17 Instantes de una Primavera. Yulián Semiónov

17 Instantes de una Primavera - Yulián Semiónov


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las emociones y los amaestrará el progreso. Mi difunto suegro ¿sabe? tenía pasaporte británico, pero era ruso; tenía la nariz como una patata y se atracaba de tortas y caviar que agarraba con las manos. Pero cuando llegaba a Petersburgo, casi lo recibían con salvas de cañones. Nos gustan los extranjeros, somos respetuosos con el forastero… Obtendré un pasaporte en Australia, cambiaré mi apellido Petrov por Peterson, y entonces volveré y entraré en caballo blanco. Cuando diga: «Tómalo, sírveme, vete al diablo», me perdonarán. A un extranjero se le perdona todo…

      En la calle, Isaiev sintió náuseas, y ante sus ojos se elevaron dos grandes círculos verdes. Eran iridiscentes, vacilantes como los círculos alrededor de la Luna durante los fríos navideños en la Rusia sin bosques. «Así era la Luna, cuando iba con papá de Orsk a Orenburg —recordó Isaiev—. Me llevaba en las rodillas, y pensaba que yo dormía, pero continuaba tarareando la canción de cuna: Duerme, mi bien, duerme, mi bien, en la casa se apagaron las luces, los pájaros se durmieron en el jardín, los pececitos se durmieron en el estanque, duerme… Después tarareaba la melodía, porque memorizaba mal los versos, y de nuevo comenzaba a susurrar lo de los pájaros dormidos en el jardín… Si estuviera vivo, seguramente podría dormirme ahora, me obligaría a oír su voz y sabría que existe en el mundo una persona que me espera. No me volvería loco a causa de la espera, ni por la fe o la falta de fe, la esperanza y la desesperación».

      El farmacéutico, dando la vuelta a la receta del doctor Petrov, suspiró.

      —Le doy la última cajita, Sir. —El viejo chino hablaba un inglés de Oxford que a Maxim Maximovich le pareció algo vacilante e iridiscente, como los círculos que tenía en sus ojos, algo irreal y cómico—. Es un preparado maravilloso, una combinación de la medicina tibetana, nacida de la comprensión del gran misterio de las hierbas, y la farmacología moderna europea.

      —¿Dónde aprendió inglés?

      —Trabajé durante treinta años como criado en casa del doctor Woods.

      —¿Qué edad tiene?

      —Todavía soy relativamente joven —sonrió el farmacéutico—. Sólo tengo ochenta y tres años; para un chino es la edad de la «naciente sabiduría».

      —¿Y cuántos me echa a mí? —preguntó Isaiev, llevándose a la boca una píldora de la cajita del «preparado del sueño».

      —Me es difícil decirlo —contestó el farmacéutico—. Todos los europeos me parecen asombrosamente iguales… Es la misma cara… Tendrá usted cuarenta y cinco años ¿no?

      —Gracias —dijo Isaiev y se tragó otra píldora—. Gracias. Se ha equivocado en dieciocho años.

      —¿Acaso tiene más de sesenta?

      —No. Tengo veintisiete.

      —¿Tu ventana está en el quinto piso y tiene cortinas azules?

      —¿Cómo lo sabes, Maximushka?

      —Ya lo ves…

      —¿Alguien te lo escribió?

      —Nadie me lo escribió. Pero estas cortinas las hiciste en Vladivostok, cuando me mudé de Gniloi Ugol a Poltavskaia; cortinas azules con lunares blancos y fruncidos a los lados.

      —Fruncidos. Nunca te oí esa palabra, y me daba vergüenza pronunciarla en tu presencia.

      —¿Por qué, Sashenka?

      —No lo sé. Nosotros nos inventamos el uno al otro. Conocemos algo de este ser inventado, otro algo lo ignoramos y, poco a poco, nos vamos olvidando del que empezamos a amar, nos volvemos a nosotros mismos, y el agua coge su nivel. Al hombre que se quiere hay que temerle un poco: por si se va, por si se enamora de otra; las mujeres son tontas, quieren amurallar al hombre con falta de libertad, y después ellas se cansan de la tranquilidad, como los vencedores en las luchas del circo.

      —¡Qué escalera tan oscura!

      —Los niños quitan las bombillas.

      —¿Por qué hablas tan bajito?

      —Te tengo miedo.

      —Cerveza, por favor. Rubia. Fría. Muy fría.

      El propietario del pequeño bar alemán le sirvió la cerveza a Isaiev. Casi siempre se sentaba a su mesita y hablaban de Alemania: Karl Nitche era oriundo de Munich, donde Maxim Maximovich había vivido cinco años con su padre.

      —Con este calor, lo mejor es tomar la cerveza algo caliente, mi querido Max. Se le puede enfriar la garganta si la toma helada con este calor ¡Qué mala cara tiene! ¿Está enfermo?

      —Sano como un toro, Karl. Un poco cansado.

      Dos muchachotes se sentaron junto a la escalera que conducía al sótano y gritaron como cupletistas, a dos voces:

      —¡Camarero, cerveza!

      —Son rusos —susurró Karl—. Ahora pedirán vodka y pan negro… Los rusos, aunque delgados, jóvenes y educados, son puercos. Perdone un momento…

      Se levantó de la mesa y gritó hacia el sótano, apoyándose en el pasamanos de la escalera:

      —¡Dos cervezas, rápido!

      «Sería interesante saber si estos muchachos me han sorprendido en la farmacia o han esperado que saliera de lo del médico —pensó Isaiev—. Seguramente, me esperaban cerca de la casa del médico. Pero no he notado que me siguieran. Mal asunto, pero que muy malo…»

      «Cree que estoy dormido —se dijo Isaiev—. También a ella la engaño con mi respiración acompasada, con mi mano pendiendo de la cama y el cuello estirado… Me veo desde fuera incluso cuando duermo ¡Qué horror! Y si le digo que me doy cuenta de que está a mi lado, de que me mira a la cara, de que veo temblar la venita azul de su cuello, de que se cubre el pecho con el brazo izquierdo, y cuánto dolor veo en sus ojos, me consideraría el último canalla, porque creería que la estoy mirando a través de los párpados semicerrados. ¿Tal vez la miro a través de los párpados semicerrados? No. Mis ojos están cerrados; simplemente la veo porque estoy acostumbrado a sentir todo lo que está cerca de mí. Yo pensaba que esto me ocurriría solamente allí, detrás de la frontera; pensaba que en casa todo esto desaparecería y me convertiría de nuevo en un hombre común, como todos, y no sentiría esta constante tensión interna. Pero, por lo visto, es imposible y siempre seré así: alguien que sólo cree en sí mismo y en dos enlaces: Rosa y Walter, en nadie más. Tengo que engañarla, tengo que volverme torpemente y abrir los ojos, pero no de pronto, para no asustarla, sino poco a poco: primero estirarme, después empezar a murmurar algo y, por fin, de un tirón, sentarme en la cama y abrir los ojos. Así tendrá tiempo de cubrirse con la sábana. Sin duda se tapará con la sábana y se secará los ojos, porque está llorando».

      Últimamente, Isaiev vivía en un hotel cerca del puerto, y todas las ventanas de su cuarto daban al muelle. Se pasaba horas apoyado en el alféizar mirando los barcos de Rusia. Al principio, se paraba junto al muelle donde atracaban los buques soviéticos; pero después de haber visto a su lado a dos mozos de la Unión de Liberación que simulaban contemplar los barcos sólo cuando él advertía su presencia, dejó de ir al puerto. «Cuídate, que Alguien te cuidará», le decía el cazador Timoja, temiendo pronunciar el nombre de Dios en vano, porque los rojos «no entienden nada de eso y, además, se ríen».

      A pesar de que los jóvenes del contraespionaje blanco habían empezado a seguirlo, Isaiev había transmitido en varias ocasiones a Dzerzhinski el informe de que los emigrados de Shanghai —y, por supuesto, los de Dairen— no eran ya una fuerza real y que esos juegos a complots, chequeos y planes a largo plazo no eran sino un medio de conseguir dinero para alimentar a sus familias. Los más listos se dedicaron al comercio, y los más ricos se fueron a los Estados Unidos; en la política, en el «movimiento de liberación», quedó gente desgraciada, condenada, tontos que cifraban sus esperanzas en un milagro: la explosión interna, la guerra en Occidente, la intervención desde Oriente. Los emigrantes políticos reunían dinero en míseras cantidades, mandaban emisarios, unas veces a Tokio y otras a París, pero los


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