda. Un peso extraño caía sobre mí y me achicaba. Yo era el más grande de Los Buguis, el mayor de todos, pero ellos habían empezado a crecer monstruosamente.