Los cinco minutos del Espíritu Santo. Víctor Manuel Fernández
Enséñame a aceptar con serenidad y fortaleza los límites variados de cada día y las cosas imprevistas.
Libérame de toda resistencia interior contra la realidad.
Ayúdame a confiar, Espíritu Santo, sabiendo que también de los males puedes sacar algo bueno.
Enséñame a vencer mis nerviosismos y tensiones, para enfrentar con calma y seguridad interior todo lo que me suceda.
Destruye toda desconfianza para que pueda descansar en tu presencia, entregarme en tus brazos, sin pretender escapar de tu mirada de amor.
Vive conmigo Señor, enfrenta conmigo los desafíos y las dificultades que ahora tengo que resolver.
Porque contigo todo terminará bien.
Ven Espíritu Santo. Amén.”
15 Me pregunto si en mi oración personal están realmente incorporadas las tres Personas de la Trinidad, si invoco al Espíritu y me dejo llevar por él hacia Jesús y hacia el Padre.
Puedo hacerlo así: Imaginar a Cristo y detenerme a contemplar la herida de su corazón. Reconocer el amor inmenso que se expresa en esa herida: “Me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20). Así, le pido que desde ese corazón abierto derrame en mi vida el fuego del Espíritu Santo.
Imagino al Espíritu que brota para mí, y penetra en mí, desde el corazón de Jesús resucitado.
Luego, poco a poco, le entrego al Espíritu Santo todas las áreas de mi ser: mis pensamientos, mi cuerpo, mi imaginación, mis deseos, mis planes, etc. Pido que derrame su luz y su fuego purificador en todos los detalles de mi existencia y que me haga más parecido a Jesús en mis reacciones, palabras, actitudes, etc.
Después le pido la gracia de entrar con confianza en el corazón de Cristo para que allí se sanen todas mis heridas, se sacie mi necesidad de amor, se llenen de luz y de vida todas las cosas buenas que pueda haber en mí y se quemen todas las semillas del mal.
Sintiéndome profundamente unido a Jesús, digo la oración que Jesús nos enseñó, el Padrenuestro, tratando de expresarla con los mismos sentimientos que tiene Jesús hacia el Padre, y dejando que el Espíritu grite en mí “¡Padre!”.
16 El Espíritu Santo quiere hacerse presente en todos los momentos de nuestra vida, no sólo en los instantes de gozo y bienestar, sino también cuando las cosas no van bien, cuando nos sentimos inquietos, inseguros, tristes o perturbados por los problemas que tenemos con los demás o por las cosas que no nos gustan en las actitudes ajenas.
Porque en la vida de todos los días también hay oscuridad y vacío, no todos los momentos ni todas las experiencias son luminosas y felices. Cuando vemos en el mundo tantas pequeñeces humanas, intereses egoístas, falsedades, incomprensión y envidias, se hace muy difícil reconocer allí una presencia de Dios que sea alimento y luz. Muchas veces tenemos esa sensación de que todo es falso, superficial, pura apariencia, engaño y vanidad.
Pero tenemos que recordar que Dios creó este universo, que el Espíritu Santo está en todas partes, que él actúa en medio de la debilidad de los seres humanos, que nos llamó a vivir como hermanos y no a despreciarnos; que tenemos una misión que cumplir para el bien de los demás en lugar de escapar del mundo.
Podemos convencernos de eso, para no aislarnos del mundo. Pero al mismo tiempo, todo eso que nos deja sensación de vacío, nos invita a buscar algo más profundo, a tratar de no caer en la superficialidad. Tenemos que estar en el mundo sin ser del mundo, y poner en el mundo el amor, la entrega, la fidelidad y la honestidad que no encontramos. Eso no significa dejarnos llevar por la negatividad; porque si vivimos mirando lo malo, nos convertiremos en seres impacientes, incapaces de comprender, y entonces tampoco le aportaremos algo bueno a la sociedad. Para eso necesitamos invocar al Espíritu Santo, de manera que no nos dejemos llevar por la negatividad y siempre actuemos en positivo.
17 Te propongo que hagas un pequeño instante de profunda oración para que trates de reconocer al Espíritu Santo en tu interior y así descubras que la soledad no existe, porque él está.
Es importante que intentes hacer un hondo silencio, que te sientes en la serenidad de un lugar tranquilo, respires profundo varias veces, y dejes a un lado todo recuerdo, todo razonamiento, toda inquietud. Vale la pena que le dediques un instante sólo al Espíritu Santo, porque él es Dios, y es el sentido último de tu vida.
Trata de reconocer en el silencio que él te ama, que él te está haciendo existir con tu poder y te sostiene, que él te valora.
Siente por un instante que su presencia infinita y tierna es realmente lo más importante. Y quédate así por un momento, dejando que todo repose en su presencia.
18 “Me regocijo en ti, infinito y glorioso Espíritu.
Tú que penetras en lo más íntimo de mi ser, sana las raíces de mi tristeza profunda.
Llega hasta el fondo de mis males para que pueda recuperar la verdadera alegría.
Eso espero de tu amor, mi Señor poderoso.
No dejes que me entregue en los brazos enfermos de la melancolía, no permitas que beba del veneno de los lamentos, las quejas, el desaliento. No valen la pena.
Dame una mirada positiva y optimista.
Convénceme, con un toque de tu gracia, de que la entrega generosa es el mejor camino.
Hazme probar el júbilo de Jesús resucitado.
Dame la potencia de tu gracia para que todo mi ser sea un testimonio del gozo cristiano.
Me entrego nuevamente a ti, Espíritu Santo, para servir a Jesús en los hermanos. Quiero estar bien dispuesto para lo que tú quieras y como tú quieras, para enfrentar cualquier desafío e iniciar nuevas etapas.
Ven Espíritu Santo. Amén.”
19 Hoy la Iglesia celebra lo que el Espíritu Santo hizo en San José, porque toda la belleza de los santos es obra del Espíritu Santo.
San José nos muestra cómo el Espíritu Santo puede transformar la sencillez de nuestra existencia cotidiana y hacer algo grande en medio de lo oculto y de lo pequeño.
En el texto de Lc 2,39-51, la familia de Jesús aparece como una familia piadosa. Luego de explicar que “cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor” (2,39), dice también que “iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua” (v. 41). Ellos son un símbolo de los pobres de Yahvé, ese resto fiel que Dios usa como instrumento para hacer llegar la salvación a su pueblo.
José es la figura masculina, reflejo de la paternidad de Dios, inseparable del signo femenino y materno de María. Por eso, la Virgen María no se entendería adecuadamente sin José.
Por otra parte, celebrar a San José es sumamente importante para advertir hasta qué punto Jesús quiso compartir nuestras vidas. Él no quiso vivir entre nosotros como un ser extraño, aislado de la vida de la gente. Prefirió tener una familia, depender como todo niño y adolescente de un varón que hizo de padre, y someterse a él. De ese modo, también se integraba en una familia más grande y en su pueblo. Es interesante notar que el Jesús adolescente podía ir y venir entre la caravana de su pueblo un día entero (2,44). Nada de aislamiento de los demás. Era uno más, “el hijo del carpintero” (Mt 13,55).
Pidámosle al Espíritu Santo que nos enseñe a vivir con profundidad la sencillez de la vida de todos los días, como la vivió San José.
20 “Espíritu Santo, toma mis ojos. Mis ojos tentados por la curiosidad. Mis ojos que juzgan y condenan, que controlan, que envidian. Incapaces de contemplar la verdad sin miedo. Toma mis ojos, y conviértelos en admiración, ternura, disculpa, compasión. Coloca en ellos