El choque. Linwood Barclay

El choque - Linwood  Barclay


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jugando al escondite —explicó Ann— y yo le he dicho que podía esconderse en nuestro cuarto.

      —Las niñas no tendrían que andar jugando en nuestra habitación. Eso queda fuera de la jurisdicción de...

      —¡Vale, está bien! Joder, ¿tenemos que convertir esto en un caso federal? ¿No te parece que ya tengo bastantes preocupaciones encima?

      —¿Tú? ¿Te crees que eres la única que tiene de qué preocuparse? ¿Crees que esa gente piensa que te has metido tú sola en esto? Deja que te diga una cosa. Si vienen a por ti, se me llevan también a mí por delante.

      —Ya lo sé, vale, tienes razón. Lo único que digo es que ya tenemos suficiente mierda que aguantar, y que no tengo tiempo para discusiones estúpidas sobre dónde pueden o no jugar las niñas en casa.

      —Dejar que Emily invitara a una amiga a dormir ha sido una estupidez —dijo Darren en tono acusador.

      Ann le lanzó una miradita de exasperación.

      —¿Qué se supone que debemos hacer? ¿Dejar de vivir hasta que consigamos solucionar esto? ¿Qué quieres que haga? ¿Que envíe a Emily a vivir con mi hermana o algo así hasta que todo haya vuelto a la normalidad?

      —Y ¿todo eso te has gastado en pizzas? ¡Joder! —preguntó y, sacudiendo los brazos en el aire, añadió—: ¿Te crees que nos sobra el dinero como para ir tirándolo por ahí?

      —Tienes razón, Darren. Esos veinte pavos que me he gastado en las pizzas nos habrían sacado del apuro ahora mismo. Podríamos haberles dicho: «Eh, mirad, aquí tenéis veinte pavos, aflojad un poco, anda».

      Slocum dio media vuelta, furioso, pero enseguida se volvió para encararse otra vez con ella.

      —¿Estabas hablando por teléfono hace un rato?

      —¿Qué?

      —La luz del supletorio de la cocina. Se ha encendido. ¿Eras tú?

      Ann puso los ojos en blanco.

      —Pero ¿a ti qué te pasa?

      —Te estoy preguntando si eras tú la que hablaba por teléfono.

      —La niña ha llamado a su padre, ¿recuerdas? Acaban de irse.

      Eso le calló la boca un momento. Mientras él había estado hablando, Ann no había hecho más que pensar todo el rato: «Tengo que salir de aquí», pero le hacía falta una excusa. Algo verosímil.

      Sonó el teléfono.

      Había un supletorio inalámbrico en el salón. Ann estaba más cerca y se hizo con el auricular.

      —¿Diga?

      —¡Ha venido a verme! —chilló una voz.

      —Por Dios, ¿Belinda?

      —¡Me ha dicho que se me está acabando el tiempo! Yo estaba en el sótano, preparando unos medicamentos, y entonces...

      —Cálmate un poco y deja de gritarme al oído. ¿Quién ha ido a verte?

      —¿Qué ha pasado? —preguntó Darren. Ann levantó una mano con la palma abierta.

      —Ese tipo —dijo Belinda—. Ese con el que tratas tú. Te lo juro por Dios, Ann, por un segundo he pensado, ahí abajo... No sabía qué iba a hacerme. Tengo que hablar contigo. Tenemos que sacar ese dinero de donde sea. Si conseguimos darle aunque solo sean treinta y siete mil, más todo lo que puedas poner tú, te juro por la tumba de mi madre que te lo devolveré.

      Ann cerró los ojos, pensó en el dinero que necesitaban. A lo mejor su llamada de antes, aquel con el que iba encontrarse dentro de un rato, podría ayudarles a ganar algo de tiempo. Tendría que decirle algo como: «Ya está, esta será la última vez, de verdad, después de esto no volveré a pedirte nada más».

      Era un opción que valía la pena considerar.

      —Está bien —dijo Ann—. Ya se nos ocurrirá algo.

      —Necesito verte. Tenemos que hablar de esto.

      Perfecto.

      —Vale —dijo Ann—. Salgo ahora. Te llamo desde el móvil dentro de un minuto y decidimos dónde quedamos.

      —Muy bien —dijo Belinda, casi sollozando—. Jamás tendría que haberme metido en esto. Jamás. Si hubiese imaginado que...

      —Belinda —dijo Ann con brusquedad—. Te veo dentro de un rato. —Colgó y le dijo a Darren—: La está presionando.

      —Pues qué bien —repuso él.

      —Voy a salir.

      —¿Por qué?

      —Belinda necesita hablar.

      Darren se pasó los dedos por la cabeza y se tiró del pelo. Parecía a punto de pegar un puñetazo contra algo.

      —Sabes que estamos jodidos de verdad, ¿no? No tendrías que haber metido a Belinda en esto. Es una imbécil. La gran ocurrencia fue tuya. No mía.

      —Tengo que irme. —Ann pasó junto a él, cogió la chaqueta, las llaves del coche y el bolso que había en el banco que quedaba cerca de la puerta, y se marchó.

      Darren se volvió y vio a Emily de pie, asustada, al otro extremo del salón.

      —¿Por qué se pelea siempre todo el mundo? —preguntó la niña.

      —Vete a la cama —le dijo su padre con una voz profunda que fue como un trueno sonando a lo lejos—. A la cama ahora mismo.

      Emily dio media vuelta y echó a correr.

      Darren descorrió la cortina de la ventana que había junto a la puerta, vio cómo salía el Beemer de su mujer del camino de entrada y apuntó mentalmente en qué dirección se marchaba.

      Ann daba gracias por haber recibido la llamada de Belinda justo en ese momento y poder salir de casa. Se lo había puesto en bandeja, pero eso no quería decir que tuviera que ir a verla enseguida. Antes quería quitarse de encima ese otro asunto. Y que Belinda se aguantara un rato. A fin de cuentas, la única culpable de todo era ella.

      En el puerto, la oscuridad era profunda y se veían las estrellas. La temperatura había bajado más o menos hasta los doce grados. Cada pocos segundos soplaba una ráfaga de viento que hacía caer temblando varias hojas de los árboles.

      Ann Slocum aparcó cerca del borde del embarcadero y, como la noche estaba fría, decidió esperar dentro del coche con el motor encendido hasta que viera acercarse los faros. Todavía había barcos allí amarrados, pero el puerto estaba desierto. No era mal lugar para encontrarse con alguien cuando no querías que te vieran.

      Cinco minutos después, unos faros destellaron en su espejo retrovisor. El coche se acercaba justo por detrás de ella, y las luces eran tan intensas que Ann tuvo que mover el espejo para que no la deslumbraran.

      Abrió la puerta y caminó hasta su maletero. Sus zapatos hacían crujir la grava del suelo a cada paso. El conductor del otro coche abrió la puerta y bajó a toda prisa.

      —Hola —dijo Ann—. ¿Qué estás...?

      —¿Quién era? —preguntó el hombre, cargando hacia ella.

      —¿Quién era quién?

      —Cuando hablabas conmigo por teléfono, ¿quién era?

      —No ha sido nada, nadie, nada de lo que tengas que preocuparte. ¡Quítame las manos de encima!

      La había agarrado por los hombros y la estaba zarandeando.

      —¡Necesito saber quién era!

      Ella le plantó las palmas de las manos en el pecho y empujó, obligándolo a retroceder hasta que tuvo que soltarla. Se volvió y quiso regresar a su coche.

      —No vas a dejarme aquí plantado —gruñó el hombre, agarrándola


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