Bocetos californianos. Bret Harte

Bocetos californianos - Bret Harte


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talante, hasta que hubieron llegado a casa de la señora Morfeo y hubo depositado a Melisa bajo su cuidado maternal. Se le ofreció descanso y un refresco que rehusó, restregándose los ojos, para evitar las miradas de sirena de los ojos azules de Sofía, excusose y se fue derecho a casa.

      Durante los dos o tres días siguientes al arribo de la compañía dramática, Melisa iba tarde a la escuela, y a causa de la ausencia de su constante guía, el paseo usual del maestro la tarde del viernes, fue por una vez omitido. Al retirar el joven sus libros, preparándose para abandonar la escuela, sonó a su lado una infantil voz:

      —¿Con su permiso?

      El maestro se volvió y encontrose con Arístides Morfeo.

      —¿Qué ocurre?—dijo el maestro con impaciencia,—¡digan! ¡Pronto!

      —Bueno, señor, yo y Hugo creemos que Melisa se va a escapar nuevamente.

      —¡Cómo! ¿Qué significa esto, caballerito?—dijo el maestro con el injusto enojo con que siempre recibía las noticias que no le eran gratas.

      —Melisa, señor, no se queda nunca en casa, y Hugo y yo la vemos hablar con uno de aquellos cómicos y en este momento está con él, y, además, ayer nos dijo a Hugo y a mí que podía echar un discurso tan bien como la señorita Celestina Montemoreno, y se puso a declamar...

      Y el niño se calló, como asustado.

      —¿Qué cómico?—exclamó el maestro.

      —Aquel que lleva el sombrero negro... y cabello largo y alfiler de oro... y cadena de oro—dijo Arístides, poniendo períodos en lugar de comas para poder dar paso a su respiración.

      El maestro sintió una opresión desagradable en el pecho y en la garganta, y tomando maquinalmente los guantes y el sombrero se salió a la calle. Arístides trotaba a su lado, esforzándose en igualar el paso de sus cortas piernas con las zancadas del maestro, cuando éste se paró de repente y Arístides dio con él un fuerte topetazo.

      —¿Dónde estaban hablando?—preguntó, como siguiendo la conversación.

      —En la Arcada—dijo Arístides.

      Cuando hubieron llegado a la calle Mayor, el maestro se detuvo.

      —Ve corriendo a casa—dijo al niño.—Si Melisa está allí, ven a la Arcada y dímelo, y si no está quédate en ella; ¿oyes?

      Y Arístides se escapó al trote de sus cortas piernecillas, desplegando toda su velocidad.

      A pocos pasos del camino estaba la Arcada. Con este nombre era conocido un largo e irregular edificio, conteniendo taberna, salón de billar y restaurant. Al cruzar el joven la plaza, observó que dos o tres transeúntes se volvieron y le siguieron con la vista fijamente durante un buen trecho. Arreglose el vestido, sacó el pañuelo y se enjugó la cara antes de penetrar en el establecimiento. Dentro de la taberna había su habitual número de holgazanes, bebiendo y gritando desaforadamente. Una cara le miró tan fijamente y con expresión tan extraña, que el maestro se paró, encarándose con él, y entonces vio que no era más que su propia imagen reflejada en un espejo pintarrajeado la cual le hizo creer que tal vez estaba un poco excitado, de manera que tomó de una mesa un número de La Bandera de Red-Mountain, y trató de recobrar su serenidad, leyendo la sección anunciadora.

      Atravesó luego la taberna, el restaurant y entró en la sala de billar. Melisa no estaba allí. De pie, al lado de una de las mesas, había un individuo que llevaba en la cabeza un sombrero de hule con anchas alas, que el maestro reconoció en seguida por el agente de la compañía dramática. Era un hombre eminentemente antipático por la manera de llevar la barba y el pelo. En vista de que el objeto de su cuidado no estuviese allí, se volvió hacia el hombre del sombrero negro. Este había reparado en el maestro, pero con la astucia común en la cual siempre se estrellan los caracteres vulgares, afectó no verle. Contoneándose con un taco en la mano, aparentaba apuntar a una bola en el centro del billar. El maestro permaneció de pie delante de él, hasta que alzó los ojos. En el momento que sus miradas se cruzaron, el maestro fuese a su encuentro derechamente.

      Cuando principió a hablar, algo se le fue subiendo a la garganta que retardaba su palabra; su propia voz le asustó; tan profunda y vibrante sonaba. Pero moderó sus impulsos pues quería a toda costa evitar un escándalo.

      —He sabido—principió,—que Melisa Smith, una huérfana, una de mis alumnas, ha estado tratando con usted para seguir su profesión. ¿Es esto exacto?

      El hombre del sombrero de azabache se inclinó de nuevo sobre la mesa, y como si jugara, de un golpe vigoroso de taco lanzó la bola contra la tabla con absoluta falta de lógica. Después, dando la vuelta a la mesa, recogiola y la colocó en su punto primitivo. Hecho esto, y preparándose para otra jugada, dijo:

      —Supongamos que así sea.

      El maestro se atascó de nuevo, pero, haciendo un íntimo esfuerzo que quizá trascendió al exterior, continuó:

      —Si es usted caballero, únicamente tengo que decirle que soy su tutor y responsable de su educación. Usted sabe, tan bien como yo, la clase de vida que pretende ofrecer a un corazón virgen y henchido de ilusiones. Por poco que se haya usted enterado, tiene que saber que la he sacado de una existencia peor que la muerte, la he arrancado del lodo de las calles y quizá de una futura corrupción. Estoy tratando de hacerlo otra vez. Tenemos que hablar formalmente, pues las circunstancias así lo exigen. La niña no tiene padre, ni madre, ni hermana, ni hermano. ¿Es que usted trata de sustituir a alguna de estas personas?

      El cómico examinó la punta de su taco y miró después en torno, con aire displicente, y hasta en sus labios pareció dibujarse una sonrisa sardónica.

      —Sé que es una niña extraña y voluntariosa—continuó el maestro,—pero es mejor de lo que era. Me parece que aún tengo alguna influencia sobre ella. Así es que le ruego y espero que no tome más cartas en este asunto, sino que, como hombre y como caballero, no ose estorbarla en su camino. Además, tengo grandes deseos...

      Aquí las palabras se atravesaron otra vez en la garganta del maestro, y la frase quedó entrecortada.

      El hombre del negro chambergo, interpretando mal el silencio del maestro, alzó la cabeza con una risa irónica y salvaje y exclamó:

      —¿La quiere para usted sólo, verdad? ¡Ni una palabra más!

      El tono en que había pronunciado aquellas palabras, la mirada de que habían ido acompañadas, y, más que todo, la naturaleza del hombre que se atrevía a soltar tamaño insulto, hirieron como una saeta la dignidad del joven preceptor. La retórica que mejor convence a esta clase de animales, es un golpe. Poseído el maestro de esta verdad, y encontrando ya sólo de este modo expresiva la acción, hizo acopio de toda su energía para dar a puño cerrado en el cínico rostro de aquel malvado.

      El golpe echó a rodar por un lado el reluciente chambergo y el taco por otro, y arrancó el guante y la piel de la mano del maestro; destrozó los ángulos de la boca del patán y echó a perder la forma particular de su barba de un modo lamentable. Oyose un grito, una imprecación, una pelea, y el pisotear de mucha gente. La muchedumbre penetró apresuradamente en la sala, se separó a derecha e izquierda y sonaron dos tiros que se oyeron casi al mismo tiempo. Se arrojaron todos sobre los contrincantes, y se vio al maestro de pie, sacudiéndose con la mano izquierda los tacos encendidos, de la manga de su chaqué. Alguien le detenía por la otra mano. Mirósela y vio que todavía sangraba del golpe, pero entre sus dedos lucía una hoja de acero. No pudo recordar cuándo ni cómo vino a su poder.

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