Eco. Carlos Frontera

Eco - Carlos Frontera


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la teoría a la práctica, ese salto evolutivo.

      Cuando me aseguré de que la polla conservaba la sensibilidad, que percibía la presión de los dedos, me dejé caer del todo sobre la camilla y empecé a tomar conciencia del resto del cuerpo. El esqueleto me pesaba como si un imán tirase de mis huesos hacia abajo, y la musculatura, aun conservando su volumen, había perdido todo su vigor. En mi garganta ardía el trajín de la intervención quirúrgica. La sentía irritada y reseca, me costaba un mundo tragar saliva, a buen seguro como consecuencia de la intubación.

      –Agua –un crujido de voz removió apenas el aire sin vida de la sala.

      No hubo ninguna respuesta.

      Ningún interfono crepitó en mi auxilio.

      Ninguna puerta se dio por aludida.

      Sólo muy al cabo me tanteé la nariz.

      Como sin prisa.

      Como con pena.

      Como con frío.

      Sólo muy al cabo reparé en que la tenía completamente taponada.

      Aquí, un apagón.

      Un agujero de gusano.

      Mi dormitorio.

      Qué.

      El cuerpo incrustado en el colchón de mi cama, una raquítica bombilla delimitando, con sus 40 vatios mal apretujados, las fronteras de mi vida.

      El aire pesa más de lo debido: resulta imposible moverse si no es a cámara lenta, si no es una articulación cada vez.

      Miento.

      No existe tal apagón. Si bien es cierto que a la lucidez de los primeros momentos tras despertarme de la anestesia le sigue un emborronamiento de la mente, lo que vino después, el paréntesis entre el hospital y el piso, no es tal vacío. Algo permanece, algún detalle pervive en mi memoria. Conservo flashes, fogonazos, instantáneas mal enfocadas, tomadas a contraluz, encuadres con demasiado aire a sus espaldas.

      Alguien me alcanza una libreta y escribo, con la legibilidad que me permite el aturdimiento, que estoy bien. Le muestro la libreta a mamá. «Me han amputado la polla y tengo un incendio en la garganta, pero estoy bien», añado para tranquilizarla.

      Miento.

      Una enfermera empuja mi camilla a través de un dominó de puertas batientes. Desde este contrapicado, su anatomía adquiere tintes mutilados y prehistóricos: el cuerpo sin piernas se estrecha desde unas caderas descomunales y su cara permanece oculta tras el relieve de globo de sus pechos flotantes. Intento hacer un gesto de todo bien con el pulgar pero, en lugar de eso, me sale una peineta. Las caderas de la enfermera me sonríen o se sobresaltan.

      Miento.

      Una madre, un hermano, me acercan al piso. Insisten en acompañarme hasta arriba, les hago un gesto de todo bien con el pulgar de la mano derecha, busco la libreta y les recuerdo que «Me han amputado la polla y tengo un incendio en la garganta, pero estoy bien», subo solo.

      Miento.

      Al abrir la puerta del piso, el techo se me viene encima. No el techo: el aire del piso. Como cuando regresé de Madrid y medio armario desocupado, todas las estanterías melladas y un vacío de cómoda en el dormitorio.

      Miento, miento, miento.

      Ostento ese récord.

      Ese rascacielos de embustes.

      Probemos de nuevo.

      Convalezco en mi cama, solo.

      Hilo los últimos coletazos de la anestesia, algún remanente surca el entramado fluvial de mis arterias, con los primeros latigazos de la convalecencia, superpongo ambos estados. Fue una operación sencilla: desviación del tabique nasal. Apenas un par de horas, si todo iba bien, para devolver a la arquitectura de la nariz la estructura que siempre debería haber tenido y recolocar todo en su sitio: tabique, cartílagos, ¿la Rubia?

      Tras lo cual, una convalecencia de al menos tres días en los que la nariz debía permanecer taponada. Unos apósitos introducidos en las fosas nasales se encargarían de ello, así como de enseñar a la nariz la posición correcta. Aprendizaje por fatiga.

      Convalezco en mi cama. Mi cuerpo fibroso se reblandece bajo la luz turbia de la única bombilla que sobrevive en el dormitorio, la bombilla de una lamparita sueca sobre la mesilla de noche. Me baño en ese charco de luz. Mi cuerpo es una prolongación de esa luz: se desdibuja conforme se aleja de la mesilla: nítido el hombro derecho, sobre el que brota una islita de pelos como las cerdas en la frente de un gorrino, en penumbra el lado contrario del cuerpo, mi extremidad más bulto que pie.

      Me avergüenzo de mi hombro.

      Me avergüenzo del bulto de mi pie.

      Me avergüenzo de mi respiración.

      Me avergüenzo de mis dientes.

      Me acerco a Dios.

      Respiro por la boca, me cuesta coger aire. Los labios se me resecan, la lengua es un sapo muerto y el aliento se pudre en mi garganta. Intento concentrarme en la respiración, en la mecánica del aire al entrar y salir del cuerpo, pero un dolor agudo no tarda en encasquetarse entre ceja y ceja. Me froto eso. Pellizco eso.

      En lugar de disminuir, el dolor se extiende como una meada de perro cuesta abajo. Empapa mi frente, escuece mis ojos, suda mis sienes, me acerca a Dios.

      O sea, a la inexistencia de Dios, que es otra forma de acercamiento.

      Nunca he creído en Dios. Ni siquiera de crío, cuando la credulidad aún estaba en carne viva y palpitaba bajo la esponja de mis tendones. Mi relación con Dios sucedía al margen de la fe, al margen de cualquier creencia, al margen de cualquier debate teológico. Dios no existía: Dios estaba. Se daba por hecho Dios, escapaba a cualquier cuestionamiento.

      Mi ateísmo se revistió de discurso en noches interminables, mitológicas, en las que mi hermano y yo, envueltos en una oscuridad primitiva, una oscuridad coetánea de las cavernas, las paredes y el techo de las sábanas abrigando nuestra pubertad, descubríamos el mundo, describíamos el mundo, le dábamos forma de relato y, entre tanto por hacer, exponíamos los argumentos que probaban la inexistencia de Dios. De todos aquellos argumentos, de todo aquel trajín discursivo, nada más convincente que el cuerpo. Lo cósmico me abrumaba. Me sobrepasaba. Excedía mi capacidad de entendimiento. El cuerpo, sin embargo, me ofrecía una prueba tangible, abarcable, de la inexistencia de Dios.

      Convalezco tras la operación, me duelo y vuelvo a no ver a Dios. Si recorro la frente con la mano, si exploro los senos paranasales, desde el maxilar hasta el hueso frontal, el dolor está ahí. Un dolor mayor que ay.

      Sin lesión de por medio, sin ninguna magulladura que se interponga entre mi cuerpo y la experiencia de mi cuerpo, la relación con él es la misma que con Dios cuando crío: el cuerpo no existe: está.

      Una lesión pone las cosas en su sitio. Nada me acerca más a Dios, o sea, a la inexistencia de Dios, que una lesión. Una lesión me hace consciente de ese milagro de huesos, tendones, músculos, órganos y humores que conforman mi cuerpo. Varias horas o días en cama –el dolor altera el engranaje del tiempo– sin apenas variar de postura han lastimado mis lumbares. Si estiro la pierna, siento un trallazo en la espalda baja, a la altura del sacro. Trato de incorporarme para aliviar la molestia, me muevo como en un charco de resina, como si pretendiera pasar inadvertido. Me veo obligado a cambiar de posición con frecuencia para evitar que la espalda se contracture, que el brazo se entumezca, que la sangre no irrigue mis pies. Se revela un mecanismo de compensaciones, inclinaciones imperceptibles del tronco, involuntarias, que mi cuerpo realiza para evitar el dolor de espalda, lo cual provoca que se sobrecarguen otras articulaciones, otros grupos musculares que, hasta entonces, se habían mantenido a salvo.

      El cuerpo se provoca daño a sí mismo para evitar que un daño preexistente vaya a más.

      Hay alguna enseñanza en eso.

      Esta interconexión


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