Cómo "hacerse el sueco" en los negocios con éxito. Federico J. González Tejera
con toda naturalidad «NO WAY» (Ni de broma, podría traducirse). Y en aquel momento, para liberar un poco la tensión que se produjo ante su claridad, dije, a modo de gracia: «No, no en NORWAY, en Suecia! «Ja, ja ja», respondió Bego. «Bueno, hablemos luego, pero ¿qué diablos pintamos allí? ¡Debe de ser un horror!», continuó. Así concluyó la conversación, mientras cada uno por separado analizaba la situación.
Retomamos la discusión durante el sábado y, después de mirarlo con detalle y pensar en otras oportunidades que podían surgir, concluimos que no era una oferta interesante. Teníamos que ser consecuentes con lo acordado y, en este sentido, ¿por qué íbamos a ir a un lugar que ni siquiera habíamos considerado?
Así que el lunes por la mañana fui directamente al despacho de Toni, previo obligado aviso a su secretaria, y le anuncié que, después de haberlo evaluado con detenimiento, habíamos decidido que, desde el punto de vista personal, Suecia no era el lugar donde queríamos pasar los próximos dos o tres años y que por tanto declinábamos la oferta. No recuerdo bien cuáles fueron las excusas concretas que expuse, pero, en el fondo, después de rechazar, ante una persona de la talla intelectual de Toni, semejante opción, siempre tienes miedo de que encuentre una debilidad en tu planteamiento y debas tener que decir, «bueno, lo pensaré de nuevo…». Pero lo cierto es que se portó como un caballero y no abusó de mis nervios.
«Bien», apuntó, «como ya te dije, en esta ocasión creo que tienes todo mi apoyo, así que no es necesario discutirlo más. Pero, aunque sea por cortesía, podrías charlar un rato con el Director General que iba a ser tu jefe en Suecia. Viene el jueves a Bruselas y seguro que le gustará hablarlo contigo y entender tus razones».
¡Oh, no! Esto iba a llevar más tiempo del que pensaba. Tenía que prepararme bien, para explicar al que habría sido mi jefe, por qué no estaba dispuesto a aceptar el trabajo… Así que acordé con él una cita para el jueves, conclusa la jornada laboral, en un bar cerca de la oficina, con el objetivo de hacerle entender mi posición y oír sus contraargumentos para convencerme sobre las bondades de la propuesta.
No voy a llevar al lector a través de toda la conversación que allí mantuvimos, pero aquel hombre tenía magia. Me explicó de forma clara lo que quería hacer con el negocio y con la organización. Y lo expuso de un modo que capturó por completo mi atención. Tanto, que yo mismo me impliqué en la discusión, hasta el punto de comenzar a sugerir ideas de cómo abordar algunas de las cuestiones que él había mencionado. Fue una de esas situaciones donde, desde el primer momento, se crea complicidad y ves que, si trabajaras junto a esa persona, podrías tener una experiencia enriquecedora.
Me sentía mal. El trabajo podría ser una aventura fabulosa. Pero ¿qué podía hacer, si en el fondo estaba convencido de que Suecia no era el sitio ideal para pasar nuestros próximos anos?
Al final de la conversación, me dijo: «Escucha, sé por Toni que, debido a motivos personales, no queréis aceptar el trabajo. Y lo entiendo. Pero ¿por qué no os venís tu esposa y tú un fin de semana a Estocolmo y veis si realmente os gusta o no? Desde aquí, es difícil poder hacerse una idea de lo que es aquello. Veniros, hablad con toda la gente posible, y entonces decidís». Aquella no era una mala idea. ¡Un fin de semana gratis en Estocolmo! No podíamos negarnos. Así que acordamos que, en un par de semanas, iríamos. Cuando llegué a casa, a Bego le pareció bien y aquella misma noche llamamos a mi amigo Alberto. Alberto acababa de ser trasladado a Noruega, y había pasado los dos años anteriores en Suecia, así que era una persona fundamental para entender cómo se vivía allí. Además, Alberto es andaluz, y el frío y la oscuridad debían de haberle resultado difíciles.
Esa noche pasamos un par de horas hablando por teléfono con él y su esposa. Su testimonio nos sorprendió. Los dos habían sido tremendamente felices, ¡aun a pesar del clima!
Algo nos hizo pensar que quizás habíamos dicho demasiado pronto que no, y que aquello podía ser mejor de lo esperado. Pero, bueno, aún teníamos serias dudas de índole familiar: dudas de cómo la oscuridad podría afectarnos, de cómo íbamos a adaptarnos a un lugar con costumbres y —suponíamos— valores sociales tan diferentes. Así que merecía definitivamente la pena ir, pero no solo a pasar el fin de semana, sino a investigar realmente si aquel lugar pudiese ser un buen sitio para vivir algunos años.
De este modo iniciamos nuestro primer viaje a Suecia…
1. FIN DE SEMANA DE INSPECCIÓN
Me arriesgaría a decir, y espero que el lector no se asuste (recuérdense por favor mis orígenes latinos), que los países son como las mujeres. No hay una segunda oportunidad: la primera vez que los ves, o te gustan o no. Obviamente, el lector podría concluir que Estocolmo nos gustó, y así fue. Pero la percepción visual en aquella ocasión no bastaba para tomar la decisión de mudar a la familia. Teníamos que entender muy bien cómo era la vida en aquel país.
El primer recuerdo que tengo de nuestra visita es el del aterrizaje en Arlanda, el aeropuerto de Estocolmo. El paisaje no dice mucho. Es un extenso bosque que parece no acabar nunca. Pero la verdad es que, aun siendo más atractivo que el paisaje que puedes encontrar en ciudades como Madrid, no es algo que te haga enamorarte a primera vista. Es una naturaleza más bien austera y esa austeridad se hace más dura al estar envuelta en una semi-oscuridad —por qué no reconocerlo— algo deprimente…
Ha de tenerse en cuenta que esta visita tuvo lugar un 11 de diciembre, y a esas alturas del año es más o menos de noche alrededor de las tres de la tarde. Y aunque nosotros aterrizábamos a las doce y media, no había ya mucha luz. Así que miré para Bego, y le dije: «Eh, esto es más oscuro incluso que Bruselas, no pensaba que fuese posible». Y Bego respondió: «Fede, esto no es humano».
Al salir del aeropuerto, nuestro Director de Recursos Humanos, Per, nos estaba esperando. Subimos a su coche y nos dirigimos hacia el centro de Estocolmo. Per había reservado una mesa en un restaurante en el corazón de la ciudad, con la idea de almorzar juntos allí y contestar a todas nuestras preguntas. De camino hacia Estocolmo, atravesamos una zona llamada Djursholm, donde, según nos explicó Per, muchos ejecutivos de compañías internacionales vivían.
Nos comentó, me acuerdo bien de aquello, que, en cierta forma, Djursholm era el estándar del paraíso sueco: casas viejas y grandes (¿recuerda el lector la casa de Pippi Calzas Largas?), cada una de ellas separada suficientemente de la de al lado, para así no tener que verse con nadie, salvo que sea preciso, y de este modo disfrutar de la soledad del lugar con tu familia…
Bueno, esto fue un primer botón de muestra de la diferencia cultural que iríamos descubriendo con el tiempo. Desde nuestra perspectiva de entonces, nuestro «paraíso» tenía que ver más con el estilo español, lleno-de-actividad-y-comunidad, que con aquella aparente tristeza.
Fuimos finalmente a comer y, al salir del restaurante, a las tres en punto de la tarde, voilà, ¡nos dimos un porrazo con la más absoluta de las noches! No era aquello de que quizás la niebla… no. Aquello era noche total. Veníamos de Bruselas, y en el fondo ya habíamos «perdido el sol», como solíamos decir a nuestros amigos. Pero, hombre, incluso en Bélgica, a esa hora, hay algo de luz. La verdad es que esto de la oscuridad, por mucho que te digan, solo lo entiendes si lo vives. No fue este, obviamente, un elemento muy positivo. ¿Qué se puede esperar de un sitio en el que a las tres es de noche?
Teníamos una agenda llena para el sábado y una cena ese mismo día, así que decidimos irnos a descansar antes de acudir a esa cena. Fuimos paseando hasta el Stockholm Grand Hotel, una auténtica maravilla. Resume en un solo edificio la belleza de toda la ciudad. Y recuerdo también que el camino hacia el hotel era un espectáculo. Cuando se pasea por el centro histórico de Estocolmo, se tiene una sensación difícil de describir. Es como Viena, pero rodeada de agua. Una especie de mezcla entre Venecia y Viena que nos maravilló. Los edificios de Ostermalm, los de Gamla Stan, las callejas de la ciudad antigua… E incluso con las temperaturas de menos siete u ocho grados, que había en aquel momento, las calles estaban llenas de gente, yendo de un lado a otro, paseando, haciendo sus compras. No parecía importarles ni el frío ni la nieve. Simplemente, ignoraban el mal tiempo y la oscuridad. Se