Las palabras más bellas y otros relatos sobre el lenguaje. Juan Gossaín
investigadores y gramáticos.
Hoy existen programas de computadores especialmente creados para medir, a la frenética velocidad de un vértigo, cuáles son las letras que la gente más emplea en su vida cotidiana, ya sea hablando o escribiendo, e, incluso, cuál es el porcentaje de uso que le corresponde a cada una.
Por eso, en este preciso momento, los crucigramistas hemos podido comprobar que letra más repetida de nuestra lengua ya no es la a, como ocurrió desde los orígenes del castellano hasta hace unos pocos años, sino otra vocal, la e, que le dio golpe de Estado y ocupa el 13,8 por ciento de todo lo que decimos o escribimos. La a, por su parte, descendió al segundo lugar, con un 12,53 por ciento.
Para apelar al lenguaje del ciclismo, que muchachos admirables como Nairo y Gaviria han vuelto a poner de moda, digamos que los diez primeros puestos en la clasificación general los ocupan, en orden, las siguientes letras: e, a, o, s, r, n, i, d, l, c. En el lenguaje inglés la e también es líder de la competencia, pero el subcampeón no es la a, como en castellano, sino la t, que entre nosotros, en cambio, no aparece ni entre los diez primeros.
Se me estaba olvidando contarles cuáles son, a la inversa, las letras menos usadas en nuestro vocabulario español. Como se lo habrán imaginado, son –en ese orden– k, w, x, ñ, z.
Sigamos con el cuento que traíamos. Cuando alguien pregunta en el cumpleaños de Luchi cuáles son las palabras más bellas de la lengua castellana, la respuesta, obviamente, depende del gusto de cada quien, pero la gente suele contestar pensando en términos sentimentales y románticos, como amor, felicidad, melancolía, ternura.
Cuando están haciendo encuestas, muchas personas aprovechan para posar de intelectuales o ilustrados. Entonces mencionan las palabras más rebuscadas del mundo. Corriendo ese riesgo, la prestigiosa cadena radial BBC de Londres, al igual que otras entidades culturales, suelen hacer con recurrencia esa clase de sondeos. Le piden a la gente que escoja las palabras más bellas del español.
Si uno se pone a hacer un balance de esas investigaciones, concluye que las más mencionadas han sido estas: libertad, arrebol, soledad, ojalá, compasión, eterno, sonámbulo, etéreo, epifanía, efímero, luminoso, atardecer, mandrágora, dulce, amanecer, aurora, belleza, alegría, mar, ternura.
A mí nadie me ha preguntado, pero como yo sé que mi universo tiene el mismo límite de mi lenguaje, les voy a mencionar las que más me gustan. Creo sinceramente que nuestra palabra más expresiva es árbol, porque simboliza la generosidad infinita que hay en la naturaleza, ya que el árbol acoge bajo su sombra bienhechora a todas las criaturas, incluyendo al leñador que va a matarlo. La segunda es agua, una palabra tan profunda y expresiva que, apenas la oigo mencionar, me da sed. Otro día seguimos con la lista, porque el tiempo apremia.
Entre mi colección de diccionarios y lexicones, en la cual abundan las extravagancias y curiosidades, hay uno que guardo con especial aprecio: el de palabras que ya no se usan. Porque hay términos que, como todas las criaturas del mundo, nacen y crecen, pero también se mueren.
Me la paso recogiendo, además, las palabras más curiosas o más feas del idioma. Eso es lo bueno de ser un jubilado, como yo, para lo cual no me quedaría tiempo si tuviera que cumplir unos horarios.
Una de las muchas expresiones singulares que me llaman la atención es amover, que dejó de usarse en el siglo diecinueve. Se refería a la destitución de un servidor público. Hoy se dice remover. Otra que me causó asombro es la palabra haiga, que a simple vista parece un barbarismo ignorante en lugar de haya. Nada de eso: haiga existe en el diccionario de la Real Academia, con vida propia, y se refiere a aquellos automóviles grandes, aparatosos, ostentosos “y normalmente de origen norteamericano”, dice el propio diccionario, en un delicado alarde de humor y sutileza.
¿Qué pensaría usted si alguien le dijera por escrito que tiene uebos? Para empezar, lo consideraría obsceno y grotesco. Vulgar. Pero, además, agregaría usted, es un ignorante que ni siquiera sabe que huevos se escribe con h inicial y v corta.
Lamento informarle, querido amigo, que el equivocado es usted: uebos, así como se escribe, es una de las palabras más antiguas del idioma, solo existe en plural y hasta procede de noble familia, porque viene del latín.
Hace cientos de años se le usaba para indicar que se tenía necesidad de algo o urgencia de alguna cosa. Por ejemplo: “Tengo uebos de dinero para pagar el arriendo”. O este otro: “En la ciudad tenemos uebos de buenos dirigentes”.
Si les parece que esa es una curiosidad muy cómica, miren ahora lo que me encontré por andar buceando en las aguas profundas del idioma, en sus orígenes y curiosidades. En los primeros años de nuestra lengua se usaba una palabra, mamporrero, que todavía figura en el diccionario oficial.
¿Cómo explicarles, sin que parezca una espantosa patanería, lo que significa mamporrero? Era uno de los oficios más extravagantes del mundo. Ahí voy. En las fincas castellanas le decían así al peón encargado de dirigir, hasta su destino final, el miembro viril del caballo, a la hora de copular con la yegua, para que no cometiera equivocaciones. Imagínese usted cómo le fregarían la vida al pobre hombre. Proviene de mamporro, que significa golpe, coscorrón, trompada o puñetazo. Muy apropiado.
Ahora vengo a enterarme de que yo soy un glabro. Cuando vi la palabra por primera vez me sentí aterrado, y hasta estuve a punto de desmayarme, porque pensé que se trataba de una enfermedad incurable o de alguna chifladura mental. Después, para tranquilizarme, me explicaron que un glabro no es más que un recalvastro. Fue entonces cuando el asunto se puso peor de bueno, como dicen sabia y graciosamente en Bogotá. Comencé a recuperar la respiración cuando supe, a través del diccionario que todo lo resuelve, que esos dos sinónimos significan lo mismo que calvo, lampiño, pelón o pelado.
Por fortuna, no tuve que apelar a ninguna ceremonia apotropaica porque soy un hombre de regolaje que solo aspira a ser bienquisto y que hasta ahora no ha sufrido yacturas. (Averígüenlo ustedes. Ya es hora de que aporten algo).
Epílogo al epílogo
Leonardo Archila es el director editorial de Intermedio Editores, que hace unos años publicó una selección de mis crónicas. Ahora me propone escribir otro libro, esta vez sobre la historia de las palabras, las más hermosas y las más feas, sus venturas y quebrantos, sus curiosidades y rarezas. Desde aquí le sugiero a Leonardo que, para empezar, vaya guardando esta página...
Permítame su educación: ¿qué es un corroncho y qué viene siendo un cachaco?
Mi primera reacción, cuando recibí aquel mensaje de España, en octubre del año 2016, fue negarme a creer lo que me proponían. Casi me caigo de la emoción.
Cristina