Los conquistadores españoles. Frederick A. Kirkpatrick
Monserrat, Santa María la Antigua, Santa María la Redonda, Santa Cruz. Navegando a Occidente descubrió la extensa isla de Puerto Rico y, por último, llegó a la Española, donde halló el fuerte de Navidad incendiado y ningún superviviente de entre sus ocupantes, «a los cuales habían muerto los indios, no pudiendo sufrir sus excesos porque les tomaban sus mujeres y usaban dellas a su voluntad, y les hacían otras fuerzas y enojos»; así dice Oviedo, que dio crédito al testimonio de los indios, únicos testigos supervivientes.
Colón disimuló su pesar, con objeto de mantener relaciones amistosas con los indios vecinos; procedió a la ocupación, trazando el plan de una ciudad, a la que llamó Isabela, y nombró regidores y dos alcaldes. Las instituciones municipales habían asegurado en España la Reconquista e iban ahora a ser en América la base de la conquista. Todos los conquistadores posteriores se cuidaban de afirmar su desembarco estableciendo una ciudad, la cual, aunque sólo contuviese unos 20 vecinos viviendo en cabañas de madera, tenía, sin embargo, todo el carácter de una comunidad cívicamente organizada con jurisdicción sobre toda la región circundante.
Una partida exploradora salió para Cibao capitaneada por Alonso de Ojeda, un típico conquistador, pequeño de estatura, pero fogoso, hábil, alegre, valiente y no demasiado escrupuloso, fuerte y experimentado en todas las prácticas atléticas y militares, gustando de los más diabólicos alardes de fuerza y nervios, siempre en lo más fragoso de la batalla, sin haber sido herido hasta su último combate. El mismo almirante, para impresionar a los indios, cruzó las tierras con todos los hombres hábiles, poniendo delante a los pocos jinetes con que contaba, que eran mirados con horror por los indígenas, los cuales imaginaban que el hombre y el caballo formaban un mismo ser monstruoso, hasta que, viendo al jinete desmontado, se renovaba su admiración. Pero hubo que dejar muchos enfermos en la Isabela, pues el lugar era infeccioso; estalló la fiebre y costó muchas vidas. Todos, incluyendo a los sacerdotes y caballeros aventureros, habituados al lujo, tuvieron que sufrir los rigores del acortamiento de raciones y la necesidad de trabajar aun con hambre y fiebre.
Ya había cundido el descontento entre los españoles y habían aumentado los conflictos con los nativos cuando Colón partió en la Niña, en viaje de descubrimiento; dejó como representante suyo en la isla a su hermano Diego y puso a un caballero aragonés, Margarit, al frente de fuerzas suficientes para explorar y dominar el interior, ordenándole tratar bien a los indios, pero autorizándole para «si halláredes que alguno de ellos hurten, castigadlos cortándoles las narices y las orejas, porque son miembros que no podrán esconder».
Cinco meses estuvo ausente el almirante, descubrió la feraz y bella isla de Jamaica y exploró la costa meridional de Cuba, esforzándose por probar su continuidad o conexión con los dominios asiáticos del Gran Kan. Pero, hostilizado por el mal tiempo y enredado en los bajíos e isletas que él llamó el Jardín de la Reina, tuvo que contentarse con obligar a sus hombres a que se juramentasen en la opinión que tenían entonces respecto a Cuba, amenazándoles, si la negaban alguna vez, con perder la lengua, además de otros castigos. Por lo pronto, esta opinión coincidía con su propia esperanza de que Cuba formaba parte de un Continente.
Rendido por la ansiedad y el cansancio, volvió el almirante a la Isabela, sumido en un sopor letárgico, y estuvo enfermo varios meses. Durante su ausencia había llegado de España su hermano Bartolomé, que de entonces en adelante había de ser su mano derecha. El almirante le nombró adelantado de las Indias; pero el gobierno se hacía difícil. Margarit, en vez de explorar y conquistar el interior, se quedó en la fortaleza, maltratando a los indios y a sus mujeres; y, por último, víctima de una enfermedad infecciosa que se extendió entre los españoles, se escapó a España en compañía del sacerdote Buil, para burlarse allí de la quimera del oro y propalar tendenciosos informes. La historia de la Isabela está llena de enfermedades, mortandad, escasez y amenazas de sublevaciones. Los indios mataban a cada español que se extraviaba; pero una masa de hombres desnudos, con cachiporras y estacas puntiagudas, tenía que ser impotente ante las ballestas, arcabuces, lanzas y espadas del pequeño ejército colombino de 200 soldados. Cada batalla era una carnicería, y se soltaban perros salvajes a los indefensos fugitivos, predestinados a desaparecer de estas islas en poco más de una generación. Colón estableció un impuesto de oro en polvo por cabeza, que sus súbditos no podían pagar, y embarcó 500 de ellos para venderlos como esclavos en España, los más de los cuales murieron. Sus últimos esfuerzos para obtener un provecho de sus dominios mediante el tráfico de esclavos se vieron frustrados por la decisión de Isabel de que sus vasallos no debían ser sometidos a la esclavitud[4].
Los nativos, hartos ya de alimentar a estos voraces huéspedes, dejaron de labrar la tierra. Siguió el hambre, dolorosa para los españoles, pero destructora para los indígenas. Aventureros descorazonados regresaban a España sin oro, pero «amarillos como el oro».
En octubre de 1495 llegó un comisionado real que asumió una arrogante autoridad. Seis meses más tarde salió Colón para España acompañado por el representante de la corona, dejando en su lugar a su hermano Bartolomé, al que luego envió órdenes de establecer un puesto en la costa meridional, donde había mucho oro. La ciudad de Isabela fue abandonada a la selva y, según se decía, a los fantasmas e hidalgos que rondaban por las calles desiertas. La ciudad recién fundada de Nueva Isabela, más tarde conocida por Santo Domingo, fue durante medio siglo la residencia central del Gobierno de las Indias españolas. Entretanto, el almirante, que había traído a España algunas muestras de oro y había presentado a la corte un «rey» indio decorado con una pesada cadena de oro, anunció que había descubierto el Ofir de Salomón. Obtuvo una generosa acogida por parte de los soberanos, nueva confirmación de sus privilegios y más distinciones honoríficas.
Pero esta vez no había multitud de voluntarios que acompañara a Colón a su vuelta a la Española. Corrían voces de que eran más las penalidades que el provecho. Tan difícil resultaba reclutar gente, que se indultaba a los criminales que quisieran marchar a las Indias. Al cabo de un año se enviaron provisiones a la Española, y pasados un par de años angustiosos y llenos de contratiempos, zarpó Colón con seis barcos. En el momento del embarque el virrey-almirante derribó y dio de puntapiés a un oficial que le había irritado, incidente que no fue del todo trivial, pues contribuyó, según Las Casas, a que Colón cayera en desgracia dos años después.
El almirante, tras enviar la mitad de su flota directamente a la Española, tomó un rumbo más meridional que la vez anterior, y, alcanzando el objetivo que se proponía, entró entre la isla denominada por él Trinidad y el Continente, a través de los estrechos que llamó Boca de la Serpiente y Boca del Dragón, asombrándose del contraste entre el agua salada y el enorme caudal de agua dulce que manaba de las bocas del Orinoco. Pensó, muy acertadamente, que un río tan ancho debía de correr por un gran Continente que se extendiese hacia el Sur, pero añade que dicho río mana del Paraíso terrenal. Explica que la Tierra no es por completo esférica, sino que tiene forma de pera, y que una proyección representando la cola de la pera se eleva al cielo partiendo del Ecuador, y el Paraíso está en lo alto de esta proyección. Sostiene haber hallado «el fin de Oriente», pero añade, en lo cierto: «Vuestras Altezas tienen acá otro mundo de adonde puede ser acrecentada nuestra santa fe, y de donde se podrán sacar tantos provechos.» Había, en efecto, algo fantástico en esta tierra, cuyos oscuros habitantes llevaban por todo vestido ristras de perlas. Los españoles habían descubierto las pesquerías de perlas de Paria y adquirían perlas al peso, ya por nada, ya cambiándolas por abalorios de vidrio.
Los lugartenientes del almirante cortaron ramas de los árboles en señal de toma de posesión, pues Colón, postrado por una enfermedad y temporalmente ciego, no pudo desembarcar en el Continente recién descubierto por él (agosto de 1498). Tampoco pudo continuar el viaje rumbo al Oeste -lo que hubiera resuelto sus incertidumbres geográficas-, pues las provisiones tan necesarias en la Española se estaban deteriorando por el clima tropical.
Ya en la Española se encontró con que su hermano —un extranjero entre aventureros buscadores de oro— había fracasado en su gobierno. El alimento escaseaba. La población nativa, diezmada en las frecuentes sublevaciones, había disminuido notablemente, y los españoles, divididos en dos campos, luchaban los unos contra los otros. Roldán, dejado por el almirante de juez en la isla, se internó tierra adentro, se