Mi perversión. Angy Skay
sin embargo, no podía dejar de pensar en Dakota, que pataleaba sin parar en mi vientre.
—¡No! ¡Cuéntale la de mentiras que te ha echado ese tipejo! Su exjefe ha estado manipulándola desde que la conoció. ¡Maldita sea! ¡Se marchó de nuestro lado por ese puesto de trabajo y todo era una puñetera treta!
—¿Qué? —Mi madre no entendía ni la mitad de lo que estaba diciéndole.
—Papá, por favor, ya basta —le pedí, viendo que perdía los papeles.
—¡Todos son iguales! Estos ricos, asquerosos y egocéntricos, se piensan que tienen el mundo controlado con sus aires de poder —teatralizó con mal genio—. Pero que no se te olvide que ante todo eres mi hija. Y si tengo que ir a la cárcel, yo mismo lo…
Puse las manos en su pecho.
—Papá, vas a conseguir que te dé un infarto. Sabes que no es bueno que te alteres de esta manera, y menos con tu estado de salud tan delicado. Por favor, marchaos a casa y después nos vemos. Te prometo que estaré bien, que no me ocurrirá nada. —Me miró con los ojos abiertos de par en par después de mi discurso de carrerilla—. No me hará daño.
—¿Pretendes que te dejemos sola con ese? —Señaló la puerta despectivamente.
Alcé las dos manos pidiendo un poco de paz. Mi madre se encontraba ida, supuse que tratando de juntar todas las piezas que le faltaban hasta llegar al punto de involucrar a mi exjefe en todo el jaleo de la herencia. Cerré los ojos, me sujeté el vientre por la parte inferior e inspiré y espiré alternadamente. Los dos se alteraron enseguida, pero los detuve con la palma de mi mano hacia ellos.
—Tengo los suficientes años como para saber apañármelas sola con él. No necesito que me protejáis. Y aunque os lo agradezco, esto es un asunto que debo solucionar yo. —Mi padre me contempló sin convencimiento alguno—. Papá, por favor,
—Y sin favores. He dicho que no.
Entrecerró los ojos y solté un suspiro enorme.
—Fuera. Los dos —sentencié. Era la única manera de que no se enzarzaran en una pelea, en una discusión o que a mi padre le diese un infarto y a mi madre, un ataque de histeria.
—¿Estás echándonos? —me preguntó mi madre, sin creérselo.
La miré a los ojos y entendió que lo único que pretendía era que no se involucrasen más de lo que ya lo habían hecho desde que todo comenzó.
—Yo no me muevo. —Mi padre juntó las dos manos delante de su regazo y alzó la barbilla con escepticismo.
Puse los ojos en blanco. Mi madre se acercó a él y tocó su brazo. Él la miró con todo el amor que le profesaba y, con una simple mirada y un asentimiento de cabeza por parte de ella, a regañadientes, cedió.
—Llámanos después, mi niña.
—Sí, mamá.
Mis labios la despidieron con un simple gracias y me devolvió una mirada que requería más de una explicación. Asentí, y supe que tendría que sentarme con ella tarde o temprano, y más después de todo lo acontecido en los últimos días.
Mi padre abrió la puerta con énfasis y a punto estuvo de quedarse con ella en la mano. A Edgar casi le sacó la piel a tiras de un solo vistazo. Él lo contempló con la misma altivez o más, e incluso pude ver una tenue sonrisa en sus labios. Por poco se rozaron cuando uno salió y el otro entró. El que entraba lo hizo con una mueca de satisfacción que te daban ganas de borrarle la prepotencia a puñetazos.
—Si le tocas un pelo… —lo amenazó mi padre.
Edgar fue cerrando la puerta con mucha lentitud. Cuando solo quedaba un resquicio, le dijo arrogante:
—Al final, yo entro y usted sale.
Sonrió con chulería y se la cerró en las narices. Lo último que me dio tiempo a ver fue a mi padre poniéndose rojo como un tomate y a mi madre sujetándolo del brazo. Echó la llave dos veces, asegurándose así de que nadie pudiera interrumpirnos. Después se dedicó a observar la estancia.
Cuando ya escuchaba el motor del coche, exploté:
—¡¿Se puede saber qué coño ha sido eso?! ¿Quieres pegarle a mi padre también? ¡¿Eh?!
—Que yo sepa, y hasta el momento, solo le he pegado a ese novio tuyo que tienes —me dijo como si nada, dando pequeños pasos por la casa y observándolo todo.
—¡Klaus no es mi novio! ¡Y…! —Cerré la boca, aunque tarde, más bien al darme cuenta de la sonrisa torcida que mostró su deslumbrante boca. Maldito capullo, que sabía cómo hacer y cómo sonsacar la información que quería.
Apreté los dientes con rabia y anduve dos pasos hasta colocarme delante de él. Llevaba las manos metidas en los bolsillos del pantalón, pero tan pronto como llegué a su altura, las sacó y cruzó los brazos sobre su pecho otra vez.
—¿Te he dicho alguna vez que me encanta cuando te cabreas?
Entrecerré los ojos tanto que creí que se me cerrarían por completo. Notaba que mi pecho subía y bajaba a una velocidad de vértigo. Pero lo peor no era eso. Lo peor era que su presencia me provocaba algo que pensé que ya estaba dormido. Me sentí descolocada al notar que tragaba saliva bajo aquel escrudiño al que estaba sometiéndome. Sus ojos descendían y ascendían sin ningún reparo desde mis pies hasta mi cabeza, y eso me ponía más nerviosa de lo que habitualmente me había puesto con él.
—¿Qué coño haces aquí? —le pregunté de malas formas, tomando la misma postura que él, gesto que ocasionó que mi delantera subiera unos cuantos centímetros y la mirara con descaro.
Suspiró y señaló el sofá.
—¿Puedo sentarme?
Casi no lo dejé terminar la pregunta cuando ya estaba respondiéndole:
—No.
—Bien. Pues de pie.
Dio un paso, y nos quedamos a una distancia que casi me provocó pequeños infartos. Su aroma se colaba por mis fosas nasales de manera inevitable. Traté de apartar los pensamientos que ni siquiera quería que apareciesen en mi mente, sin embargo, teniéndolo tan cerca, me era meramente imposible.
—Dime qué quieres y márchate —le pedí casi en un susurro, sin poder apartar mis ojos de los suyos. Aprecié algunos cardenales en su cuello y en uno de sus pómulos.
—Tienes que venirte conmigo a Mánchester —me soltó sin más.
Reí como una histérica; tanto que desapareció de mi campo de visión durante unos instantes.
—Estás loco. Desde luego. —Cambié mi gesto y la seriedad se apoderó de mí—. No pienso marcharme a ningún sitio. Mucho menos contigo.
Alzó una ceja, imaginé que comenzando a perder los nervios. Dio otro paso y casi me rozó. Me aparté por inercia cuando su mano se elevó lo justo para quedar a la altura de mi barriga.
—Supongo que tampoco puedo tocar a mi hija. —Su gesto se endureció.
—Supones bien. Y mi hija —recalqué— todavía no está aquí.
—También es mía —adjudicó con tono duro.
—Eso ya lo veremos.
Ahora el que rio fue él.
—Ni se te ocurra jugar con fuego, Enma.
Soltó mi nombre con tanto énfasis que casi me atraganté debido a su tono provocativo y sensual. Era un conquistador nato, y eso no podía negarlo. Daba igual que fuese una amenaza o una advertencia, que sabía cómo y cuándo hacerlo.
—No te has preocupado de ella en ocho meses. Ahora no creo que tengas ningún derecho a reclamar nada. —Di un paso atrás al ver la vena de su cuello.
—¿Me has dejado?