¡La educación está desnuda!. Juan Ignacio Pozo Municio
la importancia que hoy en día tienen las actividades extraescolares y otros espacios informales en la educación de nuestros hijos e hijas y cómo estos contextos se están convirtiendo cada vez más en fuente de inequidad. El interesante informe de Bonal y González (2020) recoge datos muy claros acerca de la influencia del nivel socioeconómico y cultural de la familia en el negativo efecto de la pandemia también en este ámbito educativo. Las todavía escasas experiencias de “Planes Educativos de Territorio”, en los que se articulan todos los recursos de un determinado sector geográfico para hacer una oferta educativa integrada, son un ejemplo muy interesante de cómo ir avanzando en esta dirección2.
Junto con las debilidades que la COVID-19 ha revelado en el sistema educativo, también ha permitido a muchos docentes tomar conciencia de algunos aspectos del aprendizaje y de la enseñanza que el discurso de la innovación venía proponiendo hace tiempo, pero que para ellos eran propuestas que no habían llevado a la práctica. Como hemos señalado en otro lugar (Martín, 2020), se ha hecho patente la importancia del estado emocional del alumnado, no solo como un factor disruptivo y marginal del aprendizaje, sino como un ingrediente esencial del mismo que el profesorado debe tener en cuenta en su instrucción tanto o más que las variables cognitivas. Hemos comprobado también la importancia de la diversidad del alumnado. No solo en relación con las desigualdades de las que ya hemos hablado, sino en cuanto a la posibilidad que hemos tenido de descubrir características de nuestros alumnos y alumnas que hasta ese momento nos habían resultado invisibles.
Se ha puesto en evidencia el supuesto psicológico, de profunda raíz sociocultural, que afirma que los humanos “estamos, más que somos”. Es decir, que el contexto, el sistema de actividad del que formamos parte, influye de manera sustantiva en la forma en que actuamos. Alumnas que considerábamos con poca iniciativa han mostrado una gran capacidad de organizar su aprendizaje; alumnos que venían teniendo mucho éxito se han perdido cuando les ha faltado nuestra regulación; aprendices que creíamos poco creativos han hecho música, teatro y obras plásticas que les han permitido comunicar sus experiencias a sí mismos y a otros demostrando con ello la potencialidad de estos lenguajes; criaturas a las que considerábamos inmaduras han demostrado un nivel de empatía, de responsabilidad y una capacidad de cuidado y de adaptación ante la incertidumbre que nos ha maravillado. Siguen siendo los mismos niños, niñas y jóvenes que conocíamos, pero el contexto en el que se desenvolvían era distinto. La necesidad de poder atender de forma más personalizada a la diversidad del alumnado ha cobrado peso entre las prioridades del profesorado.
Tras el amplio diagnóstico de los primeros capítulos, el autor propone avanzar hacia una escuela híbrida en la que el escenario presencial y virtual convivan potenciándose mutuamente. Comparto la necesidad de este cambio, pero creo que lo más importante es prestar atención al decálogo que Nacho Pozo propone en el cuadro que recoge los “Diez principios desde los que renovar las formas de enseñar y aprender en una educación tanto presencial como virtual”. En él podemos encontrar una sugerente hoja de ruta para mejorar la calidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje válidos para toda intervención instruccional. Puede que al leer los diez ejes rectores se pueda sentir una cierta sensación de cansancio, ya que no se trata de ideas nuevas. Muy por el contrario, hace al menos tres décadas que venimos planteando la mayoría de ellas. El reto para superar este posible desánimo es llevar al menos alguna a la práctica; “pasar de las musas al teatro”.
Una vez más, la coyuntura de la pandemia puede (debe) suponer una inflexión con respecto a otras iniciativas de innovación y mejora. Como se plantea al comienzo del libro este extraño periodo puede cumplir la función de “un incidente crítico” que hace de hecho patente un conflicto con nuestra práctica habitual. Como Nacho Pozo dice, lo más probable es que ante la dificultad uno se refugie en la seguridad de sus prácticas habituales y confortables. La posibilidad de que, por el contrario, el conflicto genere cambio exige llevar a cabo un proceso de reflexión.
Como el propio autor ha desarrollado en otros libros (Pozo, 2014, 2016), el cambio personal implica tomar conciencia de nuestras creencias implícitas y contrastarlas con los datos que estos meses nos han proporcionado. Las experiencias vividas no son una mera propuesta teórica. Constituyen un conflicto empírico, constatado en “nuestras propias carnes”. La fuerza de una realidad encarnada es mucho mayor que la que proviene de un conflicto meramente teórico. Pero sin reflexión no hay motivo para creer que el incidente crítico vaya a poder transformar prácticas muy arraigadas. Si queremos convertir esta crisis en crecimiento, es necesario planificar y dinamizar estos espacios de reflexión, tanto con los docentes como con los propios estudiantes y sus familias, para comprender dónde están los elementos esenciales que habría que transformar.
Esta tarea debería ser prioritaria para los equipos directivos. Puede parecer iluso pedir a estos responsables, que están desbordados por un dificilísimo comienzo de curso, en el que los riesgos sanitarios colocan a menudo lo educativo en un segundo plano, que tengan la lucidez, el tiempo y la energía necesarios para acometer este proceso de reflexión. Pero no hacerlo sería, una vez más, un ejemplo del error de atender a lo urgente a costa de lo importante. No hay que planteárselo como una iniciativa demasiado compleja. Es necesario acotarla para que sea viable, pero creo que es imprescindible realizarla.
Quede claro que no son solo los docentes y los centros quienes deben acometer este reto. Las administraciones educativas son las principales responsables de ello, a ellas les compete proponer a los centros escolares la tarea y ofrecerles las condiciones para llevarla a cabo, además de derivar ellas mismas las consecuencias que este incidente crítico tiene para sus políticas.
Tomando el recurso literario que el propio Nacho Pozo utiliza, más nos vale reconocer que “el rey está desnudo”. Negarlo nos impedirá recabar el conocimiento y la energía que requieren las transformaciones que en el libro se van desgranando y que tan necesarias son.
Aviso a los lectores
Este texto intenta extraer algunas lecciones de la crisis educativa producida por la pandemia del coronavirus. No se trata tanto de analizar de qué manera se ha desarrollado la enseñanza durante estos meses turbulentos transcurridos desde la primavera de 2020 como de reflexionar, a partir de ellos, sobre el estado de nuestra educación antes y después de que se cerraran las escuelas. Se trata de ayudar a entender cómo estaba nuestra educación cuando, a comienzos de esa primavera, se cerraron de repente las escuelas, los institutos, las universidades y se abrieron los nuevos espacios de la educación confinada. Y sobre todo, se trata de plantearnos qué educación queremos cuando vuelvan a abrir del todo, sin restricciones. Así, al menos esta crisis habrá servido para detectar los males que nos aquejan, que son bastante profundos, y para empezar a pensar en cambios tan profundos, al menos, como esos males.
En marzo de 2020, de pronto, literalmente de un día para otro, todo lo que dábamos por supuesto, lo que veníamos haciendo en el día a día de las aulas y los centros, se vino abajo y tuvimos que cambiar de caballo en medio de la carrera. Quienes trabajan en formación docente denominan a estas situaciones impensadas “incidentes críticos” (Monereo, 2010; Monereo y Monte, 2011). En el acontecer del aula son relativamente habituales, cuando, de pronto, ocurre algo imprevisto que impide que sigamos el curso de las actividades que habíamos planificado. Ese accidente o imprevisto, ya sea una disputa entre varios alumnos, un estudiante con una conducta disruptiva, un suceso impactante que se produce en el colegio o en el entorno, o simplemente un problema tecnológico que nos impide seguir con las rutinas programadas, nos obliga sin previo aviso a tomar decisiones improvisadas, no planificadas, que muchas veces reflejan nuestras convicciones más profundas, intuitivas, sobre la actividad de enseñar, lo que nos permite no solo reflexionar sobre lo sucedido sino también sobre nuestras propias creencias y hábitos, sobre lo que creemos y damos por supuesto. Ante esos incidentes críticos, teñidos de incertidumbre y de ansiedad, la profesora o el alumno implicados suelen volver a la seguridad de lo que más conocen, de lo que están habituados a hacer, por lo que, de alguna forma, esa respuesta a una situación inesperada es también un espejo en el que se reflejan nuestras creencias y hábitos más arraigados.
En este caso estamos ante un incidente crítico global que ha alterado los procesos de enseñanza y aprendizaje a nivel mundial y en todas las etapas educativas.