La Novela de un Joven Pobre. Feuillet Octave
á mí no me abruman? La única persona que me interesa en el mundo, está al abrigo de los males que yo sufro, la veo dichosa, sonrosada y risueña. Pero los que no sufren solos, los que oyen el grito desgarrador de sus entrañas repetido por labios amados y suplicantes, los que son esperados en una fría buhardilla por sus mujeres macilentas, y sus hijuelos taciturnos. ¡Pobres gentes!... ¡Oh, santa caridad!
Estos pensamientos me quitaban el valor de quejarme y me han proporcionado el de sostener la prueba hasta el fin. Podía en efecto abreviarla. Hay aquí dos ó tres restaurants en que me conocen y donde, cuando era rico, he entrado sin escrúpulo, aunque hubiese olvidado mi bolsa. Ahora podía hacer lo mismo. Tampoco me era difícil encontrar en París, quien me prestara cien sueldos; pero estos expedientes que huelen a miseria y truhanería, me repugnaron decididamente.
Para los pobres, esta pendiente es resbaladiza y no quiero aún poner en ella el pie.
Para mí sería lo mismo perder la probidad que perder la delicadeza, que es la distinción de esta virtud vulgar. Así es que he observado repetidas veces, con qué terrible facilidad se desflora y degrada este sentimiento exquisito de la honradez en las almas mejor dotadas, no solamente al soplo de la miseria, sino al simple contacto de la escasez, y debo velar sobre mí con severidad, para rechazar en adelante como sospechosas las capitulaciones de conciencia que parecen más inocentes.
En la adversidad, es menester no habituar el alma á la dejadez; demasiada inclinación tiene á plegarse.
La fatiga y el frío me hicieron volver como á las nueve.
La puerta de la casa estaba abierta: subía la escalera con paso de fantasma, cuando oí en el cuarto del conserje, el murmullo de una agitada conversación, que al parecer versaba sobre mí, pues en ese momento el tirano de la casa pronunciaba mi nombre en tono despreciativo.
—Hazme el gusto, señora Vauberger—decía,—de dejarme tranquilo con tu Máximo; ¿lo he arruinado yo acaso? ¿Y bien, á qué vienen esas cantinelas? Si se mata, lo enterrarán... y se acabó.
—Te digo, Vauberger—replicó la mujer,—que si lo hubieras visto vaciar su garrafa, se te hubiera partido el corazón... Y mira, si yo creyera que piensas lo que dices, cuando exclamas con la negligencia de un cómico «si se mata lo enterrarán...» Pero no lo puedo creer, porque en el fondo eres un hombre, aunque no te gusta ser perturbado en tus hábitos... Piensa, pues, Vauberger... ¡no tener fuego ni pan!... Un muchacho que ha sido alimentado con tan buenos manjares y criado entre pieles como un príncipe. ¿No es esto una vergüenza, una indignidad, y no es un bribón el gobierno que permite semejantes cosas?
—Pero eso nada tiene que ver con el gobierno—respondió Vauberger, con bastante razón...—Y además, tú te engañas, te lo aseguro... no es como lo crees, no le puede faltar pan, ¡eso es imposible!
—Pues bien, Vauberger, voy á decírtelo todo, lo he seguido, lo he espiado, y luego lo he hecho espiar por Eduardo: ¡y bien! estoy segura que no ha almorzado esta mañana, y como he registrado todos sus bolsillos y cajones y no le queda en ellos un céntimo, estoy muy cierta que no habrá aún comido, pues es demasiado orgulloso para mendigar...
—¡Tanto peor para él! Cuando uno es pobre, es necesario no ser orgulloso—dijo el honorable conserje, que me pareció expresar en esta circunstancia, los sentimientos de un portero.
Tenía bástanle con este diálogo, y lo terminé bruscamente abriendo la puerta del cuarto y pidiendo una luz á Vauberger, que creo no se hubiera consternado más si le hubiera pedido su cabeza. A pesar del deseo que tenía de mostrar firmeza á estas gentes, me fué imposible no tropezar una ó dos veces en la escalera: la cabeza me vacilaba. Al entrar en mi cuarto, ordinariamente helado, tuve la sorpresa de hallar en él, una temperatura tibia, sostenida suavemente por un fuego claro y alegre. No tuve el rigorismo de apagarlo; bendije los buenos corazones que hay en el mundo, me extendí luego en un viejo sofá de terciopelo de Utrecht, á quien los reveses de la fortuna han hecho pasar como á mí, del piso bajo á la buhardilla, y traté de dormitar.
Me hallaba hacía media hora, sumergido en una especie de entorpecimiento, cuya somnolencia uniforme me presentaba la ilusión de suntuosos festines y campestres fiestas, cuando el ruido de la puerta que se abría, me despertó sobresaltado. Creí soñar aún, viendo entrar á la señora Vauberger con una gran bandeja sobre la que humeaban dos ó tres odoríferos platos. Habíala ya depuesto sobre el pavimento y comenzado á extender su mantel sobre la mesa, antes que hubiese sacudido enteramente mi letargo. Por fin me levanté bruscamente.
—¿Qué es esto?—dije.—¿Qué es lo que hace usted?
La señora Vauberger fingió una viva sorpresa.
—¿No había pedido comida, el señor?
—No.
—Eduardo me dijo que...
—Eduardo se ha engañado. Será el inquilino de al lado.
—Pero si no hay inquilino al lado... No comprendo...
—En fin, no es para mí... ¿Qué significa esto? Me fastidia usted; llévese eso.
La pobre mujer se puso á plegar tristemente su mantel, dirigiéndome las miradas desconsoladas de un perro á quien se ha castigado.
—¿El señor ha comido probablemente?—volvió á decir con voz tímida.
—Probablemente.
—Es una desgracia, porque la comida está pronta, va á perderse y el pobre muchacho será reprendido por su padre. Si el señor no hubiera comido por casualidad, me haría un servicio...
Di un golpe violento con el pie.
—Márchese, le he dicho.
Cuando salía me acerqué á ella.
—Mi buena Luisa—le dije,—la comprendo y le doy las gracias: pero esta noche sufro bastante y no tengo hambre.
—¡Ah! señor Máximo—exclamó llorando—si supiera usted lo que me mortifica... pues bien, me pagará después mi comida, si quiere, me pondrá el dinero en la mano, cuando lo tenga... pero puede usted estar seguro, que aun cuando me diese cien mil francos, no me proporcionaría usted tanto placer, como si lo viera aceptar mi pobre comida. Me haría usted una soberbia limosna. Usted que tiene talento, señor, debe comprender bien todo esto. Entretanto...
—¡Bueno! mi querida Luisa... qué quiere usted... no puedo darle cien mil francos... pero tomaré su comida... Me dejará solo, ¿no es así?
—Sí, señor Máximo. ¡Ah! gracias, señor. Le doy muchas gracias. ¡Tiene usted buen corazón!
—Y buen apetito, también, Luisa. Deme su mano... no es para poner en ella dinero, esté tranquila... Ahora... hasta la vista.
La excelente mujer salió sollozando.
Acababa de escribir estas líneas después de haber hecho los honores á la comida de Luisa, cuando oí en la escalera el ruido de un paso pesado y grave: al mismo tiempo creí distinguir la voz de mi humilde providencia, expresándose en el tono de una confidencia tumultuosa y agitada. Pocos instantes después llamaron á mi puerta, y mientras Luisa se perdía en la sombra, vi aparecer el solemne perfil del viejo notario. El señor Laubepin arrojó una rápida mirada sobre la bandeja donde yo había reunido los restos de la comida; luego avanzando hacia mí y abriéndome los brazos en señal de confusión y de reproche á la vez:
—Señor Marqués—dijo,—en nombre del Cielo, ¿cómo no me ha...?
Interrumpiéndose, se paseó á largos pasos á través del cuarto y deteniéndose de pronto.
—Joven—continuó,—esto no está bien hecho; ha herido á un amigo y hecho sonrojar á un viejo.
Estaba muy conmovido. Yo lo miré también con emoción no sabiendo qué responderle, cuando me atrajo bruscamente contra su pecho, y me oprimió hasta sofocarme, murmurándome al oído:
—¡Pobre