Biografía de Azucena Villaflor. Enrique Arrosagaray
recuerdo certifica, con la rigidez que da una buena memoria, que los Nitz-Wiedner eran alemanes de pura cepa, teutones afincados, no sabemos por qué, en este rincón sudamericano miserable en las primeras décadas del siglo. Miserable sólo para sus habitantes, porque los empresarios europeos venían, se afincaban, producían o hacían producir a sus trabajadores y se llevaban a sus terruños todo lo que podían llevarse.
Los padres de Florentino: sus abuelos paternos
Clotilde Ojeda —abuela paterna de Azucena— fue quien dio a luz a Florentino en una madrugada de invierno de principios de siglo, cuando contaba sobre sus hombros con 32 años. Estaba casada con Bernardino Villaflor, un año mayor.
Ambos hunden sus orígenes estrechamente con la vida de campo. No sólo por el escaso desarrollo productivo y urbanístico de este país por esos años, sino por las características, las tareas, la ubicación geográfica y las relaciones de sus familias concretas.
Clotilde Ojeda era hija de un matrimonio formado por un soldado y por una paisana. Un soldado que venía de recorrer el norte y el oeste del país; el norte, por participar en una guerra terrible contra el Paraguay y el oeste, por formar parte de tropas del Gobierno de Buenos Aires cuando éste se lanzó contra caudillos provinciales en la zona de Cuyo.
Es en ese oeste, seguramente en la zona de Cuyo, en donde se conocen con Cristina Contreras y se casan. Y por allí, zona semidesértica, es sin duda en donde nace esta abuela de Azucena, a la que conoció y trató estrechamente ya que convivió bajo el mismo techo muchos años. El recuerdo de su nieta Lidia dice que le escuchó contar a Clotilde que era nacida en el pueblo de Las Achiras, provincia de San Luis, y que contaba que su infancia la había pasado en otra provincia cuyana, Mendoza, tierras de las que hablaba siempre con admiración y añoranza. Sólo un relato concreto apareció en su boca sobre recuerdos contados por su abuela. Y muy vago. Alguna vez Clotilde contaba que de chiquita se trepaba a un árbol de higos para empacharse con ese fruto tan dulce y tan al alcance de la mano. Pero que cierta vez tuvo dificultad para bajarse y se quedó colgada y a los gritos: “¡Cristina, bajame Cristina!”. Ya viejita, Clotilde mencionó, en su sano juicio e incluso en delirios, a esa tal Cristina como a su madre, cosa que coincide con los documentos escritos, ya que en los orales aquel nombre ya estaba olvidado.
Clotilde Ojeda se casó a los 18 o a los 19 años. Algunos recuerdos muy precarios dicen que tuvo dos hijos que, o fallcieron a pocos días del parto, o no llegaron a nacer. Es razonable que esto haya ocurrido porque es raro que en esa época no hubiera tenido hijos hasta los 28 años.
Luego tuvo con certeza siete hijos: Magdalena (26-6-1899 / 23-3-1986), Valentín (27-10-1900 / 30-12-76), Florentino (5-9-1902 / 23-3-1942), Aníbal (22-5-1905 / 22-7-1994), Abraham (29-1-1907/¿?), Azucena María (15-12-1908) y Mario (1-2-1911), aunque estos dos últimos fallecieron de muy pequeños.
Tal vez en esta Azucena fallecida esté la causa del nombre puesto a quien motiva este trabajo. Sólo tal vez. Digamos además que de estos cinco hermanos que llegaron a adultos, surgieron quince descendientes directos, primos de sangre entre sí.
Para el primer nacimiento, el de Magdalena, la pareja ya estaba instalada en los suburbios sureños de la Capital Federal.
Bernardino Villaflor fue, desde muchacho, hombre de a caballo. Recuerdos muy claros lo describen, para cuando andaba por los treinta, siendo un paisano con ropas de gaucho, espuelas y una silla de montar siempre cerca. Ocurre que con su hermano mayor, llamado Francisco pero conocido por todos con el apodo de Pancho, y con su hermanastro Mariano Mayol —hijo de la misma madre— hacían la tarea de cuarteadores en los suburbios de la ciudad; a unos quinientos metros de donde ellos vivían.
Para entender esto de tareas de gaucho en la ciudad, es bueno hacer un breve relato. La ciudad de Buenos Aires se fundó y comenzó a desarrollarse sobre un sector apenas más alto que el resto circundante. Especialmente hacia el sur, había una pendiente muy marcada —aún existente aunque suavizada— que dificultaba el acceso de los carros cargados de mercadería desde el sur a la ciudad. Cuando aparecieron los tranvías a caballo, éstos también tenían esa misma dificultad. Entonces, en puntos estratégicos se ubicaban grupos de hombres a caballo —los cuarteadores— quienes enlazaban con una cuarta el transporte en dificultades y lo ayudaban, a cambio de una pequeña paga, a escalar la subida y penetrar la ciudad. El grupo en el que estaba Bernardino, según recuerdos precarios, cuarteaba en la barranca de la Convalecencia —llamada así porque allí había un lugar para la convalecencia de enfermos mentales— hoy Plaza España, cerca, muy cerca de la calle Caseros, también muy cerca de la antigua calle Armonía —ahora Pedro Echagüe— y a pocos pasos de la calle Santa Magdalena.
En estas tres calles citadas nacerán todos sus hijos. No es casual que en la esquina del antiguo conventillo de la calle Santa Magdalena —conventillo que aún resiste en ruinas su despedida de la historia—, en el que nacieran el cuarto y el quinto hijo de este matrimonio, existe en la actualidad una fonda que se llama “Los Cuarteadores”, aunque su actual dueño no sabe por qué se llama así.
Pero un día, vaya a saber por qué, Bernardino contrajo una enfermedad que le produjo odiosas llagas en la cara, que no cerraban, que persistían pestilentes a la vista de todos. Y el hombre se fue acobardando y encerrando, vergüenza tal vez, por el origen de aquella enfermedad.
Desde sus cuarenta y pico de años hasta su muerte hizo todos los esfuerzos por aislarse. No trabajó más. Y su carácter fue cada día más hosco, oscuro y detestable. Algunos familiares se lo perdonaban pero otros no. Sus hijos no. Recuerdos dolorosos apenas asomaron, aún con franco rencor, de la boca de su último hijo en morir, casi no podía hablar de su padre, y sólo lo hizo con tristeza para marcar a fuego que no trabajaba, que le delegaba todo a su esposa y que no hacía más que rezongar y maldecir. Dicen que era un hombre malo.
Esta pareja vivió junta, entre las mismas paredes, hasta el casamiento de su hija mayor, en 1925, unos veintisiete años. A partir de allí, Bernardino vivió con su hijo Aníbal y Clotilde con su hija Magdalena.
Magdalena Villaflor: su tía y madre de crianza
Una tal Valentina Rodríguez, treintañera, se acercó el 30 de junio de 1899 a la sede del Registro Civil capitalino para informar que cuando daban la una y media de la madrugada del 26 de junio, en una casa pobre de la calle Armonía 1831, había nacido una chiquita desde las entrañas de la señora Clotilde Ojeda, que la flamante madre tenía 28 años y que era argentina y casada.
Declaraba además que el papá de la criatura se llamaba Bernardino Villaflor. Pero cuando hace referencia al nombre que le ponían a la pequeña, quedó registrado el de Juana Amalia.
Aunque parezca un chiste, esta mujer nació con un nombre legal, vivió con otro ya que familiarmente siempre fue conocida como Ana Magdalena, y falleció con otro, porque su partida de defunción dice Magdalena, a secas.
Tal vez sirva como explicación que esta mujer fue artista. Ni las propias hijas supieron de estos avatares con su nombre, hasta nuestra investigación.
La mencionada Valentina Rodríguez, que no sabía escribir ni firmar, acudió con un poder otorgado por la parturienta Clotilde para hacer el trámite. Un tal Alejandro Guiditta le hizo el favor de rubricar por ella el acta de nacimiento, además de los testigos Luis Modenessi y José Gatto.
Creció inhalando el perfume de los conventillos, mezcla de malvones, ropa limpia, perros, orines, guisos, polenta y sudor. Ayudó desde pequeña a conseguir algún dinero para que en la mesa haya comida, sumando su esfuerzo al de sus hermanos y madre, realizando tareas en su casa que las fábricas solían dar a domicilio. Pero la embargó desde siempre el arte del teatro, de la actuación, de ser otra aunque sea por un rato. Fue también obrera textil en la fábrica Masllorens y contó a quien quisiera escucharla, cuál era la táctica para que cuando los cosacos —hombres de la policía que, montados a caballo, solían cargar sobre huelguistas y manifestantes— atacaban, no ser víctima de sus golpes: el secreto era tirarse al suelo y quedarse bien pegado contra los adoquines. “Así ni el caballo ni los sables te pueden hacer nada”, contaba.
Desde muchacha formó parte de