Lo femenino en debate. Patricio Álvarez Bayón
esto vendrá añadirse el impasse formulado en “Análisis terminable e interminable”, la “roca viva” donde tropieza el final de la experiencia analítica y que se traduce como un repudio a la feminidad en ambos sexos.
A lo largo de ese recorrido orientado por la clínica, la elaboración freudiana respecto a la sexualidad ha logrado cernir, en la forma de dos interrogantes el misterio del lenguaje, asociado a los nombres sin una referencia precisa, o que más bien revelan un vacío de referencia: ¿Qué es un padre? ¿Qué quiere una mujer? Dos preguntas suscitadas por el hueco al que se enfrenta todo ser hablante al llevar a cabo su individual y clandestina pesquisa; que Freud nombró “investigación sexual infantil”, condenada inevitablemente al fracaso, el cual, aunque típico, no es igual para todos: “No siendo satisfactorio para todos [...] si eso se malogra es para cada uno”.
El acontecimiento Lacan
Pero el surco abierto por Freud se vería trágicamente interrumpido por “los enemigos del género humano” obligando al propio Freud y a los analistas freudianos a emigrar a otras tierras en una diáspora que terminaría afectando negativamente a la práctica y a la doctrina.
Felizmente en la época de entreguerras el polen psicoanalítico había llegado a diseminarse por Europa, y Lacan, joven psiquiatra, supo hacerlo germinar en la lengua francesa, tomando a su cargo la transmisión del mensaje freudiano.
Más tarde asumiría la disciplina semanal de su Seminario durante casi treinta años, destilando una lenta y rigurosa traducción de la obra freudiana; primero, en los términos suministrados por la lingüística y la teoría de la comunicación, así como la genial lectura del narcisismo con la dialéctica del amo y el esclavo en el marco conceptual que ofrecía la distinción de los tres registros, simbólico, imaginario y real. Se inauguraba así la época lacaniana del psicoanálisis en la que, cumpliendo el designio de Freud, Lacan tomó a su cargo los impasses de la experiencia, siendo de los más importantes, sin duda, el relativo a la sexualidad femenina.
Uno de sus aportes fundamentales ha sido la postulación del falo como un significante y de esta consideración se desprenden una variedad de significaciones según se acentúe su función como significante de la vida, del poder, del deseo o de la satisfacción.
Tal distinción ha permitido esclarecer confusiones ocasionadas por lecturas apresuradas, sesgadas o simplemente derivadas de otros discursos donde se considera el falo como equivalente del pene o como un mero símbolo de poder.
La diversificación de la función del falo orientando el deseo y la satisfacción dio lugar a una primera y sustancial lectura de la diferencia sexual y a precisar el valor del partenaire según se trate del amor, del deseo o de las pulsiones.
Una primera divisoria de aguas en lo relativo a las posiciones femenina y viril gira en torno a la alternativa: ser o tener el falo; merced a la cual él porta en su cuerpo el órgano de la cópula sexual y ella da cuerpo al objeto del deseo, pudiendo encarnarlo en la danza de la seducción. Entonces, más precisamente, uno sostiene el semblante de tenerlo, la otra sostiene el de serlo; ninguno puede obtener, sin embargo, la certeza de su identidad sexual en el encuentro entre los cuerpos.
El psicoanálisis, al revelar el impacto a la vez que la artificialidad de las identificaciones sexuales está en el origen del cuestionamiento de la sexualidad biológica que ha dado lugar a las teorías de género. Con la salvedad de que dichas teorías encallan en una promesa de libertad de elección ignorando que ésta no es el producto de una deliberación y atañe pues, a lo real de cada uno, más allá del género y de la biología.
Lacan precisa que la diferencia castrado/no castrado proviene del error común, natural que condiciona el lenguaje al permitir sólo la distinción presencia-ausencia: aquí hay, aquí no hay. En cambio, lo que denomina error lógico en la lectura de la diferencia sexual, se deriva de interpretar la satisfacción femenina a partir de un solo registro, el simbólico, pretendiendo coordinar su libido al falo, el único símbolo del goce sexual.
El intercambio que Lacan mantuvo con algunas feministas durante los años 70 fue muy instructivo en tal sentido, llegando a enunciar que no obligaría a las mujeres a ajustarse, en tanto seres sexuados al molde de la castración y al monopolio del falo.
En rigor, la lógica impide concebir el conjunto de las mujeres, no es posible formular de ellas un universal y por eso Lacan las nombra “no-todas.” Implica una precisión fundamental en lo relativo al goce, ellas experimentan una satisfacción que excede aquella centrada en el falo y que concierne a otro registro, a lo real.
Una consecuencia palpable de este hecho de estructura es la variedad de feminismos que florecen en el panorama contemporáneo. Si se intenta disminuir esa pluralidad, es al precio de un universal fácil o débil como lo plantea Jessa Crispin, quedando reducido a consignas o a monsergas cuya incidencia es más que insuficiente respecto a los cambios que se pretende motivar.
Por lo tanto, es de sumo interés llevar a cabo un análisis crítico de las propuestas de distintas autoras feministas para medir el precio que supone la forclusión de Freud en sus análisis y proposiciones. En esta ocasión he escogido dos teorías que parten de supuestos situados en las antípodas, pero acaban propugnando una solución similar para intentar resolver la querella entre los sexos.
La teoría King Kong y la revolución feminista
El libro de Virginie Despentes, oscila entre soflama y testimonio, entre análisis crítico y arrebato indignado y pasional. Lo más destacado es su toma de posición desde la perspectiva de la lucha de clases, pronunciándose en favor de un feminismo “proletario”, a partir de una valoración precisa de las nefastas consecuencias del capitalismo para ambos sexos y alertando sobre lo que considera el riesgo de una pendiente “regresiva” al totalitarismo. Aunque en su explicación no logra desentrañar las razones estructurales de tal estado de cosas, es cuanto menos sugerente que privilegie, entre los efectos ominosos del sistema, “el mito de la maternidad como culmen de la realización femenina en su aspecto más glorificado.” Descubre la maniobra artera que oculta semejante señuelo: “Sin niños la alegría femenina no existe, pero [se silencia el hecho de que] criar a los niños en condiciones decentes es casi imposible”.
Evidentemente, se refiere a la precariedad reinante en el mundo laboral con su corolario de injusticias y carencias. Pero más allá del aspecto laboral y económico, Despentes constata que “la maternidad es el dominio en el cual el poder de la mujer se ha intensificado más. La mamá sabe lo que es bueno para su hijo, nos lo repiten de todas las maneras posibles, en ella reside intrínsecamente ese asombroso poder”. No podemos sino estar de acuerdo con esta afirmación, la suposición del saber absoluto le otorga el poder a quien se ve llevado a encarnar el Otro primordial al que el infans está inexorablemente sujeto en los primeros años de la vida. Freud lo llamó “complejo del semejante” situando allí el origen de la moral. Lacan siguió esa estela, al poner los puntos sobre las íes y revolverse contra lo que denominó la “aplastante superioridad del adulto sobre el niño”, acentuada por el desamparo irremediable que experimenta el ser humano durante los primeros años de la vida.
Bastaría recorrer las clases en las que trabaja el caso Juanito del Seminario 4 dedicado a Las relaciones de objeto y las estructuras freudianas para acceder a la matriz lógica de las estructuras clínicas, organizada en torno a la dificultad del niño para hacer frente al capricho materno, su imposibilidad de salir del universo de la seducción que esta situación le impone al enlazarlo, a través del amor, a su inevitable hechizo; con la consecuente necesidad de encontrar una salida al triángulo que forma el niño con el falo y la madre. La función del Nombre-del-Padre venía a funcionar como el cuarto elemento destinado a ofrecer un apoyo para resolver esta inevitable encrucijada existencial facilitando la separación de niño del imperio materno y la clave de su inserción simbólica “fuera de la familia”. Pero en el siglo XXI ya no es el padre edípico, –el que la tradición judeo-cristiana nos enseñó a nombrar como Nombre-del-Padre– el operador de dicho enclave de la identificación