A ver qué se puede hacer. Lorrie Moore
A ver qué se puede hacer
LORRIE MOORE
La mayor parte de los artículos de este libro son lo que pudo hacerse, al menos lo que pude hacer yo, cuando me metí de lleno a observar lo que los otros pudieron hacer: respuestas culturales a respuestas culturales.
En paralelo a su destacada carrera como escritora de ficción, Lorrie Moore ha colaborado en diversas publicaciones con artículos sobre literatura y escritura, arte, películas, series y política actual, entre otros temas.
A ver qué se puede hacer es la selección que Moore ha hecho de sus ensayos y reseñas escritos a lo largo de más de treinta años que van de Philip Roth a Margaret Atwood y Alice Munro; del affaire Clinton-Lewinsky a Barack Obama; de Titanic a The Wire y True Detective; de Anaïs Nin a Lena Dunham.
Una colección de reflexiones y lecturas sin desperdicio con la mirada certera y perspicaz de una de las escritoras más reconocidas de la literatura estadounidense de los últimos tiempos.
“Excelente… Brillante… Este libro inundó mis venas de placer”.
DWIGHT GARNER, The New York Times
A ver qué se puede hacer
Ensayos, reseñas y crónicas
LORRIE MOORE
Traducción de Cecilia Pavón
Anatole Broyard (1920-1990)
Barbara Epstein (1928-2006)
Robert Silvers (1929-2017)
INTRODUCCIÓN
El título de este libro –A ver qué se puede hacer– no es un alarde sino una instrucción. La recibí con casi cada nota que me envió Robert Silvers, el editor de The New York Review of Books. Él me pedía que considerara escribir sobre algo (normalmente acababa de enviarme por FedEx un libro hasta la puerta de mi casa) y después me consultaba amablemente por mis intereses: quizás podía echarle un vistazo a esto o aquello. “A ver qué se puede hacer”, concluía la nota invariablemente. “Con cariño, Bob”. Era un pedido mágico y sugería la posibilidad de sorprenderse. Quizás una puerta se abriera y yo la atravesara, pero habría sido Bob el que habría colocado esa puerta ahí en primer lugar.
La mayor parte de los artículos de este libro son lo que pudo hacerse, al menos lo que pude hacer yo, cuando me metí de lleno a observar lo que los otros pudieron hacer: respuestas culturales a respuestas culturales. A pesar de ser personales e idiosincráticos, en líneas generales, estos textos pueden entrar en la categoría de “reseñas”, aunque cuando una reseña alcanza cierta longitud puede cumplir los requisitos para ser un “ensayo crítico”, y cuando es lo suficientemente sucinto puede ser un comentario. (Los comentarios no son necesariamente inferiores: tengo la creencia de que Bette Davis debería haber ganado el Premio Nobel por “La vejez no es un lugar para maricas”, una línea que el propio Bob Dylan podría envidiar). Los ensayos, las reseñas, las meditaciones ocasionales, están todos incluidos aquí. Si realmente existe una razón para juntarlos, incluso de forma selectiva, es algo que no puedo responder. Pero puedo decir que los reuní porque, al mirar mi vida de décadas como escritora de ficción, me di cuenta de que otro rastro se había formado: una vida secreta de pequeñas prosas sobre misceláneas. Y me pregunté si eran una especie de viaje, o quizás también toda una travesía.
Los artículos empiezan en 1983 en la revista literaria de Cornell Epoch (donde escribí reseñas de libros de Margaret Atwood y Nora Ephron), y terminan, justo al cumplirse cincuenta años del Verano del Amor, con un texto sobre Stephen Stills: treinta y cuatro años de, bueno, cosas. He tenido piedad y no he incluido absolutamente todo, aunque dé la impresión de que sí. A fines de la década de 1980, una vez me presentaron a alguien en una fiesta que dijo: “Oh, yo te conozco, reseñas libros”, y me sentí muy mal. Después de que mi primer libro de cuentos se publicara, Anatole Broyard, que en ese momento era uno de los editores del New York Times Book Review, fue el primero en llamarme a mi oficina en Wisconsin y ofrecerme trabajo. Levemente aterrada, acepté todos sus encargos. “Creo que me he vuelto la esclava de Anatole Broyard”, le dije a mi novio de aquel momento. “No sé cómo parar”. Y en efecto, seguramente escribí demasiadas reseñas diciéndome a mí misma que necesitaba el dinero.
Pero sigo creyendo que un escritor de ficción que hace una reseña lleva adelante una tarea esencial. Muy pocos artistas reseñan el trabajo de sus compañeros escultores, o pintores, o bailarines, o compositores, y la conversación termina quedando en manos de personas que no practican el arte en cuestión. Aunque haya habido algunas excepciones, y aunque los directores de cine de la Nouvelle Vague francesa hayan comenzado como críticos y el escultor Donald Judd haya escrito reseñas sobre sus compañeros, como lo hicieron Schumann, Debussy (bajo seudónimo) y Virgil Thomson, en líneas generales, el medio y el lenguaje de la crítica no les pertenece a los artistas. No se puede bailar una reseña de una obra de danza. No se puede pintar una reseña de la muestra de pintura de alguien. La crítica puede ser un campo exclusivo, pero ese aspecto suele ser mortificante para el artista, especialmente cuando se siente incomprendido y recuerda que los críticos nunca han intentado y mucho menos realizado el trabajo creativo que los mismos críticos se sienten envalentonados a evaluar. En palabras del jazzista Ben Sidran: “¡Los críticos! Ni siquiera saben flotar. Se quedan parados en la orilla. Saludan al barco”. O como Artistóteles escribió en la Política: “Aquellos que van a juzgar deben también ser realizadores”. Invirtiendo el sentido, quizás aquellos que son realizadores deben entonces ser jueces… una vez cada tanto. Entonces, las contribuciones a la conversación cultural por parte de los mismos artistas de la narrativa que hablen una lengua crítica clara que no asfixie y que no esté contaminada por la academia me parece una ciudadanía difícil pero obligatoria: el deber de un jurado. (El artículo más largo de este volumen, casualmente, es una defensa de un jurado).
Mi forma de hablar del trabajo de los otros, entonces, ha sido improvisada y no se ha basado en ninguna filosofía o teoría más que la falta de filosofía o teoría. Ha sido, de facto, supongo, la opinión de una realizadora. En cuanto a la técnica, constantemente he buscado la claridad y la organización, aunque no siempre lo he conseguido. A veces he hecho el esfuerzo minucioso para rastrear mis propios pensamientos sobre el intento de otra persona; a veces, incluyo inapropiadamente mi propia vida en la conversación para mostrar cómo el arte narrativo se entromete, encaja o no encaja en las vidas cotidianas de aquellos que lo están experimentando. Mi objetivo ha sido lo humano, pero también las excentricidades y particularidades del encuentro real con una obra, y no siempre evito las estupideces. A veces, me oriento hacia las estupideces para analizarlas, incluso si son mis propias estupideces. Con frecuencia, el artículo se construye circularmente, como un gato que circunda un lugar antes de echarse a dormir. Otras veces, me voy por las ramas. Por momentos, intento echar la cabeza hacia atrás lo máximo que puedo para mirar algo desde lejos sin perder el equilibrio. Y después intento moverme otra vez hacia adelante y echarme encima de lo que estoy mirando.
Cuando, en 1999, empecé a escribir para The New York Review of Books, que publicaba artículos firmados por personas con muchos más estudios que yo, pero que también me ofreció más espacio del que estaba acostumbrada a tener, mi actitud se volvió la misma que la del ingenioso marciano que acaba de aterrizar en un maravilloso y extraño planeta. Sin ningún plan y después de investigar lo necesario, me pregunté: “¿Qué es esto?”. Intenté comprender qué sentimientos contenía la obra, qué hacía sentirle al lector, qué decía sobre nuestro mundo y nuestras vidas y sobre los sentimientos que valoramos. Mi objetivo fue lo simple (aspiré a lo “decepcionantemente simple”) y verdadero. Busqué la valentía en la opinión a pesar de que mi propio temperamento no es especialmente valiente. Pero admiro la iconoclasia si no es demasiado relajada y gratuita. Si lo que el emperador llevaba puesto era una mezcla de cosas, intenté indicar exactamente eso. También intenté averiguar qué era lo que el emperador tenía en la cabeza, incluso si no se espera de nosotros