La montaña y el hombre. Georges Sonnier
de las cosas. Distinguí en ella un ímpetu, y, por consiguiente, una intención. Pero la intención es pensamiento, y el pensamiento es vida. Así, la montaña se convertía para mí en un ser.
Al mismo tiempo, me parecía, no obstante, que, en oposición al mar, fuente de toda vida biológica, pero perpetuamente en movimiento e informe, hay en la montaña no sé qué ascético rigor, no sé qué visible desdén hacia toda facilidad que, a la larga, niega y condena las humildes necesidades de la vida, de las que, en efecto, se despoja poco a poco, a medida que se eleva. En su pureza extrema, en una palabra, la montaña pertenece íntegramente al orden del espíritu. Es la imagen —mineral, pero exacta, sensible al corazón— del impulso hacia el infinito: masa a la vez sublime y atormentada, erguida, tendida hacia el cielo, al que tan visiblemente aspira, pero inmovilizada en ese movimiento mismo, encadenada a la tierra, incapaz de liberarse de ella. Pero ¿acaso no es esta la ilustración de la condición humana?1 La del alma, ávida de infinito, pero cautiva del cuerpo, esclavizada por todas sus debilidades? En el límite extremo del universo humano, la montaña opone también la gloria del espíritu a las tiranías de la materia. De este modo, nos reconocemos en ella sin esfuerzo.
* * *
La montaña existe, pues, frente al hombre como un ser frente a otro ser. Está animada, es decir, participa del alma humana en la medida misma en que el hombre, al fin cautivado por ella, la ha admitido en los misteriosos intercambios del amor. Tal es entre ellos la relación ideal, fruto de una larga maduración y de un determinado número de azares afortunados. Relación ideal, pero continuamente amenazada, porque el hombre, una vez ha forzado los secretos de la naturaleza, siente demasiado a menudo la tentación de dominarla, es decir, destruir el equilibrio y la armonía preestablecidos del universo, comprometiéndose así también él mismo por egoísmo e inconsciencia. Pero esta no es sino la fase última de una evolución al principio muy lenta, tan antigua como el mundo, y que menos de dos siglos han bastado para precipitar.
* * *
La inmensidad misma de la montaña no se concibe más que según la escala del hombre, que le da su medida. En esta relación es necesario que la montaña adquiera su faz patética. Hablar de ella es hablar al propio tiempo del hombre. El nacimiento de las montañas, sobre una tierra todavía desierta, abandonada a los únicos combates del fuego y el agua, es poco elocuente para la imaginación. No obstante, se trata de una auténtica tragedia geológica, desarrollada a lo largo de millones de años: el ciego enfrentamiento de unas fuerzas sin medida. Pero hemos aprendido a considerar que solo hay verdadera tragedia en el hombre. Es decir, en la conciencia. La historia de la montaña, como cualquier otra historia, no sabría pues comenzar más que en el hombre mismo, en esta primera mirada posada sobre una cima y que le ha dado verdaderamente la vida.
NOTAS
1 ¿Acaso no es el dominio por excelencia de la nieve, símbolo de la pureza?
EL HOMBRE EN LA MONTAÑA
Todo permite suponer que la montaña, refugio natural por excelencia, fue habitada muy pronto por el hombre.2 E, indudablemente, su corazón no debía de estar alegre cuando tuvo que abandonar, para ascender hacia ella, las fértiles llanuras o las dulces orillas del mar. Expulsado por otros hombres, que pertenecían a tribus más numerosas o belicosas, allá arriba buscaba la seguridad; y eso era la libertad. Pero la montaña, solicitada de esa manera, daba y negaba al mismo tiempo: imponía la dificultad, pero al menos prometía la vida. Este intercambio suponía otros y esclarece algunas constantes del carácter montañés: el particularismo y el espíritu de independencia; la falta de gusto de imponer su propia ley al extranjero, pero la cerrada negativa a sufrir la suya. El hombre había ido al fondo de unos valles estériles y perdidos a buscar el derecho a continuar siendo él mismo. La montaña no es para él un lugar de paso, sino el reducto de la última oportunidad, más allá del cual ya no hay nada más para él. Si es preciso, se defenderá allí hasta la muerte.
* * *
Así pues, los primeros montañeses no llegaron a la montaña por vocación, sino por necesidad. Su vocación, si la hubo, no era la de la montaña, sino la de la libertad, para la cual la montaña era condición básica. Fue, ante todo, una presión lo que le condujo a ella. Pero habiendo escapado de la llanura y del mayor peligro que allí le amenazaba —el hombre mismo—, encontró en la montaña otros motivos de temor junto a las cumbres, de las que nada sabía, e hizo por consiguiente morada de divinidades o de espíritus maléficos, puesto que de ellas solo le venían cosas malas: el frío, el desprendimiento de piedras, el alud, la inundación torrencial. De este modo, el montañés se vio atrapado entre dos peligros —de muy diferente carácter, pero combinados contra él—: entre dos miedos, el uno, preciso y concreto, el otro, oscuro y mitológico. En las dificultades cotidianas, la montaña era para él la dura faz de un destino que no había elegido, por lo que los sentimientos del montañés respecto de su montaña —suponiendo que los experimentase— pudieron asemejarse a los del siervo respecto de su soberano. Su vida en las alturas fue, en los orígenes, una auténtica servidumbre: para liberarse del hombre, su enemigo, había cambiado aquella servidumbre por otra, según él preferible, aceptando plegarse a las leyes de la naturaleza más implacable. ¿Cómo vamos a sorprendernos, entonces, de que ese ser sometido no levante la cabeza y, viviendo en la montaña —y de ella—, generación tras generación, olvide contemplarla y no sepa siquiera verla?
La forma más sublime... Himalaya.
El tranquilo señorío, inmaterial en el horizonte… Monte Fuji, Japón.
NOTAS
2 Para citar solo un ejemplo, unos treinta mil grabados rupestres del Mont Bego, en los Alpes Marítimos, demuestran la presencia, en las edades del bronce y del hierro —es decir, varios milenios antes de nuestra era— de algunas tribus que poblaban el valle de la Roya.
MONTAÑA MITOLÓGICA, MONTAÑA SAGRADA
En la tradición fabulosa, la Montaña es el vínculo entre la Tierra y el Cielo. Su única cumbre alcanza el mundo de la eternidad, y su base se ramifica en múltiples contrafuertes en el mundo de los mortales. Es la vía por la cual el hombre puede elevarse a la divinidad y esta revelarse al hombre.
Le Mont Analogue, RENÉ DAUMAL
La montaña no es el infinito, pero lo sugiere.
Zénith, PIERRE DALLOZ
Durante muchísimos siglos, la montaña, lugar de refugio y de defensa, no será en ningún caso objeto de amor, ni de un concreto interés. Tampoco de conocimiento, por tanto. Se mantenía ignorada e, incluso, quien la habitaba solo sabía de ella lo correspondiente a su pequeño campo, la pradera donde pastaba su ganado, el bosque donde cortaba sus árboles y los contados caminos necesarios para su vida cotidiana. El único ámbito humano abierto a la montaña debía ser, por consiguiente, el de la leyenda, tosca y primaria, que precisamente da testimonio sobre aquella ignorancia, pero enriquece su objeto haciendo de las cumbres el refugio de lo sobrenatural. Hemos visto que, instruido por la experiencia de una naturaleza hostil, el montañés colocaba allá arriba, con toda naturalidad, unas potencias maléficas y oscuras.3 Pero hacer de las cumbres la morada de los dioses o de las almas de los héroes muertos es por excelencia una interpretación de hombre de las llanuras, que vive lo bastante lejos de aquellas para evitar sus rigores y no conocer más que su aspecto sublime y su calmosa realeza, inmaterial en el horizonte, por encima de las nubes. Semejante idealización precisa la distancia y el desapego. Así ocurre con el mar, visto desde la orilla… Ciertamente, ¡no es preciso vivir en las laderas del Olimpo para ver a Zeus reinar serenamente en él!
Advirtamos aquí que las primeras civilizaciones humanas son civilizaciones de llanura, de orillas fluviales o marinas; civilizaciones de ciudades y de puertos, donde el comercio entre los