La fidelidad en el tiempo. Mercedes Navarro Puerto
se ha introducido en poco tiempo y sin permiso piden urgentemente cambiar, adaptarse. En la mayoría de los casos, sin embargo, fidelidad se sigue vinculando con la permanencia de las religiosas en sus respectivas instituciones, con la perseverancia y con la santidad (10).
La fidelidad y sus acepciones
Fidelidad proviene del latín fidelitas (11), que, según el diccionario de la RAE, significa en su primera acepción “lealtad, observancia de la fe que alguien debe a otra persona”. Su relación con la fe es también relación con las creencias y con el grupo de creyentes. Así solemos entenderlo cuando para hablar de este último grupo decimos “los fieles” y, a veces, de forma redundante, “los fieles creyentes”, reforzando enfáticamente la dimensión de la fe. Existe, por tanto, una estrecha relación entre fidelidad y fe. La fidelidad se relaciona con el hecho de fiarse de alguien. Fiarse, tener(le) confianza. La fidelidad, por su relación con la fe, con la adhesión incondicional a alguien -también a algo-, está unida a la confianza. Sin confianza no se entiende la fidelidad.
Las acepciones de la fidelidad nos llevan a distinguir dos niveles, al menos, que estando conectados entre sí no son reductibles el uno al otro. El primero es el nivel individual: quién es fiel y a qué o a quiénes. El segundo es el institucional: qué grupo, con qué ideología, sobre qué aspectos es fiel y exige fidelidad. La persona que profesa fidelidad o que jura fidelidad, puede hacerlo fuera, al margen o dentro de una institución. La institución, inconcebible sin sus miembros, es o puede ser la depositaria de la fidelidad de sus componentes, de una determinada ideología, de un sistema de creencias o, simplemente, de unas normas de conducta a las que se exige a sus miembros ser “fieles”.
Mi reflexión se va a referir a la fidelidad personal en relación con el contexto institucional dado que gira sobre la VR de las mujeres, es decir, sobre una institución de instituciones (12) y en relación con la sociedad y la cultura actual. Conviene aclarar, además, que dicha institución de instituciones se encuentra, a su vez, en un entorno asociativo mayor, el eclesial, que no hay que confundir con su aspecto y parte más visible, que es la clerical. Cuando me refiera a esta última, hablaré de contexto eclesiástico clerical. La iglesia es una institución, sin duda, pero en su sentido más genuino la entendemos como la comunidad de comunidades y como el Pueblo de Dios. Me detendré más adelante, concretamente, en la relación entre fidelidad e institución, pero el resto del tiempo me estaré refiriendo a los niveles de la fidelidad individual e institucional, relacionadas entre sí.
También indico, ya desde el principio, que aunque mi reflexión parte de la VR de las mujeres y se dirige preferentemente a ella, entiendo el tema y su desarrollo dentro y como parte del sistema social, cultural y político en el que vivo y del formo parte activa. Por esta razón, iré constantemente de uno a otro contexto. Por esta razón, además, el tema no se ciñe solo a la VR, sino que se extiende al resto de la realidad de la que, repito, formo parte como mujer y como religiosa.
La fidelidad y sus tentaciones narcisistas
La intercambiabilidad entre fidelidad y perseverancia antes mencionada no es la única idea que ha convertido a la fidelidad en un concepto ñoño y desfasado. También ha contribuido a ello la vinculación de este valor con cierta mirada narcisista hacia el pasado. La fidelidad, tal como la entiendo, no es el espejo en el que una determinada religiosa o una determinada congregación se miran, como Narciso, para descubrir lo inmutable de sí mismas, o para admirarlo y amarlo, incapaces de abandonar la auto referencia. Esta mirada auto referencial al pasado queda fijada en conductas de inspección y vigilancia sobre la inmutabilidad de la imagen reflejada. Tales acciones equivalen, en la práctica, a matar y congelar eso mismo que quienes las realizan dicen apreciar. La realidad, sin embargo, muestra que esta mirada es una tentación presente a la que ceden religiosas y congregaciones. Se advierte, sin ir más lejos, en fijaciones hacia los propios fundadores y fundadoras, en intentos de volver a las fuentes, entendiendo por ello la repetición atemporal de actitudes e incluso valores que, de hecho, solo son comprensibles en su propio contexto (pasado), que requieren la traducción creativa y novedosa a las condiciones y al contexto presente, traducción que se teme y, por ello, se tiende a demonizar.
Esta advertencia sobre la tentación y la trampa narcisista de ciertos usos de la fidelidad no es exclusiva de la VR. Se percibe también en nuestro contexto social. Con otras connotaciones, de otra manera, pero, a fin de cuentas, mediante el mismo dinamismo. Un ejemplo concreto sería el estímulo, convertido en imperativo, a que cada cual sea fiel a sí mismo. Se trata de una frase cargada de ambivalencia. Es un imperativo que ha pasado, también, a la VR. Ello, en uno u otro contexto, nos confronta con un uso ambiguo del concepto de sí mismo/a, pues no sabemos a ciencia cierta cuál es su punto de referencia (13). La fórmula habitual, de la que se hacen eco la publicidad y los medios de comunicación, se expresa mediante el mandato “¡sé fiel a ti mismo!”. Puede estar llena de buenas intenciones, pero, de hecho, es sospechosa de esconder mucha violencia. La violencia, desde fuera, se introduce en la persona interpelada de manera que en lugar de resonar como mandato externo, susurra, como voz interior y propia, con la fuerza de la verdad, pues si algo tiene la frase “sé fiel a ti mismo/a” es su apelación a la verdad.
Esta conversión de fuera adentro alienta la falsa convicción de libertad de la persona que se exige ser fiel: nadie me obliga, yo sé que tengo que ser fiel a mí mismo, a mí misma. Pero ¿qué quiere decir eso, concretamente? ¿Quién es uno/a mismo/a? ¿La persona que fui hace diez, veinte o cuarenta años? ¿La institución que fue hace cien o cincuenta años? ¿Hay, por caso, un ente, personal o institucional, que responde a un sí mismo/a? Estas preguntas, lejos de ser vanas, acaban siendo ineludibles debido a que en ellas, de forma más o menos intencionada, encontramos una peligrosa idea de preexistencia, debido a que en ellas resuena un cierto esencialismo. En realidad, no es nada nuevo. El neoplatonismo ya postulaba la idea de una entidad preexistente, pura y auténtica, a la que cualquier concreción personal debía ajustarse en el transcurso de su vida. Es evidente que necesitamos cautela ante esta especie de moda que viene de tan antiguo.
La supuesta preexistencia (esencialista) de un sí mismo puede entenderse de muchas maneras. La tentación peligrosa, a mi juicio, es la comprensión de una realidad fijada (una “esencia”) de antemano que va haciéndose presente conforme pasa la vida. Una realidad prefijada que no debe perderse de vista so peligro de ser infiel a uno/a mismo/a. Subrayo lo de “fijada de antemano”, pues ¿quién y cómo se ha cristalizado? ¿Cuándo ha tenido lugar la fijación? En el contexto que nos ocupa existen respuestas prefijadas: el alma, la imagen de D*s (14), lo que D*s tiene preparado para cada cual, su voluntad, lo que dice el evangelio, lo que quiso el fundador o la fundadora, lo que dice “la Iglesia” (o sea, el Código de Derecho Canónico –en adelante CDC–, un determinado documento eclesiástico…). La tentación de volver la mirada hacia lo prefijado para atenerse a ello como el intento verdadero de ser fiel es, en mi opinión, muy peligrosa. Lo previamente fijado tiene, como es lógico, su propio contexto. Es posible y hasta probable que en su contexto fuera significativo, profético, “fiel” a necesidades de la sociedad y del mundo real, pero ¿lo es también ahora? ¿Se puede ser fiel, individual e institucionalmente, sin un serio esfuerzo de traducción de lo inicial a lo actual? Como veremos más adelante, eso no es posible, pero la tentación, repito, es muy fuerte. La llamo tentación porque resulta atractiva para quienes se sienten perdidas en este mundo confuso, porque es atractiva para las instituciones que ven perder a un ritmo acelerado el sentido de sí mantenido hasta hace muy poco, bien porque envejecen, bien porque se perciben obsoletas en sus quehaceres. La llamo tentación porque en el fondo lo que atrae es la necesidad de seguridades.
En este sentido, creo que el mandato “¡sé fiel a ti misma!” puede convertirse en una trampa para la fidelidad. En el contexto eclesiástico clerical resuena, institucionalmente, como una arenga al inmovilismo. Cuando se pide y se ordena a alguien o a una institución ser fiel a sí misma, se pretende con frecuencia que esa persona o institución busquen en sí aquello inmutable, lo que no cambia ni debería cambiar. “Sé fiel a ti misma” parece entenderse como, “adapta el cambio a lo estático, acomoda lo dinámico y libre a lo pasivo y sometido”.
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