El corral de los quietos. Iñigo Pimoulier

El corral de los quietos - Iñigo Pimoulier


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fotocopia, sin el permiso previo por escrito de: NOCTIVORA, S.L.

       A Juan Miguel Pimoulier Mena “Pimu”.

       El otoño tiene una hoja más flotando al viento. Estas palabras son tuyas.

       A mi ama y mi hermano, la fuerza.

       A Amaia, por aguantar mis ausencias mentales y mis aislamientos

       en la cueva de los desvaríos. Eres faro.

       A todos los que habéis contribuido a que esto salga adelante, con un consejo

       o una mano. Tenéis una birra pagada en el bar que queráis.

      Ahora que desde el corral de los quietos

      me ves zozobrar en noches de calma chicha

      y días de marejada,

      con el casco reluciente y el interior agrietado.

      Ahora que amenazo con desbordarme,

      siento tus manos tras las costillas

      sujetando mi andamiaje.

      Brindamos en cada plato,

      con crujido de hojarasca y ramas secas,

      por las preguntas sin respuesta,

      por este sinsentido que recorremos

      con paso inconsciente.

      Y tal vez fuera mejor

      esconder la cabeza entre las manos

      y mirar el rugido de la sangre

      hasta acabar descoloridos y resecos

      como un cuadro inacabado en el caballete.

      O salir huyendo sin mirar atrás

      ni tampoco adelante

      y creernos que el dolor no nos alcanza.

      Pero en el fondo sabemos

      que lo suyo es reírse de la vida,

      bailar al ritmo de esparto y boj,

      caer y revolcarnos en el barro

      y que las lágrimas dibujen el mapa a seguir

      en nuestro pecho.

      Y que desde el corral de los quietos nos escuches,

      como te escuchamos todavía por aquí.

      Ya se nos abrió el suelo bajo los pies

      y hemos contemplado el color del abismo.

      La inmediatez incierta de un final anunciado

      se pega a la piel y pesa como el plomo,

      la espalda doblada, el paso arrastrado.

      Las lágrimas riegan el llanto

      y el llanto ahoga las últimas palabras.

      Cuatro paredes que cada vez se cierran más,

      un reloj sumido en la anarquía deforma las esperas,

      la frustración y la rabia de sentir que el mundo se detiene

      y sin embargo ver que, más allá de nuestra angustia,

      sigue girando inmutable.

      El peso en el pecho,

      escozor en las miradas,

      tensión insufrible.

      No quiero escuchar a poetas pontificar sobre dolores,

      dolor sólo existe uno y bebe de las raíces del mundo,

      es el soltar una mano y poco a poco sumergirte en el vacío

      que provoca la ausencia de la propia sangre.

      Y desde este momento

      mayo llega marchito

      y con él, todas sus flores.

      Amarga el trago hasta la hiel

      al ver caer los últimos granos,

      al no encontrar oasis

      en este laberinto de pasillos.

      Te fuiste vestido de otoño

      con la hojarasca dorada

      bailando en tu pecho

      y apareces todavía,

      en esas horas de insomnio

      que tan bien manejabas.

      Y se hace cuesta arriba

      el camino sin respuestas.

      y se llenan de ausencia

      las esquinas afiladas de los interrogantes.

      Y el ruido que tanto ocupa

      no puede llenar tu silla

      carente de consejo y migas de pan.

      Pagaría como nuevas

      horas de segunda mano,

      incluso las que amarillean

      con el exceso de uso.

      Pago como nuevas

      las condenas más viejas del mundo

      mientras elijo la mejor brizna

      para hacerla sonar,

      para romper la realidad por su eje

      y encontrar un atajo

      que una abril y junio,

      aun sabiendo que, al llegar,

      en los bolsillos

      encontraremos la factura

      que mayo nos pasa

      todos y cada uno de los días.

      Al entrar en la cueva

      las sombras se alargan,

      multiplican su presencia.

      El frío y la humedad

      llaman al miedo

      que acude raudo,

      haciendo polvo

      las piedras que pisa.

      Las estalagmitas se convierten

      en fauces que atenazan

      y hasta no quebrar a la presa

      no aflojan.

      En la cueva

      enloquecen los relojes,

      las horas

      se vuelven días

      y los días

      son cadenas,

      a cuyo tintineo

      el eco no se atreve

      a llevar la contraria.

      El sueño


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