Falso Subalterno. José Solomon
en otros, a raíz del proceso de globalización, una multitud de identidades transitorias llamadas también, entre otras, identidades nómadas, fragmentadas o locales. Estas identidades transitorias, resultantes de identificaciones con clubes de deporte, grupos musicales, grupos políticos, reemplazan —en parte por lo menos— tanto la identidad nacional de antes como una identidad creada por el consumo (Nitschack, 163).
Nelly Richard y Francine Masiello también han señalado la emergencia de nuevas subjetividades que operan en confrontación a la retórica consensual de la postdictadura. La primera realiza un diagnóstico de la cultura en la década de los noventa, afirmando su carácter complaciente y conciliador con la nueva discursividad social y política, ajena a toda confrontación simbólica y a toda propuesta de variedad interpretativa en las construcciones de sentido, tanto en literatura como en arte:
La consigna de recuperación-consolidación del orden en la fase de transición democrática ha priorizado metas de estabilidad que tendieron a postergar los contrapuntos diferenciadores. Una cierta ritualización del consenso ha cumplido con eliminar las señas rememoradoras de cualquier enfrentamiento de posiciones que amenazaran con romper la voluntad general de apaciguamiento de los conflictos. Trasladada al campo de la cultura, esa consigna de moderación oficial ha favorecido las prácticas más acordes con el nuevo formato de distensión nacional que llama a aquietar en lugar de inquietar el orden del sentido, y ha desfavorecido aquellas otras prácticas que siguen concibiendo el lenguaje como zona de disturbios (2000: 106-107).
Richard destaca, por oposición, la presencia de estas subjetividades que desestabilizan el orden discursivo hegemónico de postdictadura, que no se inscriben en su retórica consensual. Son estas subjetividades las que producen los desajustes de representación, los desbordes discursivos que busca limitar y reprimir la retórica del consenso:
Desbordes de nombres (la peligrosa revuelta de las palabras que diseminan sus significaciones heterodoxas para nombrar lo oculto reprimido fuera de las redes oficiales de designación); desbordes de cuerpos y de experiencias (los modos discordantes en que las subjetividades sociales rompen las filas de la identidad normada por el libreto político o el spot publicitario con zigzagueantes fugas de imaginarios), desbordes de memorias (las tumultuosas reinterpretaciones del pasado que mantienen el recuerdo de la historia abierta a una incesante pugna de lecturas y sentidos) (2001: 27).
Censura y consenso son, así, los dos polos de la misma operación discursiva que tanto incluye como excluye nombres, cuerpos y memorias. Frente a esta operación retórica, Masiello (2001) sostiene que el arte producido en postdictadura implementa una estrategia de política cultural que pretende tensionar horizontalmente la relación binaria de términos vigentes bajo la cultura jerárquica de dictadura: lo culto y lo popular, hombre y mujer, centro y periferia; el arte de la transición es un modo de producción cultural que deroga o enfrenta dichas oposiciones para relevar la relación, no los términos que la componen: “A partir de las condiciones sospechosas de la cultura en la época postdictatorial emergen las dos caras de Jano, imagen emblemática del doble modo de hacer cultura: la insistencia en la doble mirada” (34). Masiello señala el reordenamiento conceptual que implica la ruptura de los binarismos subyacentes a la retórica consensual de la postdictadura, deconstruyendo la jerarquización simbólica de la hegemonía neoliberal en curso, aunque Masiello se enfoca particularmente en una perspectiva de género para relevar la aparición de nuevas subjetividades, marco reflexivo que viene a sostener la propuesta de escritores como Juan Pablo Sutherland y Eugenia Prado, autores en confrontación con la homogeneización discursiva neoliberal y que evidencian “una transición en las prácticas culturales centradas en la cuestión de la clase social y desplazadas ahora hacia los asuntos de la sexualidad y el género; una transición en los estilos de representación que oscilan entre un deseo por una totalidad modernizante y la celebración del pastiche postmoderno” (Masiello, 2001: 16).
Como apunta Masiello, la ruptura de las jerarquías binarias en torno a las identidades posibilita la aparición de subjetividades subalternas signadas por lo local, por la definición de género (sujeto femenino en Prado y sujeto homosexual en Sutherland) o por su condición periférica (sujeto migrante en Rimsky). Es la misma hipótesis que argumenta Moulian al señalar la existencia de sujetos particulares que, desde el nivel de lo local, reconstituyen sus experiencias y sus escrituras o las subjetividades que desajustan los códigos normativos de representación según Nelly Richard. También Masiello alude a un punto esencial del período: la representación literaria como la celebración del pastiche, como el surgimiento de textos que evidencian una conjunción desorganizada de estilos y fragmentos, o la incorporación dentro de una obra de múltiples géneros discursivos, como es el caso de la novela Poste restante de Cynthia Rimsky, que adopta formas discursivas tan variadas como el relato de viaje, recetarios, listas de compras o guía de turismo.
La posibilidad de establecer un término al período de postdictadura queda aún incierta si se considera desde la perspectiva que la define como un período en que emergen y adquieren vigencia los discursos de la retórica consensual. Existe, por cierto, la hipótesis de la historiografía nacional que ubicaría el término del período en algunos de los puntos señalados anteriormente. Sin embargo, este paradigma historiográfico vuelve a reiterar la construcción discursiva de la historia a partir de los grandes relatos de la institucionalidad nacional, punto que se pretende evitar al proponer la emergencia de nuevas subjetividades que aún buscan legitimidad representacional frente a la retórica consensual, todavía vigente, propia de la postdictadura. En este sentido, el término de la postdictadura queda supeditado a las diversas perspectivas de análisis del período, dentro de las cuales la aún pendiente emergencia de subjetividades minoritarias, en un modo de representación ajena al consenso, señala la posibilidad de consolidar una línea de interpretación histórica que las vincule, a las minorías, dentro de los movimientos sociales que se reorganizaron en torno a las protestas estudiantiles, especialmente del año 2011. La relevancia de esta fecha en la dinámica social radica, efectivamente, en que su representación social, y mediática, implicó una ruptura con la retórica del consenso al quebrar su unidad discursiva y su homogeneidad cultural. Mayol (2013) sostiene la tesis de que los movimientos estudiantiles del año 2011 rompieron la premisa enunciada por el presidente Ricardo Lagos de “dejar que las instituciones funcionen”, pues dichos movimientos habrían implicado el regreso de la ciudadanía a la calle, a la política activa y a la reflexión crítica, poniendo término a la legitimidad de la retórica del consenso, “cuya validez no tenía asidero en la razón ni en la representación política. Fue por esto que el año 2011 marca la caída de las instituciones” (138). El retorno de la ciudadanía a la participación política supuso, en efecto, la emergencia de movimientos minoritarios, de la puesta en escena de subjetividades subalternas marginadas de toda representación cultural. Las manifestaciones públicas de aquel año estuvieron signadas tanto por la creatividad y las nuevas formas de ocupación del espacio público, como por la emergencia de inéditas reivindicaciones en la historia social del país, muchas aún sin conseguir, matrimonio igualitario, ley de identidad de género, reivindicaciones de pueblos originarios, etc. El desgaste de la política partidista no es sino el síntoma que evidenció la caída de la política institucional a que alude Mayol.
A lo largo del extenso período de postdictadura, comenzó a incubarse paulatinamente la idea del malestar como definición amplia del inconformismo con el estado de cosas en el país. Ya en el año 1998, el mismo en que el ex Ministro Mario Fernández definía el consenso, el Informe del PNUD reconoció la existencia del malestar como signo difuso que expresaba, en la población, una sensación de divergencia entre la esfera pública y la percepción sobre la propia experiencia: “la distancia entre las condiciones objetivas y las percepciones subjetivas señaliza una desazón. Las autoridades reconocen la existencia de un malestar difuso y mudo que no es fácil de explicar. La misma opinión pública se revela ambigua a la hora de evaluar el modo en que funciona la sociedad chilena” (PNUD, 50). A lo largo de todo el informe, las estadísticas sobre el consumo de los chilenos se desenvuelven paralelamente con las ideas de malestar, desconfianza e inseguridad que atraviesan a la sociedad chilena, como efectos de una democratización incompleta, de una modernización parcial que ha dejado de lado los requerimientos de la vida privada, de lo cotidiano, las necesidades del individuo y los anhelos subjetivos: