Mujeres que escriben. Varias Autoras
Sin embargo, he aprendido a identificar cuando muestran sus abrazos y sus te amo.
Cuando me llevan a urgencias porque me dio bronquitis o porque me esguincé el tobillo. Cuando mi mamá me compra champiñones y me los corta y refrigera para que no se pudran. Cuando mi papá me reta si ando con alergia, para que me tome mis pastillas. Cuando salgo y mi mamá constantemente me está preguntado con quién estoy y si estoy bien. Cuando me compran probióticos para no enfermarme. Y claro, son más cosas.
Hace algunos años, cuatro diría yo, cada vez que salgo a alguna parte, con mi mamá y mi papá nos despedimos de besito. Mi papá de la nada llega y me abraza. A veces no estoy preparada para esos abrazos espontáneos, creo que tengo poca experiencia en eso. Pero de a poco, con pequeños avances, tanto yo como mis padres nos preparamos para esos abrazos, esos te amo, o esos te quiero que se darán con el tiempo.
A mis papás no se les olvidaron los cariñitos ni los te amo. Siempre estuvieron ahí. Sólo que los demuestran de otra forma. Tal como a ellos se los demostraban con esas sopas de pan, que me decían que igual quedaban buenas. Si alguien puede condimentar bien una sopa de pan, debe querer mucho a la otra persona.
Ahora ya no me siento tan guacha de amor.
Quechito
Por Alejandra Fuentes
Laura Lucrecia Estelvina, Quechito, Señora Lucre, mamma, mamita linda. Eres todo eso y más.
Naciste en Valparaíso por los años treinta, no daré fecha exacta porque no te gusta decir tu edad, te parece una falta de respeto que te lo pregunten. “Uno nunca debe decir la edad, sino responder: “¡qué edad cree que tengo y listo!” Tan vanidosa que eres, mamita.
Tu mamá te tuvo a los quince años y por eso prácticamente te crió tu abuelita, a quien siempre dices que le debes todo y que te enseñó todo lo que sabes. Tu papá era marino y siempre lo has recordado con cariño y nostalgia, aun cuando después de separarse de tu mamá, nunca más lo volviste a ver. Esa ausencia te marcó y cada cierto tiempo te preguntas qué fue de él, pero no con resentimiento o rabia, sino como añorando haberlo tenido más cerca.
Tenías doce años cuando murió tu abuelita y la pena caló tan hondo en ti que te enfermaste de neumonía. Vestiste de luto por un año y por eso, desde entonces, odias el color negro. A partir de ese momento, tuviste que hacerte adulta porque tu mamá salía a trabajar y tú quedabas a cargo de tu hermana menor y de atender al marido de tu mamá, personaje al que no me referiré porque no merece un segundo de atención por miserable. Tampoco puedo dar mayores detalles porque nunca nos contaste mucho qué cosas pasaron exactamente, sólo sabíamos que bastaba mencionar el nombre de este individuo para que te descompusieras. Nos quedaba claro que era un ser detestable y no había más que preguntar.
Cuando creciste y te hiciste lola empezaste a trabajar como modista. Te hacías la permanente y te veías tan linda que atraías las miradas de los chicos del barrio Ecuador. Entre ellos, Guido, mi papá. Pero eras tan seria y formal que él no se atrevía a hablarte. Hasta que un día te habló. Poco a poco empezaron a conocerse y terminaron pololeando. Fue una larga relación que tuvo sus interrupciones por lo parrandero de mi papá. Hasta que un día, aburrida de la situación de tu casa, donde tu mamá te delegaba la crianza de tu hermana y donde debías soportar a tu padrastro, te fuiste a trabajar lejos, a Vitacura, como empleada en una casa. No le contaste a nadie dónde estarías porque querías empezar una nueva vida, alejada de los problemas de tu familia. ¡Qué valiente mamita! Puro coraje.
Sin embargo, Guido estaba flechado por ti y no iba a descansar hasta encontrarte. Les rogó a tus amigas del barrio que le dijeran dónde estabas y ellas se apiadaron de este pobre hombre enamorado y le contaron, rompiendo la promesa que te habían hecho de guardar el secreto.
En ese momento, se fraguó tu destino, Quechito. Porque desde que Guido te encontró y te pidió matrimonio, comenzaste un camino sin retorno. En ese minuto, empezaste a sembrar la semilla y a desarrollar lo que es y siempre ha sido tu vocación: la maternidad. Tu corazón se expandió hasta el infinito y fuiste capaz de criar y formar seis mujeres y cuidar un marido que te veneran.
Laurita querida, naciste para ser madre. Sin que nadie te enseñara o dijera cómo hacerlo, sólo guiada por el instinto y el cariño, creaste un hogar, una familia, un refugio donde todas las asperezas y sinsabores de la vida se olvidan y pierden importancia.
Siempre estabas preocupada de que hubiera un rico almuerzo, con legumbres, frutas, verduras. Pendiente de que para los cumpleaños, el festejado tuviera su torta favorita y tejiendo todos los chalecos necesarios para capear el frío. Y si alguien estaba con dolor de cabeza, allá partías a poner los parches de papas en la frente. ¿Resfríos? Limonada con limón y juguito de naranja natural. Todos los viernes había pie de limón o kuchen para empezar bien el fin de semana. Al acercarse Navidad, sacabas la máquina de coser y empezaban las pruebas para los vestidos de fin de año. Nada se te escapaba, Quechito querida.
Tu amor maternal incluso se ha expandido a otras personas que te quieren y admiran, como yernos, vecinos, amigos, primos. Tienes la capacidad innata de acoger y dar cariño. Para qué hablar de tu nietos que te adoran y te dan tanta alegría. Siempre dices que nunca pensaste que podrías verlos tan grandes. Te maravilla verlos hacerse adultos.
Mamita, a veces me pregunto si seré capaz de agradecerte todo lo que me diste. Perdóname por haber sido rebelde en la adolescencia y cuestionar tus decisiones, por desafiarte y ser irrespetuosa en ciertos momentos, la juventud y la impulsividad a veces me llevaron a darte dolores de cabeza.
Desde un tiempo a esta parte, una de mis preocupaciones es hacer todo lo posible por darte alegría y bienestar. Te llevo flores y cositas ricas para comer, te hago masajes para esos huesitos que tanto te hacen sufrir y que a veces te traicionan. Yo sé que estás cansada de sentir dolor y de ver que tu cuerpo ya no te acompaña para hacer el sinfín de cosas que siempre hiciste. Ten paciencia y déjate querer. Queremos cuidarte y regalonearte. Tú eres el alma de esta familia y haremos todo por y para ti.
A mi padre
Por Carla Carvacho
Tuve la suerte de pasar mi niñez en una casa muy grande. Aprovechaba los frutos de variados árboles, crecí con distintos animalitos y gozaba con los juegos más maravillosos que mi padre fabricaba para mí en su taller. El taller estaba al fondo de nuestra casa. El olor a la pintura, la madera recién cortada y la luz de la soldadura en mi ventana al dormir, forman parte de mis recuerdos de pequeña. Sí, tuve la bendición de contar con su presencia a diario.
A él le encantaba ver mi expresión con cada una de sus creaciones. Cuando era Navidad, me preguntaba: “¿Te gustó el regalo del Viejo Pascuero?”. Y yo le contestaba: “¡sí!, me gustó lo que construiste con los maestros”. Recuerdo con cariño esa carroza de madera, era como las de esas películas del oeste, dirigida por mi hermano y yo.
Tengo muchos recuerdos de almuerzos familiares, asados, paseos, vacaciones con toda la familia de mi madre en el sur junto al río, atardeceres en los campos, y ese sabor de la comida recién preparada en cocinas a leña. De adolescente, salíamos a acampar, cazar y pescar. Aunque me asustaba un poco el agua, siempre fui su fiel compañera en cada aventura. Estoy muy agradecida del contacto a la naturaleza que él me enseñó con la energía que tenía para organizar cuanto viaje y locura pasaba por su mente. Debo confesar que él era un poco irresponsable: vivía el presente sin mucha planificación. Si en los negocios le iba bien, él llegaba a casa con un bote y después, al poco tiempo, lo tenía que vender. Esa era la parte difícil para mi madre porque no siempre fueron tiempos buenos. Un día ella llegó a casa y no había leche para mí ni nada de comer. Tuvo que vender la lavadora para comprar alimentos. Yo no me percataba mucho de esos detalles. Tuve una infancia inmensamente feliz gracias a él.
Su niñez no fue nada fácil. Cuando faltaban dos años para terminar el colegio, su padre falleció, lo que lo obligó a dejar sus estudios y comenzar a trabajar. Vivía con su madre, de descendencia inglesa, y sus tres hermanos: Alfredo, Olga y Patricio. Mi