A ver qué se puede hacer. Lorrie Moore
de “compasivo”, ni el verbo “impactar”, ni ninguna forma del término “disfrutar”, que debería reservarse exclusivamente para los propios abuelos y otros familiares. Intenté no arrastrar a los lectores agarrándolos del cogote, y los hice marchar de párrafo en párrafo, de punto en punto, pero no siempre lo conseguí. Me permití apartes e idas por la tangente y anécdotas personales porque circunnavegar algo –la siesta del gato otra vez, vigilar que no se acerquen las serpientes– suele ser un enfoque útil. Las evaluaciones en primera persona me convocan (las reseñas de Dorothy Parker estaban llenas de ellas y las empleaba como espadas con falsa reluctancia) y, con frecuencia, el uso de la primera persona no es arrogante sino humilde, matizado y más preciso. No es obligación escribir siempre en la acreditada voz en tercera persona de Dios: si fallas en sonar como Dios (y seguramente fallarás), puedes terminar sonando como la solapa de un libro. El pronombre en primera persona puede ser una forma de defensa y es útil y preciso cuando se analiza la subjetividad y los numerosos detalles del arte de la narrativa. La primera persona sugiere que existe un encuentro específico al que se le presta atención. Da cuenta de la intersección de la vida de un lector individual y la cosa que ha sido leída. Le otorga oxígeno a la conversación, o al menos tiene la posibilidad de hacerlo. Revela que la crítica es una forma de autobiografía. Cuando una vez alguien me dijo “Tus críticas en The New York Review of Books son las únicas que realmente entiendo”, supe que no era un elogio: a lo que en verdad se refería esta persona era a la inteligencia compleja e impresionante erudición de los otros críticos de la publicación. De todas formas, yo decidí tomarlo como un elogio. (Cuando es posible una tiene que darse ánimo). En una ocasión, hace mucho, alguien me dijo que había una lista bien conocida de seis cosas que una reseña de libro siempre tiene que cumplir. Al escuchar esta afirmación, empecé a sudar. Con amabilidad, pregunté cuál era la lista, pero nunca me la dieron, ni la encontré en ninguna parte, así que seguí adelante sin conocer los requisitos oficiales. Y hasta el día de hoy sigo sin saber cuáles son esas seis cosas.
Empecé a escribir sobre televisión por accidente. No miré televisión de adulta y tampoco lo hice en la infancia, pues crecí en una casa en la que se desalentaba la televisión y se supervisaba estrictamente el tiempo que se pasaba frente al aparato. Leíamos la Biblia todas las noches antes de la cena, y la televisión se consideraba un poco malvada y perezosa y algo reservado para las ocasiones especiales. Como el ponche de huevo. Pero en 2010, cuando The Wire ya estaba en DVD, miré la serie en un atracón (también como el ponche de huevo) mientras vivía en la Baltimore de David Simons durante todo un verano, y después, intoxicada y deseando prolongar mi experiencia, busqué lo que otras personas tenían para decir, pero no encontré mucho escrito sobre la serie. Los periódicos de Londres tenían algunos artículos, pero había muy poco en la prensa estadounidense: nada en The New Yorker y solo algo extremadamente breve en The New York Times. Le pregunté a Bob Silvers si le interesaba algo para el The New York Review of Books, y rápidamente me dijo que sí. Su sensibilidad siempre fue vivaz, entusiasta, receptiva: una fuente de alegría para todos los que trabajaron para él. Era tan abierto en sus gustos e intereses que mostraba disposición ante prácticamente cualquier tipo de reseña cultural: meditaciones sobre política regional, informes sobre cualquier tipo de libro, serie de televisión, película o evento. La disposición es una hermosa cualidad en una persona. Mi ignorancia sobre un tópico jamás lo disuadió de intentar asignármelo. Empezó a ofrecerme cada vez más cosas de televisión para que mirara y viera qué podía hacerse. Rechacé solo unas pocas. Pero me metí con programas y películas en las que estaba genuinamente interesada y escribí sobre ellos a mi manera marciana. El que sais-je de Montaigne, un poco de luz, un poco de sorpresa, un poco de escepticismo, algo de asombro, los ojos un poco entornados, un poco de je ne sais quoi. Toma una cosa, estúdiala, sacúdela, hazla rebotar sobre una superficie quieta para ver cuánta vida imaginada y cuánta vida vivaz ha sido incluida en ella. ¿Navega? Observa. A ver qué se puede hacer.
SE ACABÓ EL PASTEL, DE NORA EPHRON
Nora Ephron, cuyo nombre suena como un neurotransmisor o una medicación para la sinusitis, y que se ha granjeado una reputación con ensayos periodísticos concisos, se ha reivindicado como una verdadera novelista con la publicación de Se acabó el pastel. Aunque ya se ha dicho mucho sobre la relación apenas velada del libro con el fin del matrimonio entre Ephron y el periodista de investigación Carl Bernstein, lo más interesante de Se acabó el pastel no son tanto sus detalles de roman à clef, sino más bien su mirada experimental respecto a la pregunta sobre si el arte autobiográfico puede funcionar como terapia. ¿Qué puede expurgar el arte?, ¿qué transformará necesariamente en sentimientos?, ¿de qué nunca rescatará a nadie? La narrativa de Ephron en sí parece no ser clara en cuanto a si el relato de las propias heridas es exorcismo, venganza o masoquismo. “Se necesitan dos personas para lastimarte”, dice Rachel Samstat, la narradora y protagonista de Ephron. “La que lo hace y la que te lo cuenta”. Es un comentario que deja entrever su propio dilema narrativo. Cuando la “que cuenta” es, a la vez, víctima y curadora de sus propias malas noticias, eso que se conoce como narrativa catártica, ¿no termina siendo, finalmente, un acto de automutilación? ¿Un dolor redundante? ¿“Nos contamos historias a nosotros mismos para vivir”, como dice Joan Didion, o, decididamente, hay involucrado allí algo más que eso?
En el libro de Ephron, la escritura de libros de cocina funciona como metáfora de la práctica artística. Rachel Samstat, que publica libros culinarios, embarazada de siete meses y madre de un hijo, se refugia en los electrodomésticos, la pasta italiana y los programas televisivos de cocina, mientras su esposo, Mark Feldman, un columnista de Washington D.C., se enamora silenciosamente de la esposa de un embajador; todo dentro de las residencias de la capital de nuestra nación. “Son cosas como esta las que nos llevaron a Camboya”, dice Rachel. La novela comienza cuando ella descubre el romance de Mark y termina algunas semanas después cuando finalmente suelta su matrimonio y le revela a su esposo su amada receta de vinagreta que previamente le había ocultado en un último intento por seducirlo. En el mundo de Rachel, la comida es poder y ruina, hobby y tejido social; las recetas pueden ahuyentar los malestares. Rachel recuerda la década del sesenta como una época en que la gente levantaba la vista y preguntaba: “¿De quién es esta mousse?”. Los años que siguieron son juzgados por ella como: “El pesto es el quiche de los setenta”. La sociedad de Rachel es autoconscientemente burguesa: “Decíamos todas esas cosas como si nunca las hubiéramos dicho antes, y discutíamos sobre ellas como si nunca hubiéramos discutido antes sobre ellas. Luego, todos decidíamos si deseábamos ser cremados o enterrados”. El suyo es un mundo vagamente similar al del jet set, hecho de terapeutas de talk shows, cenas en casas de famosos, abultadas facturas de American Express y lujosas casas de campo. El materialismo lucha contra la poesía no deseada, contra la neurastenia no bienvenida: “Muéstrame una mujer que llora cuando un árbol pierde sus hojas en otoño –dice Rachel–, y te mostraré un verdadero hijo de puta”.
El éxito de la novela de Ephron como arte depende, de cierta forma, de su falta de eficacia como venganza. Su generosa inhabilidad para presentar un retrato completamente desagradable de Mark (quien corteja con encanto a Rachel, canta sus tontas canciones, conversa amorosamente con ella sobre sus dos cesáreas) conmueve genuinamente al lector, a pesar de que revela el hecho de que Ephron sigue sintiendo afecto por la figura de su esposo al imbuir de sentimiento a un hombre que no parece haberse ganado la clemencia agridulce que gran parte del retrato le otorga. Sin embargo, su personaje soporta los momentos más maliciosos de la novela gracias a ese retrato. Al final, Rachel da la impresión de ser su propia víctima: sola, sin haberse vengado, marcada por los desgarros definitivos en su cuerpo y en su vida.
Como sabe cualquiera que ha comido parado frente a la mesada de una cocina, cocinar puede ser un acto de gratificación terriblemente retardado. Las cosas deben ser trozadas, guisadas, hervidas a fuego lento, y el impulso que le dio nacimiento a todo puede disiparse en el trajín culinario. Se acabó el pastel de Ephron, como muchos actos de represalia literaria, ha necesitado demasiado tiempo y oficio como para ser un golpe potente dirigido a alguien: la preparación cuidadosa ha ablandado y suavizado los ingredientes. Se parece más a una revisión que a una venganza; tiene menos rencor expresado activamente que ingenio insertado