El choque. Linwood Barclay

El choque - Linwood  Barclay


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imagino que debe de ser una reunión de Tupperware.

      Veinte mujeres invadieron nuestra casa. Vino Sally, del trabajo, y también la mujer de Doug Pinder, Betsy. Me sorprendió especialmente que la madre de Sheila, Fiona, apareciera por allí arrastrando consigo a su marido, Marcus. Fiona podía permitirse un Louis Vuitton auténtico, y yo no la veía llevando por ahí un bolso de imitación, la verdad. Pero Sheila, preocupada por si Ann no conseguía suficiente número de asistentes, le había rogado a su madre que asistiera. Había sido Marcus el que al final convenció a Fiona de que hiciera el esfuerzo.

      —Sé un poco más sociable —parece ser que le dijo—. No tienes que comprar nada si no quieres. Limítate a estar ahí y apoyar a tu hija.

      Detestaba ser cínico, pero no podía evitar preguntarme si los motivos de aquel hombre tendrían algo que ver con la felicidad de su hijastra. Era de suponer que un acontecimiento así reuniría a muchas mujeres, y a Marcus le encantaba repasar a las señoras con la mirada.

      Marcus y Fiona fueron los primeros en llegar a la casa y, cuando las demás invitadas empezaron a aparecer, él insistió en saludarlas a medida que iban entrando por la puerta, presentarse, ofrecerles a todas una copa de vino y asegurarse de que tuvieran sitio para sentarse mientras ellas empezaban a babear con la sola visión de las etiquetas falsas y la piel. Sus payasadas parecían avergonzar a Fiona.

      —Deja de ponerte en evidencia —le soltó, y se lo llevó de ahí.

      Cuando Ann dio comienzo a su discurso para convencer a las compradoras, Marcus y yo nos retiramos al patio de atrás con un par de cervezas, donde, un poco a la defensiva, me comentó:

      —No te equivoques, todavía sigo perdidamente enamorado de tu suegra. Es solo que me gustan las mujeres. —Sonrió—. Y me parece que yo a ellas también.

      —Claro —repuse—. Estás como un tren.

      A Ann le fue muy bien la tarde. Se sacó un par de miles (hasta los bolsos de imitación podían costar varios cientos de dólares), y por haber arreglado la casa para el acontecimiento, Sheila se quedó con el bolso que más le gustaba.

      Aunque a los Slocum no les llegara para pagar las reparaciones de su casa, con los bolsos y el sueldo de la policía ganaban más que suficiente para que Ann condujera un Beemer de tres años y Darren tuviera una ranchera Dodge Ram de un rojo resplandeciente. Cuando nos acercamos a la casa, solo vimos aparcada la ranchera.

      —¿Ha invitado Emily a otras amigas a dormir? —le pregunté a Kelly.

      —No. Solo a mí.

      Nos detuvimos junto a la acera.

      —¿Estás bien? —quise saber.

      —Estoy bien.

      —¿Te acompaño hasta la puerta?

      —Papá, no tienes por qué...

      —Venga.

      Kelly arrastró su mochila con el paso de un condenado a muerte mientras nos acercábamos a la casa.

      —No te preocupes —dije. Vi un cartel de SE VENDE con un número de teléfono pegado en el interior del parabrisas trasero de la ranchera de Darren Slocum—. En cuanto te hayas librado de tu padre, te lo pasarás en grande.

      Estaba a punto de tocar el timbre cuando oí llegar un coche que se metió en el camino de entrada. Era Ann con su Beemer. Al bajar del vehículo, sacó también una bolsa del supermercado.

      —¡Qué tal! —exclamó, dirigiéndose más a Kelly que a mí—. Acabo de ir a comprar unos tentempiés para vuestra fiesta. —Entonces me miró a mí—. Hola, Glen. —Solo dos palabras, pero estaban cargadas de compasión.

      —Ann.

      Se abrió la puerta de la casa. Era Emily, con su melena rubia recogida en una coleta igual que la de Kelly. Debía de habernos visto llegar por la ventana. Soltó un gritito de emoción en cuanto vio a mi hija, que apenas tuvo tiempo de mascullar un adiós antes de entrar corriendo en la casa con su amiga.

      —Y yo que esperaba una despedida con lágrimas... —le dije a Ann.

      Me sonrió, pasó junto a mí y me cogió del brazo para acompañarme al salón.

      —Gracias por quedaros con Kelly esta noche —dije—. Le hace mucha ilusión.

      —No es ningún problema.

      Ann Slocum tenía treinta y tantos, era pequeñita, con el pelo corto y negro. Tejanos con estilo, camiseta azul como de satén y pulseras a juego. Un conjunto que parecía bastante sencillo pero que seguramente le había salido por más de lo que me habría costado a mí un taladro Makita nuevo, de varias velocidades y con todos los accesorios. Tenía un buen tono muscular en los brazos, el vientre plano bajo unos pechos pequeños. Parecía una mujer que hacía ejercicio, aunque recordé que Sheila me había comentado una vez que Ann se había dado de baja del gimnasio. Supuse que en casa también se podían hacer los mismos ejercicios. Ann irradiaba algo, por cómo se movía, cómo ladeaba la cabeza cuando te miraba, cómo sabías que ella sabía que la estabas mirando cuando se alejaba..., que era como una fragancia. Era la clase de mujer con la que, si no eras capaz de mantener la cabeza lo bastante fría, acababas deseando hacer una estupidez.

      Yo no era estúpido.

      Darren Slocum entró desde el comedor. Esbelto, le sacaba más o menos una cabeza a Ann y era más o menos de su misma edad, pero con el pelo prematuramente gris. Sus altos pómulos y sus ojos hundidos le conferían un aspecto intimidante, lo cual seguro que le venía muy bien cuando hacía parar a la gente por haberse saltado el límite de velocidad en el municipio de Milford. Me ofreció la mano con ímpetu. Su apretón era fuerte, rayando en lo doloroso, transmitía dominación. Pero como construir casas también te proporcionaba un apretón de manos bastante potente, lo recibí ya preparado, tendiendo la palma de mi mano con firmeza hacia la suya y dándole todo lo que tenía, al muy cabrón.

      —Qué hay —dijo—. ¿Cómo te va?

      —Por Dios, Darren, qué pregunta más tonta —dijo Ann, encogiéndose y lanzándome una mirada de disculpa.

      Su marido la miró como si se hubiera ofendido.

      —Disculpa. Es una forma de hablar.

      Yo hice un gesto con la cabeza, como diciendo: «No te preocupes», pero Ann no estaba dispuesta a dejarlo pasar.

      —Deberías pensar un poco antes de decir nada.

      Vaya, qué divertido. Había llegado en mitad de una pelea. Intentando suavizar los ánimos, dije:

      —Esto le vendrá muy bien a Kelly. Estas dos últimas semanas no ha tenido a nadie con quien pasar el rato más que conmigo, y no es que yo haya sido precisamente el alma de la fiesta.

      —Emily no ha dejado de insistirnos una y otra vez para que la invitáramos a casa, y al final ha podido con nosotros. Seguro que será bueno para todos —dijo Ann.

      Oíamos a las niñas en la cocina, soltando sus risitas y trasteando aquí y allá. Oí que Kelly exclamaba: «¡Pizza, estupendo!». Darren, distraído, miró en dirección al ruido.

      —Cuidaremos bien de ella —dijo Ann, y luego, a su marido—: ¿Verdad, Darren?

      Él volvió la cabeza con brusquedad.

      —¿Hmmm?

      —Digo que cuidaremos bien de ella.

      —Sí, claro —dijo él—. Claro que sí.

      —He visto que vendes la ranchera —comenté.

      Slocum se animó enseguida.

      —¿Te interesa?

      —Ahora mismo no...

      —Puedo hacerte un precio de primera. Tiene un motor de trescientos diez caballos y plataforma de dos metros y medio, perfecta para un tipo como tú. Hazme una oferta.

      Dije


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