Biografía de Azucena Villaflor. Enrique Arrosagaray

Biografía de Azucena Villaflor - Enrique Arrosagaray


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comunes, con una jefa indiscutible que era doña Filomena. Lo que decía la mamma era palabra santa, y el que la contradecía o peleaba corría el riesgo del rechazo familiar general.

      Don Domingo De Vincenti era un tipo bonachón. Construyó su casa desde un suelo pantanoso que rellenó día a día. Tuvo un trabajo duro que le permitió ir ahorrando el peso: fue durante años juntador de bosta por las calles y la vendía a los hornos de ladrillo.

      Doña Filomena, por el contrario, era la que ordenada, la que dirigía, la que mandaba en su más estricto sentido de la palabra. “Era una gran mujer —nos recuerda Tito De Vincenti, el menor de los hijos— con un carácter muy fuerte. Con Azucena tenía algunos roces porque ella también tenía un carácter muy firme. Además, seguramente, había algo de celos porque mi hermano Pedro era el preferido de mi mamá”.

      Pedro fue empleado en la Siam desde los catorce años y se hizo peronista desde jovencito. Fue delegado y sindicalista de la Unión Obrera Metalúrgica. Hay recuerdos y fotografías que así lo acreditan. A pesar de esta documentación, su hermana Angelita niega cualquier militancia gremial y política de importancia. Sí afirma que Pedro participó de la jornada del 17 de Octubre pero sólo “como un trabajador más, entre tantos”.

      A media tarde Azucena salía del trabajo. Del portón de la fábrica caminaba unas diez cuadras hasta la casa de su flamante novio, en la calle Mario Bravo 1242, a media cuadra de Oliden. Lo visitaba y compartía con sus futuras cuñaditas y suegra —y con su novio, claro— algún té o unos mates. Al rato emprendía el regreso para su casa. Formaba parte de las visitas habituales a la casa de su futuro marido el compartir también, el almuerzo de cada domingo.

      “¿Que cómo la recuerdo yo a Azucena en esta época? —se anima a responder Francisco Tito De Vincenti—. Azucena era la novia de mi hermano y luego la esposa, por lo tanto ella era mi cuñada. Pero decir esto me suena a no decir nada. Es tan poco (…) Azucena era una hermana mayor para mí, era más que una hermana, era una mujer buena que estaba ahí donde hiciera falta. Si había algún enfermo, los primeros en llegar eran Pedro y Azucena; si había un cumpleaños, el primer regalo era de Pedro y Azucena; si alguien tenía un problema, los primeros eran Pedro y Azucena, o Azucena y Pedro, no sé… —y frunce sus hombros grandes sin poder resignarse a no tenerla—. Eso sí, cuando se lo llevaron a Néstor, ella cambió. Siguió viniendo, sí, pero menos. Además estaba un ratito y decía: Bueno, ¿vamos Pedro?”.

      Con Pedro tuvo un noviazgo de unos tres años largos y se casaron el 11 de agosto de 1949. Ambos peronistas, se unieron en la época de oro del primer período de gobierno de su Líder.

      Pero no les fue tan fácil casarse pues apareció un problema para ello: Azucena no estaba bautizada. Y en esa época ningún cura quería bautizar a una persona de 25 años. Buscaron y buscaron un alma caritativa con sotana, pero no aparecía hombre de la iglesia que estuviera dispuesto a enfrentar lo que al parecer era un terrible pecado.

      Una vez más tuvieron que intervenir Alfonso y Magdalena y se entrevistaron con el cura de la iglesia de Remedios de Escalada, en la calle Rosales. Volvieron con la buena nueva de que se haría el bautismo.

      En la ceremonia, sencilla y solemne, el párroco le preguntó a Azucena qué nombre tenía:

      —Azucena —contestó.

      —¿Y el segundo nombre? —preguntó extrañado el cura.

      —No tengo otro, me llamo nada más que Azucena —le contestó ya incómoda, seguramente pensando que ése sería otro requisito inexpugnable para obtener el bautismo.

      —No puede ser, así no puede ser —carraspeó para sus adentros el cura y fijó su vista en los papeles que tenía sobre una pequeña mesa. Anotó algo y luego le dijo:

      —De ahora en más eres Azucena María —y comenzó con el acto litúrgico.

      En síntesis: entró con un nombre y salió con dos. Todo porque para el cura no podía ser que tuviera un solo nombre.

      A pesar de la incomodidad —que en definitiva produjo más risas que preocupación— ya había allanado el impedimento para su casamiento por iglesia.

      Calles adoquinadas seguramente por italianos alcoholizados, porque no había uno al mismo nivel que el otro. Casas bajas o con no más de una planta, casi siempre de madera. Cercanía al Riachuelo. Ruidos crujientes de los ejes de los carros y golpes múltiples y agudos de los cascos de los caballos sobre aquellos adoquines.

      Ésa fue la escenografía de la niñez y de la juventud de Azucena. Mucha chapa y madera, ruido creciente y rítmico de balancines, carros que iban dejando su función a camionetas y camiones y por lo tanto, las pilas de bosta —con sus infaltables clientas, las moscas— que los barrenderos ya iban dejando de encontrar durante sus recorridas callejeras. Aunque todavía, y por varios años, seguirían existiendo vendedores de pan, de pescado y de verdura que, con la mejor voz que Dios les dio, ofertaban a los vecinos su mercadería fresca y a los mejores precios. Iban en carros, seguidos inevitablemente por un perro que zigzagueaba su trote entre las patas del caballo y las ruedas del transporte.

      Valentín Alsina, Lanús, Villa Castellino, Avellaneda, todas barriadas obreras, todas, que colgaban al sur de la Capital produciendo, cada día desde muy temprano, lo que la sociedad precisaba. Desde los churrascos para el almuerzo hasta las armas para la represión, desde la concentración de frutas y verduras, cueros y lana en el Mercado Central de Frutos hasta fósforos, desde hierros y caños hasta fideos.

      La abuela Clotilde había trabajado en las tareas de campo en su Cuyo querido y en Buenos Aires había hecho de todo, hasta trabajar por horas para otras familias, lavando ropa o haciendo lo que le indicaran. Su mamá de crianza, Magdalena, había sido obrera textil. Ella misma, empleada metalúrgica. Tres generaciones de mujeres trabajadoras durante seis décadas, hasta el centro del siglo XX.

      Azucena terminó de trabajar en relación de dependencia en 1950. Unos meses antes, dijimos, se casó.

      Azucena y Pedro estuvieron en el Registro Civil primero y luego en la Iglesia del Sagrado Corazón. Ambos en Lanús. Luego, pasado ya el mediodía, hicieron un brindis en la casa de Pedro con toda la familia De Vincenti, y luego otro brindis en la casa de tía Magdalena, sobre la calle Bernal. Por alguna razón —tal vez de celos o de algún tipo de rencores— no unificaron este pequeño festejo. “Yo, como fui la madrina del casamiento —cuenta Angela De Vincenti— tuve que ir a los dos brindis. Pero de mi familia fui yo sola a lo de los Moeremans. Nadie más”. Lo mismo —pero a la inversa— hizo el padrino de la novel pareja, que fue el operador cinematográfico belga Alfonso Moeremans.

      Sólo en el primero de los brindis estuvieron presentes Emma, la mamá de Azucena, y su otra hija, Elsa. Y al otro día también estuvieron para ayudar a ordenar la casa y a lavar vasos, copas, platos y fuentes, usados en el brindis por el casamiento de su hija genética.

      Cuando comenzaba la noche, la pareja se fue al centro de la ciudad, a un estudio fotográfico importante para que les hicieran las placas clásicas e inolvidables y al rato nomás, cuentan algunos relatos semiseguros, se instalaron cómodamente en un hotel capitalino. Hubo noche de bodas pero no hubo luna de miel. No había dinero para semejante lujo. Para colmo, días después se enteraron de que las fotos se habían velado. ¡Y no podían casarse de nuevo! Entonces tomaron una decisión singular: hicieron otras fotos. Pero los que estuvieron en los brindis y tienen buena memoria, recordarán que la ropa con la que aparecen en las fotos de casamiento no son las mismas que las que tuvieron el día del enlace.


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