La seducción de los relatos. Jorge Panesi

La seducción de los relatos - Jorge Panesi


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y en repliegue, frente a otro “cultural y sociológico” que se desliza hacia una posición hegemónica. Repliegue o anacronismo que Kohan subraya (“[Premat y Contreras] hacen lo que ya casi no se hacía”70), y que Contreras defiende precisamente como una forma de intervención (o de resistencia) frente a la hegemonía de los objetos críticos “culturalistas”. Como lo advierte Contreras, el punto central de la disputa gira en torno del lugar y la dimensión que se asigna a la literatura, disuelta en vastas redes construidas por intereses culturales, y desaparecida en cuanto cualidad diferencial que hace de la experiencia de lectura quizá el único sostén de una especificidad. La pregunta que flotaría entonces es si “esa cosa del pasado” que ha llegado a ser la literatura se ha disuelto también, más allá de las discusiones académicas, en el mundo de la cultura lectora. “Aún no” sería nuestra obvia, timorata y esperanzada respuesta, a la que sigue otro interrogante: ¿las lecturas críticas que hiperconstruyen un corpus serían más interesantes porque darían cuenta de ese nuevo estado de inmersión cultural sin privilegios de la literatura? Como si la crítica literaria se ajustase a la perfección a un estado de la cultura. Paradójicamente, este proceder de la crítica académica culturalista71 la acerca a un modo de funcionamiento literario más allá de sus fronteras (donde la literatura, en efecto, pierde sus relieves), y la aleja a la vez de él, porque en la lectura extra-académica sí importa quién habla, y la pareja autor-obra sigue siendo una especie de vía regia naturalizada con la que se accede a la literatura. “El autor es una construcción social e histórica”: así define Foucault esta tenaz categoría, y es fácil ver que extramuros sus derechos se han intensificado.72 Pero, no menos que intramuros, pues el principal reproche que el mismo Foucault le hace a Derrida es que la écriture restablece los privilegios del autor; y así parece ser, si nos atenemos a las implicaciones que posee la aparentemente desubjetivizada nomenclatura con la que Derrida suplanta al autor: la noción de firma y de contra-firma.73

      Como la discusión sobre los corpus arrastra tras sí los principales nudos teóricos de los que somos fervorosos creyentes o agnósticos testigos (son los tópicos del postestructuralismo y del posmodernismo), insistiré sobre dos puntos centrales.

      Primer punto: “Radicalmente constructivista” sería la consigna crítica global que todos los críticos compartimos en mayor o en menor grado, y a la que Dalmaroni, desde una perspectiva historiográfica, como si se tratase de un vértigo, intenta ponerle un suelo o un freno seguro: quizá la historia no siempre sea ese vértigo, pero sí los vocabularios descriptivos, tan históricos como los hechos innegables que no arrojan su sentido de una vez y para siempre. Según las cauciones de Dalmaroni, la crítica literaria, lo quiera o no, mantendría presupuestos “realistas” (“las cosas siempre han de haber sucedido de alguna manera”),74 y lo dado de la historia es lo que determina “los posibles críticos”, el posible “histórico” y el posible “filosófico” (no una lógica narrativa a la manera de Bremond, sino la posibilidad histórica de construir narraciones críticas con sus corpus y con sus “límites” –y Dalmaroni insiste en la necesidad de los límites: “el corpus de autor es una clase de corpus histórico”, pero “no todo corpus crítico es un corpus histórico”–. Y agrego yo: en los corpus hiper-construidos, esta mínima determinación de historicidad (solo juega aquí la historicidad del propio crítico) otorga al “posible filosófico”75 una libertad tal, que este excedente multifacético convertiría la invención del corpus en el lugar de la literatura, o el lugar donde el crítico que con un gesto la destierra, con otro la recobra para acogerla en la estructuración de su propio discurso: hace literatura. Si Dalmaroni rechaza esta vía cognoscitiva “artística” para la crítica, Contreras, irónicamente (y a propósito de cierta aceleración futurista de Josefina Ludmer), la consiente como una prueba de la resistencia cultural de la literatura:

      […] es esta invención que adopta la forma de una aceleración hacia delante, la que la vuelve interesante –yo diría: inclusive literaria o artísticamente interesante que la literatura sea cosa del pasado–.76

      A propósito de esta ocurrencia de Sandra Contreras, podríamos no ya preguntar qué es un autor, sino qué clase de autor es un crítico, qué es un autor cuando se trata de un crítico. Habría varias respuestas: el crítico es un autor que siempre responde (a otro autor, a otro crítico, a variadas solicitaciones de su cultura); su escritura es una respuesta, porque escribe sobre otro texto, sobre otra firma y lo “contra-firma”; pero también y desde el funcionamiento cultural, un crítico se convierte en autor cuando aparece en los medios.

      Las distinciones teóricas que establece Miguel Dalmaroni son instrumentos útiles y claramente reflexionados para meditar con mayor rigor el trabajo sobre los corpus, pero en la medida en que por una u otra razón histórica, ese suelo las legitima a todas (con excepción, quizá, del “corpus crítico” hiper-construido del que se toman distancias y prevenciones),77 cabe preguntarse por la disputa institucional –si es que existe tal polémica inconciliablemente establecida–. La respuesta de Dalmaroni sería doble: por una parte, las instituciones académicas argentinas son más benevolentes a la hora de juzgar y de seleccionar a sus miembros, por lo tanto, el problema del corpus solo tiene una dimensión epistemológica o de práctica crítica.78 Por otra parte, la dicotomía en forma de polémica (“corpus de autor” versus “corpus crítico”) restringe los posibles críticos, con el peligro intrínseco de entrañar un dogmatismo metodológico. Por mi parte, añadiría que desde un dogmatismo enarbolado en la comunidad crítica a un dogmatismo institucional –como lo prueban los años del estructuralismo en Francia–, no hay demasiado79 trecho. Es trivial decirlo: la hegemonía institucional de los procedimientos críticos depende de una pugna de fuerzas cuyo resultado se nos aparece hoy como un azar histórico.

      Segundo punto: la totalidad y la tentación de los grandes relatos. Martín Kohan insiste en la “vocación de totalidad” que impregna los propósitos explicativos en las lecturas sobre el corpus de un autor; la llama “una vuelta”, esto es, un retroceso en las prácticas críticas, un retroceso hacia las “lecturas modernas”, que también implicarían la apelación a los grandes relatos como explicación última (el psicoanálisis para Premat, las vanguardias históricas para Contreras). No me parece que la insistencia en las totalidades sea una exclusividad de los corpus de autor; hay ostensiblemente una vocación totalizante en muchas construcciones culturalistas, quizá porque la crítica literaria académica sea hija de los sistemas, sistemática por naturaleza. Cuando todavía era un work in progress mostré para lo que sería luego El cuerpo del delito ese afán sistemático de Josefina Ludmer y sus esfuerzos anárquicos por desequilibrarlo.80 Y en estos tipos de corpus crítico, al revés de lo que piensa Kohan, la tentación de la totalidad se hace presente a cada paso, insiste. Como creo que insiste, a pesar del convincente desmontaje que realiza del relato mítico de San Martín, aunque más no sea en la fascinación por un objeto “total” que ocupa, en el relato del propio Kohan, todas las posiciones culturales posibles. Pero existe otra totalidad para la crítica argentina que se muestra como una atracción, y hasta como una instigación: un conjunto virtual o fantasmático, cuyo relato intenta como si se tratara de un imperativo en el que mide sus fuerzas, y del que vuelve a trazar la silueta de una totalidad explicativa que, a la vez, debe ser explicada: la literatura argentina como totalidad a trazar, o más bien, la tentación de escribir una (otra) “historia de la literatura argentina”. Es ese su relato privilegiado, su relato total, en parte porque la literatura argentina, en la versión académica, nació con Rojas al mismo tiempo que escribía su historia. La vocación historicista de la crítica argentina. La reciente tentación de Martín Prieto81 muestra otra manera por la que, entre nosotros, un crítico se vuelve autor: firmando el corpus total y virtual de la literatura argentina con su nombre, y también con el anonimato esencial –el mismo de Foucault– que implica la herencia crítica de la tradición, y las discusiones críticas contemporáneas que van más allá de uno o muchos nombres. Las historias de la literatura argentina no son tanto el sesgado relato de una totalidad, sino más bien un estado recapitulativo de la propia crítica acerca de sí misma, un espejo que le devuelve diferentes caras en el intento de sintetizar en una sola narración los múltiples relatos que la constituyen.


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