El Vigésimo Octavo Libro. Guido Pagliarino

El Vigésimo Octavo Libro - Guido Pagliarino


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la cual es pariente de Ana, la madre de María de Nazaret y por eso es pariente del Maestro. También Judas Bar Tadeo es discípulo de Jesús, mientras que he sabido que Simón, igual que el joven Juan Bar Clopás no sufre tampoco esa fascinación y ambos los consideran una persona extravagante y hablan mal de él.

      Hemos vagado por ciudades y pueblos. Ayer el rabí ha curado a una tal María, que tenía los siete diablos de la lujuria en el vientre, por lo que tenía que copular cada día con muchos hombres sin quedar nunca satisfecha. Había sido repudiada por el marido, que, al saber que estaba poseída, por compasión no había pedido la condena a muerte por adulterio y la había echado en secreto. Vivía como una vagabunda, con lo que le daban los hombres con los que pecaba y su nombre era conocido. Ayer se presentó inesperadamente a Jesús, mientras cenábamos. El Maestro estaba con algunos de nosotros bajo el porche de la casa de un tal Simón, un fariseo seguidor de Shamai que le había invitado, de acuerdo con otros de la misma secta, para entender mejor lo que pensaba de ellos y que, de repente, lo ha entendido muy bien: Jesús, respondiendo a una pregunta concreta del dueño de la casa, le ha dicho sin dudar:

      —Os creéis santos porque practicáis las formas del culto y para vosotros todos los que no son fariseos son pecadores, gente de la tierra los llamáis, porque decís que solo vosotros resucitaréis y todos los demás permanecerán enterrados en la muerte eterna,6 pero yo os digo que el pecador que se arrepiente es mucho mejor que vosotros que no os arrepentís y que el infierno de la muerte os espera eternamente si no cambiáis de mentalidad.

      Nuestro rabí tiene ideas muy claras. No le he oído ni una sola vez predicar o reprochar empezando con un tal vez o un me parece, frecuentes en el habla común. No tiene ninguna rareza, no le importa que le juzguen ni las reacciones de quien se enfada, su pensamiento es firme y sus enseñanzas son tan elevadas que es imposible que un hombre de buena fe se sorprenda de su certeza y de la fuerza de su palabra.

      Justo entonces la pecadora, que debía haberlo visto entrar, se ha colado y se ha puesto de rodillas delante del Maestro, bañándole los pies con lágrimas. Las ha secado con sus propios cabellos y ha empezado a untarlos con un aceite perfumado que llevaba consigo. Simón el fariseo ha mostrado una expresión de disgusto: para él, esa mujer estaba entre lo peor de la tierra. Ha hablado al oído a dos escribas de su secta, que estaban tumbados sobre esteras a sus lados. Estos han mirado a Jesús y han movido la cabeza. Como nos han explicado luego, debían haber pensado que no sabía distinguir una pecadora de una mujer honesta y, por tanto, había sido mal juzgada por el Maestro. Nuestro rabí los ha interpelado con severidad:

      —Simón, observa bien a esta mujer. He entrado en tu casa como tu huésped y, por desprecio hacia mí, no me has dado el agua ritual para los pies ni la toalla para secarlos; ella me los ha lavado con sus lágrimas y me los ha secado con sus cabellos, es decir, con ella misma. A regañadientes, has ordenado a los siervos que me unjan con aceite perfumado y ella ha vertido sobre mis pies el perfume que ha comprado a propósito para mí con todos sus ahorros. Como ha amado mucho, todos sus pecados le son perdonados y queda liberada de los demonios. Pues a quien ama poco, poco se le perdona. —Entonces, mostrando una gran sonrisa, se ha dirigido a la mujer—: María, tus pecados te son perdonados. Por tu fe te has salvado. Ve en paz.

      Obviamente, esos engreídos comensales se han escandalizado:

      —¿Quién se cree ese que es para perdonar los pecados? —ha dicho el primero, que estaba cerca del dueño de la casa.

      —¿Tal vez crees que eres el Altísimo en persona, tú, pecador? —ha recalcado un segundo, más cercano a nuestro rabí.

      —¡Blasfemia! ¡Blasfemia! —han dicho muchos otros.

      El anfitrión ha despedido con bastante rudeza a Jesús, a nosotros y a la mujer: empujados por los sirvientes, nos han llevado a la calle. Esa María, en cuanto estuvimos fuera, absolutamente calmada, como si no hubiera sufrido apenas ultraje y violencia, ha besado las manos del Maestro y le ha preguntado si podía seguirlo. Jesús, a su vez muy tranquilo, al contrario que nosotros, le ha respondido:

      —Aún es demasiado pronto para las mujeres, pero dentro de un año podrás reunirte conmigo en Cafarnaúm, si así lo sigues queriendo.

      Casi todo el pueblo cree desde hace siglos en la venida del Mesías del Altísimo. Pero solo los saduceos y fariseos cercanos al templo y al sanedrín aceptan la tradición sacerdotal por la cual el Cielo7 solo sostiene a Israel si se obedecen las leyes mosaicas al pie de la letra, leyes que los sacerdotes tienen el deber de respetar con absoluto rigor, hasta la implacabilidad, tradición según la cual los propios sacerdotes son los jefes de Israel. Todos los demás siguen la tradición mesiánica más piadosa según la cual el Altísimo hizo en su momento un pacto con el rey David, prometiéndoles protección para su descendencia hasta la llegada del rey último, el más grande y el más magnánimo, el Mesías. Hay quienes piensan que precisamente nuestro rabí es el Ungido prometido por las escrituras, el rey que guiará a Israel a dominar el mundo y fundará un reino universal de paz sin fin, y yo también lo pienso. Por eso los dos ciegos lo han llamado hijo de David y Señor. Sin embargo, queda mucho por hacer antes del triunfo; ayer nos dijo:

      —Hay mucha mies, pero pocos obreros. Por tanto, rezad al dueño de la mies para que mande obreros.

      Evidentemente nos ha querido indicar que aún no tenemos un ejército para conquistar el poder. Así que hemos rezado. ¿No hará Jesús sus ministros? ¡Qué cambio sería, de publicano despreciado a ministro del rey! ¡Imagino la cara de asombro que pondría esa cretina violenta de mi esposa al saberlo! Por otro lado, está claro que no mantendría a mi lado a esa idiota arrogante. Cuando he hablado con otros discípulos sobre la conquista del reino y de nuestro nombramiento como ministros han aparecido en sus rostros sonrisas de gran satisfacción, aunque no en todos, no en el de nuestro condiscípulo Juan: el joven, por el contrario, nos ha mirado con cierta conmiseración y luego ha dicho:

      —El Maestro conquista en paz.

      Extraño joven, debo decir ¡y con esa edad no debería permitirse mirarnos así!

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