Tórrida pasión - Alma de fuego. Кэтти Уильямс
Ahora te voy a llevar a que la conozcas.
Stephano no era capaz de dejar de pensar en Penny; incluso en medio de una importante reunión. Penny no se parecía en nada a las niñeras anteriores que había contratado. Para empezar, tenía personalidad; y eso podría resultar interesante, ya que a él le gustaba conversar, y sobre todo admiraba el coraje en una mujer.
Además de eso, Penny era una preciosidad. Tenía el pelo largo y rubio natural, si no recordaba mal, los ojos muy azules, las pestañas largas y rizadas, una nariz pequeña y chata y unos labios sensuales.
También se había fijado en que no poseía esa delgadez que tanto ansiaban la mayoría de las mujeres jóvenes; a él los palos no le decían nada. Penny Keeling estaba muy bien hecha y tenía curvas donde tenía que tenerlas. Sólo de pensar en sus pechos apuntando bajo la blusa de algodón fino le subió el nivel de testosterona.
Le sorprendió mucho recordar tantos detalles de la nueva niñera, pero a la vez eso le inquietó, porque no quería pensar en ella de ese modo. Además, ya tenía bastantes cosas en la cabeza; no necesitaba ninguna más.
El caso fue que pensó en ella, y esa noche, cuando llegó a casa, se quedó decepcionado al ver que no estaba. Le habría gustado charlar un rato con ella, enterarse de sus gustos, de lo que esperaba del trabajo y de cuáles eran sus aspiraciones.
Jamás había pensado de ese modo en ninguna otra niñera que le hubiera enviado la agencia; pero Penny Keeling era distinta. Era, sin lugar a dudas, una mujer muy intrigante; y Stephano estaba deseando conocerla mejor.
Cuando Penny llevó a Chloe al colegio volvió al piso que compartía con una amiga y empezó a hacer las maletas.
–¿Te das cuenta de que tendré que buscarme otra compañera de piso? Mi economía no me permite vivir sola –añadió Louise.
Penny asintió.
–Pareces muy segura de que ese trabajo te va a gustar. Ya te ha pasado otras veces que…
–Estoy segura –respondió Penny con firmeza.
¿Y cómo no estarlo con un sueldo como aquél? Era el sueño de cualquier chica.
–¿Y dices que se llama Lorenzetti…? Un momento… ¿No será por casualidad Stephano Lorenzetti, el que sale siempre en los programas del corazón? –dijo su amiga–. El que siempre va con alguna modelo del brazo.
–El mismo –concedió Penny, que sonrió al ver la cara de su amiga.
–No me extraña que hayas aceptado el empleo. ¡Yo en tu lugar habría hecho lo mismo!
Penny sonrió.
–No voy buscando un hombre como haces tú, Louise.
–La vida es demasiado corta, y hay que disfrutar –dijo la otra con expresión resuelta–. Tú te equivocaste una vez, pero eso no quiere decir que te vuelva a pasar, Penny. Llevas sola demasiado tiempo.
–Eres incorregible –Penny se echó a reír–. Y yo me voy ya. Nos veremos pronto, Louise.
Horas después, Penny estaba sentada en su sala de estar privada, una habitación lujosamente amueblada con antigüedades y cortinas de brocado. Los grandes ventanales daban a una de las zonas verdes que rodeaban la casa. A un lado de la sala estaba su dormitorio, y al otro el de Chloe.
Chloe era una niña encantadora, una charlatana de cinco añitos que ya le había dicho a Penny que ella le gustaba más que las otras niñeras.
Cuando Penny oyó el coche de Stephano, enseguida se lo imaginó entrando en la casa, dejando su americana en el respaldo de alguna silla y tal vez acercándose después al mueble bar a servirse una copa. Imaginó su cara de ángulos prominentes, su nariz recta y sus labios firmes. ¿Estarían sus facciones relajadas, o tal vez tensas tras las tareas de la jornada?
Se preguntó si habría comido o no; y al momento su propia tontería le hizo reír. ¿Qué más le daba? Emily había preparado un suculento rosbif con patatas y verduras, y Penny había dejado el plato limpio. Incluso Chloe se lo había comido todo.
En la mayoría de las casas donde había trabajado, Penny había tenido que cocinar para los niños a su cargo; que le dieran la comida hecha era una novedad. Aún no sabía si eso era lo habitual; pero de ser así, se preguntó qué podría hacer mientras Chloe estaba en el colegio. Definitivamente, tendría que comentar algunas cosas con el señor Lorenzetti.
Él le había dicho que hablarían esa noche. Se preguntó si debería ir directamente a hablar con él, o si por el contrario debía dejarlo solo un rato. Se dijo que no sabía nada de su nuevo jefe; salvo que se le aceleraba el pulso cada vez que lo veía.
En ese mismo momento, Penny se sobresalto al oír unos firmes golpes a la puerta de su cuarto.
–¡Señorita Keeling!
¡Ah, qué voz! ¡Qué maravillosa voz!
Penny sintió el cosquilleo del nerviosismo en los dedos, y se quedó paralizada unos instantes. De pronto no podía levantarse, no podía moverse del asiento. Era de locos sentir todo eso con un hombre al que acababa de conocer, y de lo más insensato si se tenía en cuenta que ese hombre era su nuevo jefe.
¿Pero cómo iba a ocultar sus emociones? ¿Y si se le notaba en la cara? Pasaría muchísima vergüenza… ¡Por amor de Dios! Ella era una profesional, no una colegiala tontorrona enamorada de su profesor.
Cerró los ojos y aspiró hondo, tratando de calmarse… Cuando los abrió, se sorprendió al ver a Stephano Lorenzetti delante de ella.
–¿Me estaba ignorando, señorita Keeling?
Ignorando no; más bien intentando prepararse para la oleada de sensaciones que se le echarían encima. Y eso fue lo que pasó. Stephano llevaba la camisa remangada, dejando al descubierto un par de brazos fuertes y morenos. Además, se había desabrochado unos cuantos botones del cuello, de modo que a Penny se le fueron los ojos sin querer y se quedó embobada contemplando su pecho fuerte y su piel lisa y bronceada. El deseo de acariciarlo fue tan fuerte, que le pareció que le faltaba el aire.
–No me atrevería, señor Stephano –respondió ella, sorprendida de que su tono fuera lo suficientemente firme como para no delatar los derroteros de su imaginación.
Él arqueó las cejas bien dibujadas y la miró fijamente con aquel par de ojos de mirada intensa.
Con la mirada le dijo que no había creído ni una palabra, y para disimular Penny se puso de pie inmediatamente.
–Estaba pensando precisamente en bajar a verlo; porque me había dicho que teníamos que hablar, ¿verdad?
–Eso es –respondió él con brusquedad–. Pero ya que estamos aquí, hablaremos en su sala.
Antes de que ella pudiera mover un músculo, él se había sentado en una butaca junto a la suya. Las dos butacas que había en el cuarto estaban demasiado acolchadas y no resultaban cómodas, y Penny estuvo a punto de sonreír al ver la cara que ponía Stephano.
–Estas butacas son demasiado incómodas –dijo mientras se levantaba de nuevo–. Llamaré a un tapicero para que las arreglen de inmediato.
Penny supuso que todas las habitaciones de la casa habían sido amuebladas y decoradas por un diseñador cuya idea principal no había sido el confort, tan sólo la belleza. Eran unas butacas preciosas, pero…
–Vayamos abajo, allí estaremos más cómodos –resolvió Stephano–. Aquí no nos podemos sentar a gusto.
Salió de la habitación, y Penny se limitó a seguirlo. Por el camino, no dejó de fijarse en él, en sus hombros anchos bajo la tela de la camisa, en su espalda musculosa, y en el trasero bajo la tela del pantalón, que enfatizaba sin ceñir demasiado su atlético físico.
Se preguntó si haría mal en fijarse así en su nuevo jefe. Penny se dijo que ante todo debía disimular todo aquello lo mejor posible si no quería