Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan

Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan


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y realistas, y todavía tengo que lidiar con Kez.

      —Y debes gobernar una nación.

      —Por suerte, eso se lo dejaré a la junta.

      Ricard puso los ojos en blanco.

      —Realmente tienes suerte. Aborrezco trabajar con los otros. Necesitamos tu mano equilibradora para evitar que nos pasemos el tiempo atacándonos mutuamente.

      —Estoy de acuerdo —dijo Ondraus.

      El tesorero entró en la habitación a paso lento, con el bastón en una mano y un libro de registros debajo del brazo. Cruzó el salón y arrojó el libro sobre el escritorio del rey, luego se dejó caer en la silla que estaba detrás del escritorio.

      Tamas se abstuvo de protestar. Habría jurado que se había levantado polvo del libro. Se acercó. Era un tomo antiquísimo, con letras bordadas con hilo de oro en la cubierta; una palabra en deliví antiguo. Algo relacionado con el dinero, supuso. Ondraus abrió el libro. Las páginas parecían estar casi negras. Al mirar más en detalle, Tamas vio que se trataba de una escritura diminuta: letras y números en casilleros, tan pegados que se necesitaba una lupa para leer las cifras.

      —El tesoro del rey está vacío —anunció Ondraus. Extrajo una lupa de su bolsillo y la colocó sobre la página; miró a través de ella mientras leía detenidamente algunas cifras al azar.

      Ricard inhaló bruscamente, y se atragantó con el pastel.

      Tamas miró al tesorero.

      —¿Cómo es posible?

      —No había visto esto desde que murió el Rey de Hierro —respondió Ondraus haciendo un gesto en dirección al tomo—. En él se ha anotado cada transacción hecha en nombre de la corona durante los últimos cien años, hasta el último krana. Estuvo en manos de los contadores personales de Manhouch desde que asumió el trono. Llevaban un registro estricto; eso es lo mejor que puedo decir de ellos. Según esto, no hay un solo krana en el tesoro del rey.

      Tamas cerró los puños para evitar que le temblaran las manos. ¿Cómo pagaría a sus soldados? ¿Cómo alimentaría a los pobres? ¿Y cómo financiaría las fuerzas policiales? Necesitaba cientos de millones; había tenido la esperanza de que al menos hubiera algunas decenas.

      —Impuestos —dijo Ondraus, cerrando el libro con fuerza—. Lo primero que debemos hacer es subir los impuestos.

      —No —repuso Tamas—. Sabes que esa no es una opción. Si reemplazamos a Manhouch con impuestos aún más elevados y un control más estricto, en menos de un año las cabezas que caerán en una cesta serán las nuestras.

      —¿Por qué deberíamos subir los impuestos? —El archidiocel Charlemund entró majestuosamente en la oficina, con su larga sotana púrpura arrastrándose detrás. Era un hombre alto, fuerte y atlético, que a su mediana edad no había perdido la fuerza de su juventud como le sucedía a la mayoría de los hombres. Tenía un rostro rectangular, unos atractivos ojos color café y las mejillas perfectamente afeitadas. Vestía de seda y finas pieles, con un sombrero dorado y redondo sobre la cabeza. En los dedos llevaba anillos con suficiente oro y piedras preciosas para comprar una docena de mansiones. Pero eso no era algo fuera de lo común para un archidiocel de la Iglesia Kresim.

      —Veo que ha traído todo el vestuario —dijo Ricard.

      Tamas inclinó la cabeza.

      —Charlemund —dijo.

      El archidiocel aspiró un poco de aire.

      —Soy un hombre de la Cuerda —dijo—, tengo un título que puede usar, aunque me pesa tener que infligirlo.

      —¡Eminencia! —Ricard hizo el gesto de quitarse un sombrero e hizo una reverencia exagerada.

      —No pretendo que un hombre como usted lo entienda —le dijo el archidiocel—. Lo retaría a duelo, pero es demasiado cobarde para eso.

      —Tengo gente que lo haría por mí —replicó Ricard. Hubo un resquicio de temor en su mirada. El archidiocel había sido el mejor espadachín de los Nueve antes de su nombramiento como hombre de la Cuerda, y aún solía retar a hombres a duelo de vez en cuando y, aunque fuera un sacerdote, los destripaba sin piedad.

      —Bienes —le dijo Tamas al tesorero—. Ahora que todos los nobles y sus herederos están a punto de probar el filo de la guillotina, somos dueños de media Adro. Ondraus, supongo que esto te dará un gran placer: liquida los bienes. Poco a poco, pero con suficiente rapidez para financiar los proyectos de los que hemos hablado. Vende fuera del país si hace falta, pero consíguenos algo de dinero, maldita sea.

      —Teníamos planes para esos bienes —dijo el archidiocel.

      —Sí, y…

      —¿Qué es lo que haremos con los bienes?

      Tamas suspiró. Lady Winceslav acababa de entrar en el salón con un vestido largo que podría haber competido con la sotana del archidiocel para ver cuál usaba la mayor cantidad de tela y joyas en su manufactura. Era una mujer de unos cincuenta años, de pómulos salientes y cintura delgada; llevaba pendientes de diamantes. Era dueña de las Alas de Adom, la fuerza de mercenarios más prestigiosa del mundo, y nativa adrana. Durante los últimos meses, sus fuerzas habían sido retiradas silenciosamente de sus puestos en el extranjero y reenviadas a Adro en preparación para el golpe de estado, y Tamas sabía que las necesitaría con desesperación en los tiempos venideros.

      Detrás de ella iba un hombre calvo y corpulento vestido con una túnica: el eunuco del Propietario. Por último entró Prime Lektor, el vicerrector de la Universidad de Adopest. Era tan viejo como el tesorero, pero pesaba unos sesenta kilos más. Caminó tambaleándose hasta una silla.

      Los coconspiradores de Tamas habían llegado: cinco hombres y una mujer que lo habían ayudado a planear la caída de Manhouch y que ahora determinarían el futuro de Adro.

      —Por el abismo, Tamas —dijo el vicerrector, limpiándose el sudor de la frente. Una marca de nacimiento púrpura le trepaba por un lado del rostro y le tocaba los labios y un ojo. Llevaba barba, pero donde tenía la marca no le crecía cabello, lo que le confería la particular apariencia de un bárbaro—. ¿Tenía que elegir la planta alta? Se arrepentirá dentro de unos años, cuando se le empiecen a cansar los huesos.

      —Milady —dijo Tamas, saludando con la cabeza en dirección a lady Winceslav, luego hacia el vicerrector y al eunuco—. Prime. Eunuco. Gracias por venir.

      El eunuco se deslizó hacia el rincón y miró por una ventana. Se movía como una anguila y olía a especias del sur, pero el Propietario, la figura más fuerte del elemento criminal de Adopest, nunca participaba en estas reuniones personalmente, enviaba a su teniente sin nombre en su lugar.

      —No tuvimos alternativa —dijo el eunuco. Tenía una voz suave, como la de un niño hablando en la iglesia—. Ha adelantado los planes.

      —Hay más —dijo Charlemund. Su voz tronaba innecesariamente—. Está tratando de reclamar los bienes que le confiscamos a la nobleza.

      Tamas levantó las manos para acallar el repentino clamor de voces. Miró enojado al archidiocel.

      —No estamos aquí para repartirnos Adro —dijo bruscamente—. Estamos aquí para devolvérselo al pueblo. El tesoro del rey está vacío. Si queremos tener una mínima apariencia de control sobre la nación durante los próximos años, necesitamos el dinero. Sus mercenarios tendrán la tierra, Milady; Ricard, tu sindicato tendrá sus subvenciones. Todos recibirán una parte.

      —Quince por ciento para la Iglesia —exigió el archidiocel en voz baja, estudiándose las uñas.

      —Váyase al abismo —le espetó Ricard.

      —Yo lo enviaré allí —le respondió el archidiocel avanzando hacia él. Se metió una mano en la sotana.

      Ricard retrocedió tan rápido que casi cayó de espaldas.

      —¡Charlemund! —exclamó


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