Las alas del reino I - Cuervo de cuarzo. Tamine Rasse

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así sin más. Llevábamos semanas en silencio, conversando alrededor del tema y pretendiendo que no existía, que nuestro vigésimo Solsticio de Invierno no significaba nada y que no tendríamos que pasar el resto de nuestra vida unidos de una forma para la que no estábamos preparados.

      Bo se tardó en responder, y cuando lo hizo, el nudo en su garganta era tan grande que incluso yo podía oírlo.

      —Preferiría no hablar de eso.

      —¿Sabes que tenemos que hacerlo, verdad? No podemos pretender que no pasará nada.

      —Lo estábamos haciendo de maravilla hasta que decidiste abrir la boca —me acusó. Sus ojos se habían teñido de un azul tan oscuro que parecía negro; estaba furiosa.

      —Estamos a tan solo una semana —dije con calma, y le tomé una mano que enseguida se endureció y no se volvió a relajar—. Ya sabes que eso no hará que desaparezca.

      —¿No crees que vale la pena intentar? —se negaba a mirarme, no estaba bromeando.

      —Esta vez no —dije, dejando salir una risa amarga que sonó como si me estuviera ahogando.

      —Ya —suspiró—. Supongo que tienes razón.

      Entendía lo mal que se sentía Bo, aunque yo hubiera pronunciado las palabras, eso no significaba que me pesaban menos. Ninguno de los dos dijo nada cuando mis padres nos habían dado las instrucciones, para lo cual fuimos llamados por separado y hechos jurar completa confidencialidad; ni Bo ni yo podíamos hablar sobre nuestras respectivas tareas con respecto a la Misión Cuarzo, no sabíamos tampoco qué otros miembros del Cuervo participarían de la tarea, y además de nuestro compromiso, teníamos prohibido hablar del tema en cualquier lugar público o susceptible a espionaje hasta recibir nuevas indicaciones. Ambos habíamos sido criados en un ambiente de absoluto secretismo y sabíamos respetarlo, incluso Bo, que tenía serios problemas controlando impulsos y siguiendo órdenes, y aunque eso no hubiese sido suficiente (que sí lo era) la constante amenaza de que todo cambiaría después del Solsticio, y de que para bien o para mal estaríamos unidos de forma inquebrantable bajo la ley de Arcia, había terminado de cerrarnos la boca por un largo tiempo.

      Haberlo dicho en voz alta hizo que todo se volviera real. Real y definitivo.

      —¿Acaso crees que no preferiría ignorarlo yo también? —le pregunté, un poco también acusándola de poner la culpa sobre mis hombros y hacerme cargarla yo solo.

      —Podríamos huir —dijo despacio, como si ni ella misma se creyera lo que estaba diciendo. Esperé a ver si decía algo más, a ver si se arrepentía, pero pasados unos segundos fue evidente que estaba tratando de tragarse su propia lengua.

      —¿Huír a dónde? Ya sabes que no hay como salir de aquí sin autorización real —respondí con prisas y molesto. ¿Contaba como traición el fantasear con algo así? No era propio de ella mostrarse tan vulnerable, y tenía que confesar que, a pesar de conocernos desde siempre, no sabía como reaccionar. Tuve que contenerme antes de volver a hablar, porque no quería decir algo equivocado otra vez—. Tenemos responsabilidades, Bo.

      —Te odio —dijo entre dientes, apretando las manos con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron de color blanco—. Odio todo esto.

      —Creí que ser parte del Cuervo era todo lo que querías —dije. Se me escapó.

      —¡Creí que al ser parte del Cuervo no tendría que pasar por todo esto! —explotó, y le hice un gesto apurado para que bajara la voz, pero no me hizo caso—, ¡Creí que por entrenar y dedicar toda mi vida a la causa no tendría que someterme a esta porquería! ¿No lo entiendes? ¡No es justo!

      —¿¡Acaso crees que no lo sé!? —exploté yo, y mis manos se incendiaron de inmediato. Bo se echó hacia atrás instintivamente, hacía años que no perdía el control de mi piroquinesis, pero aquí estaba en llamas y con el pulso acelerado, con el corazón más apretado que los nudillos de Bo, que se había clavado las uñas en la palma de la mano—. ¿Acaso crees que no siento lo mismo? —agregué cuando me hube calmado—. Sé que no es lo que hubieras querido, Bo. Tampoco es lo que yo quería, pero no tengo novia, y tú no tienes novio, y hace meses se volvió obvio lo que tenía que pasar, ¿o acaso quieres terminar casada con cualquiera?

      —¡Tal vez no quiera casarme con nadie! —gritó ella—. ¡Tal vez no me interesa!

      —Baja la voz, ¿quieres? —la regañé, y me lanzó una mirada irritada, pero bajó el volumen.

      —¿Acaso tu quieres casarte con cualquiera? —me preguntó.

      —No. No quiero casarme con cualquiera. Pero tampoco quiero casarme contigo— era la verdad, y pude ver que Bo estaba de acuerdo. La quería como a nadie en el mundo, pero no de esa manera—. No es justo para ti, mereces estar con alguien a quien ames.

      —Yo te amo, Elí. Pero no esa clase de amor.

      —Yo también te amo, pero no, no es esa clase de amor —le tomé la mano—. Espero que sepas que cuando encuentres a esa persona, no seré yo la que te impida tener el amor que mereces.

      —No podemos divorciarnos —me recordó, pero había recuperado su sonrisa, y ahora se podían diferenciar sus pupilas de sus irises.

      —Pero puedes serme infiel —reí—, prometo jamás denunciarte a las autoridades.

      —También puedes serme infiel. Prometo no ponerme celosa.

      Quería seguirle el juego, pero era demasiado pronto para eso. No quería pensar en ninguna relación de ningún tipo, menos aún una que jamás podría tener lugar. No si las cosas no salían de acuerdo al plan.

      —Supongo que sí vamos a casarnos —dijo Bo, al ver que no contestaba.

      —En una semana —dije yo.

      —En una semana —repitió ella.

      Después de eso la conversación volvió a morir. Nunca habíamos tenido tantos silencios incómodos y vergüenza el uno con el otro hasta ese momento. Pasara lo que pasara en el solsticio de invierno, no quería que jamás tuviéramos que sentirnos así otra vez

       V Perspectivas

      Estaba por quedarme dormida cuando la luz del amanecer me golpeó los ojos. A lo lejos, podía escuchar las puertas de las fábricas abrirse, y el ronco motor del tren que luchaba por encenderse como todas las mañanas.

      Este era ya mi tercer día amaneciéndome en el tejado. Me aseguraba de quedar exhausta luego de cada entrenamiento, pero el insomnio me ganaba y despertaba a las pocas horas, bien entrada la madrugada. Antes, solía salir por mi ventana y daba vueltas por las calles vacías del barrio hasta que por fin encontraba el sueño o se hacía de día, lo que fuera que ocurriera primero. Las últimas noches, sin embargo, me pasaba las largas horas de la madrugada sentada sobre el tejado tratando de obtener una nueva perspectiva de las cosas, pero incluso desde la altura, todo el lugar se veía exactamente igual: sombrío, helado y sucio. Agonizante.

      Me mataba el pensar que yo lucía igual. En mis diecinueve años de vida, no había visto a nadie, ni una sola persona, que viviera en este lodazal que no se viera como si llevara muriéndose por semanas y no tuviera la voluntad de acabar con el sufrimiento por sí mismo.

      Las tasas de suicidio eran altas en el Borde, y aunque mis padres y los de Elián y la mayoría de los vejestorios del Cuervo escupían con desprecio sobre sus cuerpos llamándolos cobardes y blandos, una parte de mí entendía muy bien qué era que los llevaba a tomar la decisión. No era que quisiera seguir su camino, pero a veces, cuando me subía a los tejados más altos, me gustaba mirar hacia abajo e imaginar que caía y que después del golpe, no tendría que abrir los ojos por un largo rato. Probablemente todos se habrían reído de mí si lo hubiera dicho, así que nunca se


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