El velero de cristal. José Mauro de Vasconcelos
La inspiración autobiográfica continuó con Vamos a calentar el sol (1972) y Doidão (1973). Lejos de la tierra y Las confesiones de fray Calabaza también presentan elementos que refieren a la vida del autor. La lista de sus obras incluyen, además, libros centrados en dramas existenciales –Marea baja (Vazante), 1951; Calle descalza (Rua Descalça), 1969, y La cena (A Ceia), 1975–, y otros dedicados a un público más joven, que abordan cuestiones humanísticas –Corazón de vidrio (Coração de Vidro), 1964; El palacio japonés (O Palácio Japonês), 1969; El velero de cristal (O Veleiro de Cristal), 1973, y El niño invisible (O Menino Invisível), 1978.
Junto al gaúcho Érico Veríssimo y al bahiano Jorge Amado, De Vasconcelos fue uno de los pocos escritores brasileños que podían vivir exclusivamente de los derechos de autor. Sin embargo, su talento no brillaba solo en la literatura.
Además de escritor fue periodista, conductor radial, pintor, modelo y actor. A raíz de su buen porte, representó el papel de galán en varios filmes y telenovelas. Obtuvo premios por su actuación en Carteira Modelo 19, A Ilha y Mulheres e Milhões. Asimismo, modeló para el Monumento à Juventude, esculpido en el antiguo Ministerio de Educación, en Río de Janeiro, en 1941, por Bruno Giorgi (1905-1993), escultor brasileño reconocido internacionalmente.
Solo en un área no tuvo éxito: la academia. En la década de 1940, hasta llegó a ganar una beca de estudio en España, pero después de una semana decidió abandonar la vida académica y recorrer Europa. Su espíritu aventurero se impuso.
El éxito del autor se debe, principalmente, a la facilidad de comunicación con sus lectores. De Vasconcelos explicaba: “Lo que atrae a mi público debe de ser mi simplicidad, lo que yo creo que es simplicidad. Mis personajes hablan en lenguaje regional. El pueblo es simple como yo. Como ya dije, no tengo ninguna apariencia de escritor. Mi personalidad es la que se expresa en la literatura, mi propio yo”.
José Mauro de Vasconcelos falleció el 24 de julio de 1984, a los 64 años.
Prólogo
La galería se enriquece
Efectivamente. La galería de personajes de José Mauro de Vasconcelos se enriquece con la incorporación de un nuevo personaje: Edu, el triste y desdichado protagonista de El velero de cristal.
Esta vez no se trata de un niño sumergido en la miseria (Zezé, Mi planta de naranja lima), ni del pequeño que va encaminándose hacia la adolescencia y el descubrimiento de la vida (Zezé, Vamos a calentar el sol), ni del adolescente en lucha contra los otros y con la existencia misma (Zezé, en los libros que siguen al personaje clave de la narrativa de Vasconcelos). No; esta vez se trata de un pequeño despegado de su núcleo familiar habitual; alguien que también cumple el mandato del descubrimiento de la vida desde la peor de las perspectivas: su condición de lisiado. Y así vamos asistiendo al mundo imaginario de Edu, compartiendo con él tanto sus fantasmagorías como sus sueños y sus esperanzas, casi nunca concretados, y ¿cómo así, si el destino ya está marcado y en él no tienen lugar los milagros de la rutina?
Y vamos compartiendo su dolor ante la indiferencia de su familia y el desamor de la madre por ese niño incapacitado casi de valerse por sí mismo, monstruosamente feo porque es deforme e incomparablemente bello porque es bueno y rico en imaginaciones. Estoy segura de que no habrá madre, y todas las mujeres lo son aunque no tengan hijos, que no se sienta mortificada por esa figura egoísta e indiferente de la madre, que cruza el libro sin presencia física, pero pesa tanto en la almita conmovida y esperanzada de Edu. Que no habrá madre que no se ponga en abierta rebelión sintiéndose capaz de llegar al odio hacia esa mujer escurridiza para el lector que no la “ve” en el libro, y para el hijo que sabe que “cuando se tienen tan débiles las piernas y tan deforme la cabeza, no se puede aspirar al amor”. Pero, al mismo tiempo, también asistimos a la dedicación, a la ternura y a la comprensión de Anna.
Anna, su tía en la novela, pero mucho más que eso, la imagen de la mujer aguerrida y amorosa que centra su soledad sentimental en ese sobrino desdichado y se complace en dedicarle su vida.
Pero también hay otras cosas en el libro: el símbolo de las mágicas transferencias sentimentales de los seres; la vivencia de las esperanzas, a pesar de todas las pruebas en contra; la riqueza imaginativa de la niñez; el viaje maravilloso al país de los sueños, animados por una escéptica y tremendista lechuza embalsamada, un paternal tigre de bronce que se erige en el piloto de los maravillosos desvaríos de Edu, un sapito inteligente con trazas de personaje humano, una cobra “retirada de la vida” que juega su papel de monja recluida del mundo y auxiliar de los sufrimientos y dificultades ajenos; y todo un mundo de coloridos personajes que ilustran, a su manera, la filosofía de Vasconcelos. Porque en este caso, como en otros anteriores, Edu sirve al autor para dar salida y expansión a sus ideas sobre la humanidad, Dios y la vida; los tres puntos que atraen la atención apasionada del autor de tantas novelas exitosas en trece países y en distintos idiomas. (Sus criaturas, más afortunadas que algunos de sus lectores, yo entre ellos, hablan alemán, japonés, italiano, francés, inglés, polaco, sueco, noruego, húngaro, holandés y muchas otras lenguas. ¡Felices de ellas!).
Entre las ideas que signan el contenido de esta novela para chicos –pero que todos los grandes debieran leer–, sin veleidades de análisis científico, sin el subrayado de comentarios valorativos estrictamente intelectuales, José Mauro de Vasconcelos mide la sociedad según el valor de las criaturas a las que da forma literaria, pero que él ha robado de la vida diaria. Más que nunca, crónica novelada de la diaria realidad, sus personajes y sus anécdotas implican, por su misma naturaleza de críticas, la sensibilización de su responsabilidad de escritor ante los elementos de crisis que surgen de lo que, veladamente me parece, es la contradicción entre los valores básicos del individuo y la realidad social en que está inmerso.
¿Cómo interpreta el autor de El velero de cristal esa situación que surge de la experiencia humana y común de la infancia, la relación paterno-infantil, el amor, la confianza, la desilusión, la extrañeza del niño y sus sueños de angustia y sus euforias de ilusión? Todo eso lo desarrolla en las tensiones amor-amistad, ilusión-desesperanza, sueño-resignación.
Y todo en un ritmo in crescendo marcado por la unión de la Vida y la Muerte –¿qué es la vida de Edu sino la pendular situación de alguien que se debate entre uno y otro extremo, sabiendo con certeza su inminente final?–, en una suerte de paso de danza con un fondo de alegrías y tristezas, en una mezcla contrastada que roza el límite del tabú entre esperanza y espanto, como clave de una interpretación, a medias entre casídica y anglosajona, de la realidad –vida– y la irrealidad –más allá de lo real–. Es decir, como un significado simbólico de la antesala de la muerte.
No importa. El lector vivirá esta experiencia apasionante como la perfecta resurrección de un viejo cuadro de costumbres, al que los colores, misteriosamente fortalecidos, prestan la rehabilitación de su vigencia y la fuerza de su polémico contenido. Se sentirá partícipe de la trama, y, obviamente, tomará partido. Un hecho importante derívase de la lectura de El velero de cristal: la identificación del lector no ya con el protagonista de la novela y como es común que suceda en los libros de Vasconcelos, sino con otros dos. Uno, que aparece marcadamente, pesando más por influencia que por presencia viva, es el de Anna: una identificación positiva, porque la relación entre lector-personaje, fluida y coherente, deja un saldo de ternura, de compasión y de solidaridad que la tornan positiva. La otra es la de la madre de Edu; una identificación negativa, porque aquí el lector rechaza y acaba por odiar a esta criatura que planea sobre el libro sin detenerse firmemente en él, y sin embargo se siente prisionero de ella en la medida en que sabe que su conducta condicionará la dicha