El pan nuestro. Gilda Salinas

El pan nuestro - Gilda Salinas


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      Siempre he encontrado una tregua después de la primera mordida de un inigualable pan dulce llamado corazón. Al degustar el sabor de mantequilla, harina, leche y azúcar, desciende una divina alegría que acompaño con un trago de café. Hay un ansia total de olvidar la soledad con un trozo de ese pan en mi boca y así, con la infusión y el tesoro a un lado sobre el buró, afuera el día azulea en eterno amanecer. La mañana no se enturbia, me olvido de fríos y de intemperies, mi paladar está saboreando lenta y cuidadosamente un pedazo de ese manjar.

      La primera ocasión en que acudí a esa panadería, me asombró el tiempo que la muchacha que atendía dedicó a explicarme que el pan de mi preferencia antes se conocía como alamar, un moño sencillo, de consistencia crujiente y decorado con azúcar blanca. Que el nombre proviene del árabe al-amar, que significa lazo trenzado, y que en el siglo pasado este panecillo se acostumbraba mucho en la merienda, aunque en estos días es casi desconocido.

      Hoy fui a comprar ese celestial biscocho, pero al llegar me dijeron que se habían acabado, y entre la tristeza por haber roto con Fernando y la decepción de ver la charola vacía, el panorama se nubló más. Mi vida quedó, de la noche a la mañana, sin un corazón que le diera gozo, fe, esperanza.

      Salgo de la panadería y me siento bajo el sol del atardecer mientras medito en mi pasado. Un eterno deambular entre sombras y amantes que lo único que han hecho es romperme el corazón. Por eso necesito ese sabor, a ver si de esta manera mi interior se endulza un poco y deja la melancolía a un lado.

      Porque es importante tener una ilusión, sonreír. Y es que andar por la vida sin un sueño es como ir desnuda entre calles y avenidas. Sí, para poder sobrevivir es importante el ensueño que me haga partícipe de una fiesta; el espíritu se endulza con música, sin importar que traiga roto el centro del pecho, sin importar que viva en la oscuridad de un destino que me alcanzará en la vejez.

      Por fin llega la camioneta con las charolas y mi horizonte pálido se corona de gloria junto a este atardecer todavía muy alto. En mi alba espumosa nacieron fuerzas para amanecer, fuerzas para enfrentar el día, la tarde y la noche, mis tinieblas estarían coronadas de nuevo con la fe. Y es que eso es todo lo que necesita mi cuerpo cuando abro los ojos: el pastelillo acompañado de una deliciosa taza de café. Mis manos llenas de gritos serán arropadas mientras muerdo pedacitos del pan de regreso a casa, con un paisaje luminoso en mi bolsillo.

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       OJO DE BUEY

      Alma Gara

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      Tito camina sin prestar atención, los ojos nublados le impiden ver, se sienta en el borde de la banqueta y vuelve el llanto. En la bolsa de su chamarra está el terrible resultado y ahora teme, sabe, que con esta noticia podría perder a Mario.

      Hace unos meses, en una panadería, se encontraron frente a frente del último garibaldi en la charola. Cada uno lo cedió al otro y ante la mutua insistencia, se rieron y bromearon, para al final, optar por otros panes que sí pudieron tomar uno para cada uno; de ahí a irse a vivir juntos fue tan fácil y sabroso como comer una concha con nata, decía Mario.

      Desde entonces, el pan de dulce se convirtió en símbolo de su relación. Bromear sobre el asunto se volvió parte de su lenguaje, y no faltaron las bromas pícaras acerca de los nombres de esas ricuras.

      Tito se limpia los ojos con coraje, saca el papel, lo desdobla, toma la foto y se la envía en un WhatsApp con un lacónico mensaje: Soy seropositivo. Nada más. ¿Cómo reaccionará? Por supuesto que se preguntará quién lo contagió, cuándo y lo que es peor, si ya lo infectó.

      Espera un minuto, diez, veinte, siente la cabeza a punto de explotar, ve las dos palomitas azules, pero no hay respuesta. Otro WhatsApp: Mario, dime algo, por favor, maldíceme, enójate, pero no te quedes callado.

      Camina despacio hacia el departamento, su mundo se derrumbó. Un mensaje. Se detiene sorprendido y busca con torpeza el celular: Tengo que pensar y tomar una decisión, dame tiempo.

      Todos saben que cuando se dice eso es el preludio del adiós. No llora, se ha congelado. Llega a su destino sin darse cuenta, como un borracho perdido en las consecuencias del alcohol. En la cocina, sentado frente a los restos del pan del desayuno, piensa que así está su relación: desmoronada; los recuerdos de esa mañana llegan: Cariño, te sirvo un café y desayunamos un pancito… Se dice panecillo… Ay Mario, siempre tan propio. Pues toma un panecillo, mira tenemos un cuernillo, una conchilla y un bolillo, ese sí se llama así, ¿o no? Recuerda la mirada y el cariño que le hizo Mario en la mejilla: Eres guapote, ¡cabrón!, solo por eso te quiero. Te veré en la noche.

      No habrá tal. Volverá a su antigua casa, por suerte no la ha desmontado, entonces oye la llave en la chapa. Un sudor frío lo cubre, se limpia las lágrimas. Mario entra y se acerca sin prender la luz.

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