La seducción de los relatos. Jorge Panesi

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      LA SEDUCCIÓN DE LOS RELATOS

      Jorge Panesi

      “Cuando la narración retrocede frente a la inenarrable experiencia, los intelectuales proveen relatos y contrarrelatos. Los políticos enarbolan estadísticas y porcentajes, que son la nada misma si no se insertan en una narración que los haga consumibles. Por eso el título La seducción de los relatos, por la seducción que, consciente o inconscientemente, los medios masivos, la cultura y la política en general tienen por el relato literario, pero también la seducción de la literatura y de la crítica por insertar sus narrativas en un contexto de difusión más amplio”. (Del prólogo del libro).

      Con una mirada sumamente aguda, producto de una invisible confabulación urdida a lo largo de cincuenta años entre la enseñanza, la escritura y la lectura, Jorge Panesi analiza las polémicas y discusiones ocurridas durante los últimos tiempos en el contexto político y vital del siglo XXI.

      La seducción de los relatos es un libro imprescindible para reflexionar sobre los nuevos alcances y significaciones del binomio “literatura y política”, y un aporte fundamental y esperado de uno de los críticos más originales de la Argentina.

      JORGE PANESI

      La seducción de los relatos

       Crítica literaria y política en la Argentina

      Para Santos

      PRÓLOGO

      La cuna del hombre la mecen con cuentos.

      LEÓN FELIPE

      La contracara de [la] decadencia [de la narración] es el surgimiento de la crítica literaria como género, incluso como género absorbente y exclusivo.

      CÉSAR AIRA

      Este ejercicio de recopilación de artículos dispersos tiene como fondo, o como paisaje, mi vejez, por lo tanto, escribo con cierta extrañeza, pero sin ninguna nostalgia o melancolía. La posible (o esquivada) melancolía podría tener su causa en la sombra del testamento que acecha impertinente la inevitable lucidez de los viejos. Debido a su carácter testamentario, escribir es siempre convocar al futuro, a las sombras engañosas de la esperanza (el lector y la lectura son, con todos sus equívocos, la esperanza de quien escribe).

      Pero no se crea que hay aquí un gesto presuntuoso: catalogar un libro como un testamento es suponer a priori que hay algo que legar, algo valioso que se cuida o se preserva mediante la confianza depositada en el anonimato indescifrable de un futuro. Porque no hay nada más incierto que una herencia. Arrojar una moneda o una piedra al aire o al mar: quien escribe apuesta a la esperanza que no tiene rostro y que esquiva toda certeza. El que escribe, paradójicamente, escribe para un porvenir, pero él mismo está ciego a cualquier eventualidad del futuro. Y siempre cuenta, a modo de consuelo, con la gracia irónica y justiciera del olvido.

      Es el exacto contrario de quien enseña: los rostros y las palabras de aquellos que aprenden se dibujan a diario y dan todas las señales de receptividad y de desdén posibles, y aunque el futuro parece encarnarse en esa certeza presencial, el legado del maestro no es menos volátil. Salvo que el cara a cara le permite una satisfacción inmediata. Con todos sus peligros, porque el engaño podría así acrecentarse. Quien enseña tampoco sabe inequívocamente qué espejismos, identificaciones o resistencias han provocado sus palabras. Se pregunta, en una cultura del provecho y del éxito, para qué han servido sus discursos, sus especulaciones, más allá de los sentimientos de empatía o de rechazo (que son el núcleo que se esconde en una relación intelectual). El consuelo de quien enseña literatura va de la mano con la incertidumbre de su objeto: a alguien, seguramente, sus monólogos o sus diálogos le habrán servido para algo, aunque este servir no esté en el derrotero exacto de sus deseos o pretensiones.

      Si leer, más que enseñar o escribir, es el legado de una enseñanza, su actividad propia y también el destino anhelado de quienes escriben, la lectura se ocupará siempre de lo incierto, de lo indeterminado, de las catástrofes y de las felicidades fortuitas, impredecibles. Una lectura solamente puede legar aciertos que quedan acotados por las circunstancias, pues el verdadero provecho de una lectura consiste en los errores en los que las circunstancias también obran. La opinión común dice con apabullante resignación que solo se aprende de los errores y desaciertos. Esta teoría vulgar de la experiencia debería extenderse desde una subjetividad aislada que actúa y se equivoca hacia todos los grupos que pretenden legar algo y al legado mismo.

      Sea como fuere, enseñar y escribir construyen el andamiaje material del discurso crítico, son el sostén que rige el entramado institucional de la escritura crítica contemporánea. Esta matriz bifronte hace que sea un mandato conciliar la oralidad fugitiva (que sin embargo también se escribe) con la escritura misma que se autofigura como trascendencia, como una pretensión de apartarse con un empinamiento orgulloso de los negocios de todos los días.

      Si hay una ocupación –algo maltrecha y casi extinta– que llamamos “crítica literaria”, esta se refugia y prospera casi únicamente en una institución de enseñanza, en los claustros universitarios. La crítica literaria académica es hoy casi la única en su género, sobreviviente de varios naufragios y suaves cataclismos culturales que le han dado su configuración universal y hegemónica.

      Por consiguiente, enseñar y escribir (esta es la fórmula obligada de la investigación en las aulas universitarias) dará como resultado lo que Alberto Giordano llama “un profesor que escribe”. Mi fórmula, lo confieso, sería idéntica, pero con la salvedad o el remordimiento de haber escrito poco.

      El profesor que escribe muchas veces cree conciliar lo disímil, opuesto o enfrentado, en una especie de drama donde el tiempo y la energía deben repartirse como si fuese un bígamo que voluntariamente se ata a dos hogares, que en rigor son dos mundos o dos leyes diferentes. Sin embargo, esta aparente contradicción o estas finalidades contrapuestas se concilian en una actividad que es el producto de una alquimia o de un malabarismo, o quizá del resultado de unos avatares biográficos contingentes y a la vez necesarios.

      No digo nada nuevo, nada que no haya apuntado en los años de Tel Quel Roland Barthes (gurú, faro, modelo, personaje reverenciado por la crítica argentina). Las diferencias que establece Barthes entre el discurso pedagógico sobre la literatura (el profesor), la investigación (cuyo modelo sería la tesis y el tesista) y la escritura que es el valor más alto en “Écrivains, intellectuels, professeurs” (1971) exhiben lo que acabamos de llamar “un tironeo”, aunque verdaderamente sería un desajuste entre los deseos y las aspiraciones culturales o sociales de cuantos abrazaron por interés o por necesidad el discurso académico y la crítica literaria. Lo que describe Barthes es la condición de posibilidad y de imposibilidad de la crítica, vale decir, las condiciones bajo las cuales actualmente enseñamos y escribimos.

      El tironeo o el desacuerdo entre enseñanza y escritura se produce por una especie de recurrente sueño de libertad que suele esperanzar a los críticos académicos (es decir, a casi todos). Más que un sueño, la apetecida libertad depende, sin embargo, del cumplimiento de los propios logros de un discurso que, independientemente de ciertas florituras o apetencias estéticas, se declara inmerso en propósitos relacionados con el saber. La crítica es iluminista; la literatura, no necesariamente.

      Algunos hijos pródigos de la crítica académica, pesarosos por lo que consideran un lastre que parece humillarlos, se quejan del legado universitario, lo disimulan o lo travisten según los repartos de dones con que la competencia y la destreza los han favorecido. Es un lugar común de los críticos universitarios lamentarse por las condiciones o por las prácticas claustrales que condicionan el trabajo, la investigación o la escritura misma. Como si a la crítica académica le fuera connatural renegar de cualquier academicismo. Al cumplir con un conjunto de normas y leyes no siempre explícitas, pero igualmente inflexibles, lo quieran o no, deben pagar tributo a la institución que les permite existir. Porque la vida fuera del vivero académico les resulta difícil y tortuosa. El rótulo de profesor o de escritor (o de ambos simultáneamente)


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