Claudio Magris. Domingo Sánchez-Mesa Martínez (Ed.)
entrar en el interior de los problemas, en el transcurso de la vida, si uno ha sido aceptado (confirmado), desmentido, esto engrandece el diálogo. Yo creo mucho en el diálogo y por tanto creo también que ante una entrevista uno siente un poco de miedo, de timidez, pero creo que no hay que hablar de uno mismo —yo, yo, yo o él, él, él…— se habla siempre de otros. Si tuviera que decir quién soy, hablaría de otras personas que he conocido, amado, hablaré de mi perro, de mi casa, del mar y de este modo se podrá comprender qué o quién soy.
Ahora hablemos de Trieste. En efecto, ha sido muy importante para mí nacer en Trieste. He contado muchas veces cómo la experiencia de frontera no habría existido sin Trieste, porque cuando yo era un muchachito (nací en 1939) la frontera estaba muy cercana, en el centro de Trieste. Pero no era una frontera cualquiera, era la cortina de hierro que en aquellos años era infranqueable; no se podía ir más allá. Allí comenzaba el dominio de Stalin, al menos hasta la ruptura de Stalin y Tito, después hasta la normalización entre Italia y Yugoslavia. Y esto ha sido importante porque detrás de la frontera existía un mundo inquietante, prohibido, amenazante, el de Stalin y toda esa oscuridad que ese límite evocaba. Pero, al mismo tiempo, era un mundo que para mí era familiar, porque eran los territorios que habían formado parte del Estado italiano hasta el final de la guerra, cuando Yugoslavia, victoriosa, los había ocupado. Territorios étnicamente diversos, sobre todo Eslovenia, y que yo conocía muy bien porque había estado muchas veces en ellos. Esta identidad familiar, desconocida, algo desconocido que se revela como familiar o bien algo familiar que se revela desconocido, creo que es importante para la literatura, que se convierte en un viaje de lo conocido a lo desconocido o viceversa.
También es cierto que Trieste ha tenido una cierta importancia como ciudad de frontera: aquellos patriotas italianos voluntarios, a menudo muertos en la Primera Guerra Mundial para que Trieste llegara a ser italiana, comenzando por Scipio Slataper (1888-1915), llevan apellidos eslavos, alemanes, húngaros, etc. Por lo tanto existe ese sentido de la precariedad de la identidad nacional. Slataper, poco antes de morir voluntario por Italia, escribe a su mujer: «tú sabes que soy eslavo, alemán, italiano». El italiano ocupa el tercer lugar: él inventa el paisaje cultural, literario triestino; precisamente en esta ciudad, porque no sabía muy bien qué cosa era. Y para la literatura esto ha sido muy importante, porque, cuando no se sabe muy bien quién se es, la literatura es el espacio donde se va a la búsqueda de la identidad.
Esta ciudad, que ha comenzado a ser literaria y culturalmente importante, ha tenido dos genios de la literatura universal, como Italo Svevo (1861-1928) y Umberto Saba (1883-1957) y muchos escritores notables, cuando comenzaba a eclipsarse su papel histórico, político, económico. La gran Trieste, que en principio era culturalmente pobre, comienza a morir cuando llega a ser literariamente, culturalmente rica.
He tenido la gran fortuna de conocer muy bien a dos grandes figuras, sobre todo una, de la gran generación triestina, la que vivió antes de la Primera Guerra Mundial: el poeta Biagio Marin (1891-1985), que fue también voluntario en la Primera Guerra y que conocí cuando yo tenía 17 años, iniciando con él entonces una amistad. Más tarde publicamos (él ya había muerto hacía tiempo) nuestro Epistolario. Y junto a él a otro, no tan relevante, pero también muy importante, Guido Devescovi, germanista y el primero en escribir un ensayo sobre el Doktor Faustus de Thomas Mann, y otros de esta generación a los que he conocido a través de sus libros (su pasión, sus discusiones, sus historias) como si hubiese ido con ellos a la escuela, aunque por mi edad podría ser un nieto suyo.
Naturalmente, el gran peligro de Trieste, por citar un escritor napolitano al que me he referido esta mañana, La Capria, quien a propósito de Nápoles ha dicho: «una cosa es ser napolitano y otra hacer el napolitano». Y esto vale para todos y de modo muy especial para Trieste, que corre el riesgo de convertir la condición de triestino en una autorepresentación: hacer el triestino. En este sentido, pues, existe el cortocircuito entre la gran apertura, verdaderamente cosmopolita, la cerrazón provinciana y la autoestilización pintoresca, que puede ser fecunda pero también peligrosa.
Ciertamente, la literatura en Trieste ha producido grandes frutos, también en otras artes ha sido importante, por ejemplo en la pintura. Para mí Trieste es sobre todo una dimensión física: el mar, que tienen una gran importancia en mi vida y creo que ha sido una fortuna para mí el haber comenzado a darme cuenta de esta literatura triestina cuando he dejado Trieste —estudiaba en Turín— porque en principio tenía esa sana desconfianza, equivocada, pero sin embargo útil, que un joven tiene hacia la casa natal.
DOMINGO SÁNCHEZ-MESA: En relación a ese leitmotiv en su obra que es la centralidad de la idea (¿mito?) de la frontera y de la identidad híbrida y móvil (frontera y exilio son las dos caras de la misma moneda) entre el mundo danubiano (habsbúrgico) y el mediterráneo, ¿cómo explica la continuidad de dicho mito a través tanto de su escritura ensayística y periodística, como de su obra novelística o de ficción?
CLAUDIO MAGRIS: Si me permitís os cuento una historia, porque Domingo ha usado la palabra filólogo y ciertamente yo tengo la manía de la precisión y precisamente porque la precisión es una forma de respeto, creo que cada existencia personal tiene derecho a la misma filología que tienen las existencias de los grandes personajes históricos.
Pongo un ejemplo: en el transcurso de la gestación del Danubio, hice pequeñas investigaciones para saber cuántas coronas había recibido un molinero, un tal señor Wammes, durante el Ochocientos cuando vendió sus pantalones para donar el dinero para los trabajos de la catedral de Ulm. Naturalmente esto no tiene ninguna importancia, si cobró 10 o 12 coronas, pero es una forma de respeto. Si yo, germanista, escribo una biografía de Goethe debo ser exacto. No es que interesa que Goethe haya besado a Federica Brion el lunes 24 o el jueves 17, pero uno debe ser exacto. Esto quiere decir que un desconocido señor Wammes tiene derecho a la misma filología, una palabra que contiene etimológicamente el amor. Y es verdad, soy amante de la precisión, incluso en el último libro que he escrito.2 Me gusta también deformar, pero para deformar necesito conocer cualquier realidad que deformo para colocarla en la cabeza de un personaje un poco loco que la deforma.
Os relato una cosa, perdonad si divago, pero es divertido, que tiene que ver con el comienzo de esta exactitud filológica feliz. Cuando estaba terminando la universidad y escribí El mito hasbúrgico, que fue después publicado, una pequeña editorial-librería universitaria de Turín me pidió realizar una antología de la literatura alemana. Y la hice, pero no la trabajé nunca, no corregí bien las pruebas. Era una antología que no era mala, incluso hoy no era para arrojarla a la basura. Mientras salía el libro, la editorial, por diversas razones, quebró. Gracias a dios este libro no llegó a publicarse y solo existen dos copias que tengo yo. Digo gracias a dios, porque la casa editorial había corregido las pruebas. Yo las había corregido, pero no me había dado cuenta de los errores, ¡hay 278 y en un libro para aprender alemán en la escuela! La m aparece como n… desastroso. Y los datos… Schiller aparece nacido en 3002. Si hubiese salido a la luz esta antología, yo no estaría ahora aquí con vosotros, porque hubiera sido maltratado justamente.
Volviendo ahora a la pregunta de la relación de la filología con el comparatismo. Yo creo que esta relación no es igual. Naturalmente cada uno de nosotros tiene una autobiografía, una maduración especial, diferente. Pensemos en algunos ejemplos: Arthur Rimbaud había terminado su creación a los 20 años; Theodor Fontane la comienza en realidad a los 65 y escribe sus mejores cosas casi a los 80. Pero, más allá de eso, yo creo que es siempre el objeto el que impone automáticamente sus formas. No es que uno decida, elija. Yo amo mucho este género mixto porque genera nuestra vida. Nosotros, a lo largo de nuestra jornada, somos todo: somos líricos en el momento en que contemplamos una puesta de sol que nos produce melancolía o cualquier otro recuerdo; somos épicos si narramos cualquier historia que ha sucedido a nuestro amigo o amiga; somos ensayistas si discutimos de política o sobre un libro que nosotros o algún otro ha leído; somos ambas cosas porque, si yo cuento la historia de un amigo y si este amigo ha sido (me lo invento) un comunista desilusionado, su historia política forma parte de su vida tanto como la historia de su enamoramiento; por lo tanto existen automáticamente. Por tanto la relación está impuesta siempre por aquello que en aquel momento nos golpea, nos llama la atención. Si es un problema, se convierte en un ensayo; si es un destino