Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa
–Pero yo voy a Sevilla.
–Mal rumbo escogiste entonces puesto que navegamos en dirección opuesta. ¿De dónde eres?
–De la isla.
–¿Qué isla? ¿La Gomera? –Ante el mudo gesto de asentimiento dejó escapar un leve silbido de admiración y sorpresa–. ¡Dios bendito! –exclamó–. No me digas que te embarcaste de polizón en La Gomera con intención de ir a Sevilla.
–Así es, señor.
–Pues sí que has tenido mala suerte, puesto que navegamos hacia el Oeste en busca de una nueva ruta hacia el Cipango.
–Al Oeste no hay nada.
–¿Quién lo dice?
–Todos. Todo el mundo sabe que La Gomera y El Hierro son el confín del universo.
–Pues las hemos perdido de vista hace dos días y el universo continúa.
–Solo agua.
–Y cielo, y viento, y nubes... Y delfines que llegan de muy lejos... ¿Por qué no puede haber tierra al Oeste? –Le golpeó de nuevo la pierna como intentando darle ánimos y sonrió ampliamente–. No dejes que te asusten –concluyó–. Tienes aspecto de ser un muchacho valiente.
Se irguió dispuesto al parecer a regresar al castillo de popa, pero Cienfuegos lo retuvo con un gesto.
–¿No piensa castigarme? –quiso saber.
–¿Por qué?
–Por embarcar sin permiso.
–En el pecado llevas la penitencia. El contramaestre te hará trabajar hasta que te salgan callos en los dientes. ¡Suerte!
–¡Gracias, señor! –Alzó la voz cuando ya se alejaba–. ¡Perdone, señor! –dijo–, yo me llamo Cienfuegos. ¿Y usted?
–Juan –replicó el otro con un leve guiño amistoso–. Juan De la Cosa.
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