Preguntas para pensar en ética. Tomás Miranda Alonso
ojos de sus guardianes y huir de la muerte, a la que había sido injustamente condenado, él debía obedecer a su conciencia, a esa voz que le dictaba desde el interior lo que debía y no debía hacer.
La conciencia moral es la capacidad que tenemos los seres humanos para realizar juicios morales y comprender la obligación incondicional que tenemos de cumplir el deber. Podemos cometer injusticias y quedar social y legalmente impunes si no somos vistos por nadie, pero por quien no podemos evitar ser condenados es por nuestra conciencia moral, ante la que estamos siempre presentes.
Sin embargo, ocurre con frecuencia en nuestros días que la sociedad en que vivimos produce en nosotros como una especie de anestesia moral que nos incapacita para captar y reaccionar ante determinados problemas morales. Se produce entonces una miopía o ceguera moral, como dice el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017), en nuestra conciencia que nos impide detectar las situaciones de injusticia que existen a nuestro alrededor y en el mundo, y el daño que podemos llegar a producir a los demás y a nosotros mismos. La insensibilidad moral que padecemos nos impide hacer una valoración de la bondad o maldad de nuestros actos y de las situaciones que nos rodean. Ocurre como cuando el turista visita un país y vuelve encantado de lo bonito que es, de lo bien que viven sus habitantes y de lo felices que son, pues del país solo ha visto lo que las agencias de viajes y los gobiernos han decidido que tenía que visitar. No ha visto pobres, ni explotación, ni dolor, ni miseria. Por tanto, todo esto no existe.
En una sociedad que cambia a gran velocidad, en donde se valora por encima de todo el triunfo individual, al precio que sea, en donde lo importante es alcanzar determinados fines u objetivos, como se dice ahora, sin importar los medios usados para conseguirlos, es fácil que nuestro músculo moral se vaya atrofiando, llegando a una situación de apatía moral que nos haga ser cada vez más conformistas. Cuando la corrupción se extiende como una plaga en los distintos estamentos sociales, cuando se llega a decir, como dijo una política hace años, que quien no se enriquece es porque no quiere, o porque es tonto, o poco trabajador, como piensan algunos, es frecuente que al final se vean como algo normal los casos de corrupción. Nuestra insensibilidad moral nos lleva a tolerar la mentira, el incumplimiento de las promesas, la situación de pobreza extrema en que viven muchas personas, y verlo como algo normal.
El rearme moral, la tonificación moral exige tomarnos muy en serio la educación moral. La conciencia moral también se educa. La educación moral exige indagar en la fundamentación de nuestros actos y juicios morales e incluye también la formación de la conciencia moral, que percibe los valores morales de nuestra sociedad y es capaz de distinguir lo que está bien y lo que está mal. La educación moral no puede reducirse a la transmisión de un conjunto de valores, pues es importante también ayudar al desarrollo integral y equilibrado de las dimensiones de la persona que hacen posible afrontar con éxito los problemas morales. La educación moral nos ha de ayudar a mirar y a ver bien, para así poder valorar y juzgar correctamente y, de este modo, poder actuar bien.
Somos sujetos morales desde nuestra temprana infancia y nos desarrollamos como tales durante toda la vida. La educación moral no puede consistir en un adiestramiento en hábitos sociales. La formación del sujeto moral se realiza a lo largo de un proceso de crecimiento que dura toda la vida.
El laberinto de las normas y deberes:
¿cómo sería una sociedad sin normas?
Cuando he preguntado en clase a los estudiantes que quiénes creen ellos que son más libres, si los leones en la sabana africana o ellos mismos, la respuesta casi unánime ha sido que los primeros. El león vive como quiere, corre libre, mientras que ellos han tenido que madrugar para ir a clase y su vida está regulada por un sinfín de normas, por tanto no son libres, no pueden hacer lo que quieren. La pregunta que les hago a continuación es que, si no son libres, ¿son entonces responsables de sus actos?
¿Está nuestra vida atada por las normas o sin estas no podríamos ejercer nuestra libertad? No cabe duda de que, con frecuencia, experimentamos las normas como una estructura férrea impuesta desde fuera que nos impide actuar como nos gustaría hacerlo. También es cierto que algunas normas pueden ser contradictorias entre sí, y entonces es difícil elegir entre ellas. Todos hemos experimentado alguna vez cómo normas y leyes constituyen un entramado burocrático que, en vez de facilitarnos la vida, nos la complican. No podemos negar tampoco que, en determinadas situaciones, algunas de las normas vigentes en una sociedad han sido impuestas por determinados grupos sociales para defender sus intereses particulares.
Pero ¿qué pasaría si viviéramos en una sociedad sin normas? La primera reacción que tienen algunos de los niños de la novela El señor de las moscas, del británico galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1983 William Golding (1911-1993), cuando, después de un accidente aéreo, caen en una isla desierta y se dan cuenta de que están solos, es la de gritar con júbilo: «¡Ni una persona mayor!». No hay autoridad, pueden hacer lo que quieran. Se sienten libres. Pero pronto se darán cuenta de que necesitan organizarse de modo que puedan sobrevivir y conseguir ser rescatados. Y para ello necesitan acordar unas reglas. Si no lo consiguen, no serán más libres, no podrán decidir cómo vivir, pues el grupo más fuerte se impondrá a los demás usando la violencia.
Como decía Aristóteles, otro filósofo griego que vivió en el siglo IV a. C., discípulo de Platón, lo que es propio de los seres humanos frente al resto de los animales es que poseemos el sentido de lo bueno y lo malo, de lo justo y lo injusto, y las demás apreciaciones. Para vivir como humanos necesitamos vivir con los demás, y para que nuestra convivencia sea buena debemos establecer normas, debemos darnos leyes justas. Por ello, cuando justificamos una acción y la elegimos entre varias opciones, la presentamos como justa, como buena.
Pero ¿qué entendemos por «bien»? ¿Cuándo decimos de algo que es «bueno»? Por supuesto, no es mi intención dar aquí una definición de estos términos con la pretensión de que sea aceptada universalmente. Nos fijaremos en algunos de los usos que damos a estas palabras y en el significado que tienen en cada uno de ellos. En general, decimos que algo es bueno cuando lo deseamos o lo necesitamos para conseguir otra cosa. Cuando tenemos sed, por ejemplo, el agua es un bien muy apreciado. Cuando tengo que hablar con alguien que no está a mi lado, el teléfono es un bien, porque es un medio apropiado para conseguir el fin que me propongo. Y, según el propio Aristóteles, hay bienes que deseamos por sí mismos y no como medios para conseguir otra cosa, como la felicidad. No tendría sentido, entonces, la pregunta de para qué quieres ser feliz, pues conseguir la felicidad sería, según él, un fin último.
También decimos que algo está bien cuando es correcto, teniendo en cuenta algunos criterios de carácter objetivo. Así, por ejemplo, decimos que la resolución de un problema matemático está bien si se ajusta a unas determinadas reglas. También decimos que una acción es correcta si se ajusta a determinadas normas o códigos de conducta vigentes en una sociedad y en un momento dado.
Cuando antes de salir de casa le pregunto a alguien si voy bien y me contesta afirmativamente, entiendo que me he vestido y arreglado apropiadamente para la actividad que voy a realizar. En este caso, el significado que damos a la palabra «bien» equivale a «idóneo», «apropiado».
Decimos también que «bien» es aquello que es perfecto en su género. De este modo diremos que un buen zapatero, por ejemplo, es aquella persona que hace bien los zapatos. Y, en este sentido, podríamos afirmar también que un buen ser humano, una buena persona, es aquella que vive como lo que realmente es, como persona.
En términos generales se dice que una acción es buena cuando se conforma o se ajusta a una norma o conjunto de normas reconocidas como válidas. Las normas nos indican lo que debemos hacer en determinadas circunstancias. Las normas se basan en criterios generales o valores que los seres humanos reconocemos y establecemos para ordenar nuestra convivencia y posibilitar el respeto de los derechos que tenemos. En este sentido, podemos decir que los deberes son la otra cara de los derechos: todo derecho implica el deber de respetarlo.
Hay diferentes clases de normas, dependiendo de su origen y del tipo de bien que con ellas se pretende alcanzar:
1. Hay normas de tipo social, como las que se basan