Don Quijote de la Mancha. MyBooks Classics

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celos, ponedme un hierro en estas manos!

       Dame, desdén, una torcida soga.

       Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,

       vuestra memoria el sufrimiento ahoga.

      Yo muero, en fin; y, porque nunca espere

       buen suceso en la muerte ni en la vida,

       pertinaz estaré en mi fantasía.

       Diré que va acertado el que bien quiere,

       y que es más libre el alma más rendida

       a la de amor antigua tiranía.

       Diré que la enemiga siempre mía

       hermosa el alma como el cuerpo tiene,

       y que su olvido de mi culpa nace,

       y que, en fe de los males que nos hace,

       amor su imperio en justa paz mantiene.

       Y, con esta opinión y un duro lazo,

       acelerando el miserable plazo

       a que me han conducido sus desdenes,

       ofreceré a los vientos cuerpo y alma,

       sin lauro o palma de futuros bienes.

      Tú, que con tantas sinrazones muestras

       la razón que me fuerza a que la haga

       a la cansada vida que aborrezco,

       pues ya ves que te da notorias muestras

       esta del corazón profunda llaga,

       de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,

       si, por dicha, conoces que merezco

       que el cielo claro de tus bellos ojos

       en mi muerte se turbe, no lo hagas;

       que no quiero que en nada satisfagas,

       al darte de mi alma los despojos.

       Antes, con risa en la ocasión funesta,

       descubre que el fin mío fue tu fiesta;

       mas gran simpleza es avisarte desto,

       pues sé que está tu gloria conocida

       en que mi vida llegue al fin tan presto.

      Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo

       Tántalo con su sed; Sísifo venga

       con el peso terrible de su canto;

       Ticio traya su buitre, y ansimismo

       con su rueda Egïón no se detenga,

       ni las hermanas que trabajan tanto;

       y todos juntos su mortal quebranto

       trasladen en mi pecho, y en voz baja

       -si ya a un desesperado son debidas-

       canten obsequias tristes, doloridas,

       al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.

       Y el portero infernal de los tres rostros,

       con otras mil quimeras y mil monstros,

       lleven el doloroso contrapunto;

       que otra pompa mejor no me parece

       que la merece un amador difunto.

       Canción desesperada, no te quejes

       cuando mi triste compañía dejes;

       antes, pues que la causa do naciste

       con mi desdicha augmenta su ventura,

       aun en la sepultura no estés triste.

      Bien les pareció, a los que escuchado habían, la canción de Grisóstomo, puesto que el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él había oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio del buen crédito y buena fama de Marcela. A lo cual respondió Ambrosio, como aquel que sabía bien los más escondidos pensamientos de su amigo:

      -Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que cuando este desdichado escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien él se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia de sus ordinarios fueros. Y, como al enamorado ausente no hay cosa que no le fatigue ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los celos imaginados y las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con esto queda en su punto la verdad que la fama pregona de la bondad de Marcela; la cual, fuera de ser cruel, y un poco arrogante y un mucho desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna.

      -Así es la verdad -respondió Vivaldo.

      Y, queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visión -que tal parecía ella- que improvisamente se les ofreció a los ojos; y fue que, por cima de la peña donde se cavaba la sepultura, pareció la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas, apenas la hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ánimo indignado, le dijo:

      -¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición, o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su abrasada Roma, o a pisar, arrogante, este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello de que más gustas; que, por saber yo que los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.

      -No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho -respondió Marcela-, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos.

      »Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros.

      Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir Quiérote por hermosa; hasme de amar aunque sea feo. Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades?

      Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo; que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y, así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de


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