Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan
—Entonces te gustará esto. —Extendió una mano hacia Ka-poel. Ella le entregó un estuche de madera de unos cuarenta centímetros, hecho de caoba pulida—. Un regalo —dijo Taniel.
Tamas colocó el estuche sobre una mesa y abrió la tapa.
—Increíble —susurró.
—Pistolas de duelos —explicó Taniel—. Las fabricó el hijo mayor de Hrusch. Según dicen, es mejor armero que su padre. Llave de chispa refinada con cazoleta a prueba de lluvia y cojinete de rodillos en el muelle de acero. No tienen ánima estriada, pero son mucho más precisas. —Volvió a sentir esa satisfacción al ver que el rostro de su padre se iluminaba.
Tamas levantó una de las pistolas y le pasó el dedo por el cañón octogonal. La luz de las lámparas se reflejó en las incrustaciones de marfil, y el pulido relució maravillosamente.
—Son increíbles. Tendré que provocar un insulto, solo para poder usarlas —dijo, y Taniel rio. Sonaba a algo que su padre haría—. Son maravillosas —agregó. Taniel creyó ver un brillo en sus ojos. ¿Estaba orgulloso? ¿Agradecido? Supuso que no, Tamas no conocía el significado de esas palabras—. Ojalá tuviéramos un poco más de tiempo para hablar.
—¿Vamos a lo importante? —propuso. Claro. No había tiempo para conversar. No había tiempo para ponerse al día con el hijo que había estado ausente durante tantos meses.
—Por desgracia —respondió Tamas, no entendiendo o ignorando el sarcasmo—. Sabon —llamó en voz más alta y el deliví apareció en la puerta—: Trae a los mercenarios. —Sabon volvió a desaparecer—. Ahora bien, ¿dónde está Vlora? Los necesitamos a los dos. ¿Te contó Sabon sobre nuestras bajas?
—Sí. Muy malas noticias. Supongo que Vlora estará por llegar —respondió encogiéndose de hombros—. No hablé con ella, exactamente.
Tamas frunció el ceño.
—Pensé que…
—La encontré en la cama de otro hombre —lo interrumpió Taniel, y sintió una satisfacción súbita al ver la conmoción en su rostro. La conmoción se convirtió en ira, luego en dolor.
—¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Durante cuánto tiempo? —Las palabras le salieron a borbotones.
Fue un momento de tanta confusión que Taniel se preguntó si alguien había visto a Tamas así alguna vez, o si volvería a suceder. Se apoyó en su rifle y reprimió un gesto de desprecio. ¿Por qué le importaba a su padre? No se trataba de su prometida.
—Varios meses, según los rumores. Le pagaron al hombre para que la sedujera. El hijo de un noble, que lo hizo por la emoción y el dinero.
—¿Le pagaron? —repitió Tamas entrecerrando los ojos.
—Un ardid —dijo Taniel—. Una venganza mezquina. Planeada por algún noble acaudalado, seguramente.
Taniel no se había tomado la molestia de averiguar quién era el culpable, pero casi no tenía dudas. La nobleza odiaba a Tamas. Era un plebeyo de nacimiento y había usado su influencia con el rey para evitar que los más acaudalados compraran ascensos y rangos de oficiales en el ejército. Solo ascendían los más capaces. Eso era algo que iba en contra de las tradiciones, pero también hizo que el ejército adrano se convirtiera en uno de los mejores de los Nueve. La nobleza le tenía demasiado miedo a Tamas para atacarlo directamente, pero harían lo que fuera para golpearlo, incluso a través de su hijo.
Tamas apretó los dientes con furia.
—Esta misma noche he arrestado a media nobleza. Se enfrentan a la guillotina junto con su rey. Averiguaré quién fue el que pagó y entonces…
De pronto, Taniel se sintió cansado. Años de luchar una guerra que no era la suya, seguida por meses de viaje incómodo, solo para llegar a casa y tener que lidiar con la traición y un golpe de estado. Su furia ya había amainado. Se echó una línea de pólvora negra sobre el pulgar y la aspiró.
—La guillotina es suficiente. Ahórrales el trabajo a tus hombres —dijo. “Y ahórrate la ira, aunque Kresimir sabe que tienes suficiente. Pero no tienes compasión; ninguna por tu hijo, el traicionado”.
Tamas se restregó los ojos.
—Debería haber ordenado que la siguieran.
—Ella es libre de hacer lo que quiera —dijo Taniel. Le salió como un gruñido.
—¿La boda?
—Le clavé el anillo al imbécil con quien se encamaba. Habrán tenido que quitárselo con su propia espada.
Sabon volvió a entrar en la habitación. Lo seguía un par de personajes de dudosa reputación, que llevaban la vestimenta de quienes duermen en la montura o sobre una mesa de una taberna. El primero era un hombre alto y flacucho, con la cabeza prácticamente calva, aunque no podía tener más de treinta años. Usaba un cinturón que le cubría todo el estómago y del que colgaban cuatro espadas y tres pistolas de diferente tipo y tamaño. También tenía puestos los guantes de un Privilegiado, solo que en lugar de ser blancos con runas de colores, eran azul marino con runas doradas. Era un quiebramagos; un Privilegiado que había abandonado su hechicería innata para poder anular la magia a voluntad.
Lo seguía una mujer. Parecía estar cerca de los cuarenta años y vestía pantalones de montar y chaqueta. Sería hermosa si no fuera por la vieja cicatriz que le elevaba la comisura del labio y le llegaba hasta la sien. Ella también llevaba guantes de Privilegiada, con los que podía tocar el Otro Lado. Los suyos eran blancos con runas en tono carmesí. Taniel se preguntó por qué no estaba en una camarilla. Percibía que ya era lo suficientemente poderosa sin necesidad de abrir su tercer ojo.
Mercenarios, había dicho Tamas. Aquellos dos lo parecían. Juntos, una Privilegiada y un quiebramagos formaban una combinación peligrosa. Estaban acostumbrados a cazar Dotados, Marcados y Privilegiados. Taniel se preguntó qué tenía en mente su padre.
—Una Privilegiada escapó de la matanza en el Horizonte —dijo Tamas—. No forma parte de la camarilla real, pero aun así es poderosa. Quiero que ustedes tres… —Echó una mirada hacia Ka-poel—, cuatro la rastreen y la maten.
Tamas asumió el rol del hombre acostumbrado a dar instrucciones a sus soldados, y Taniel se dio cuenta de que su bienvenida se reduciría a una sesión informativa y a recibir una misión. Debía partir a cazar a otra Privilegiada. Miró a los mercenarios. Parecían competentes. Había contado con menos recursos en Fatrasta. Esa Privilegiada que debían cazar había matado a cinco magos de la pólvora en un abrir y cerrar de ojos. Sería peligrosa, y él nunca había cazado en una ciudad. Supuso que el desafío haría que no pensara en… otras cosas.
Levantó la tabaquera una vez más y, haciendo caso omiso a la mirada de desaprobación de su padre, se echó una línea sobre el dorso de la mano.
Nila hizo una breve pausa para observar el fuego que ardía debajo de la gran olla suspendida en la chimenea. Se frotó las manos agrietadas y se las calentó al fuego. El agua herviría pronto, y ella terminaría de lavar toda la ropa de los habitantes de la casa. Había una pequeña pila de prendas sucias en la despensa, pero la mayor parte de la vestimenta de la familia, junto con el ropaje de la servidumbre, había estado en remojo en las grandes tinas de agua caliente y jabón de lejía desde la tarde anterior. Tendría que hervir todas las prendas, enjuagarlas y colgarlas para que se secaran, pero primero tenía que planchar el uniforme de gala del duque. Se reuniría con el rey a las diez. Todavía faltaban horas, pero todo eso —el lavado, el enjuague y el planchado— debía hacerse antes de que los cocineros se levantaran a preparar el desayuno.
Se abrió la puerta del lavadero y entró en la cocina un niño de cinco años restregándose los ojos somnolientos.
—¿No puede dormir, joven amo?
—No —dijo él.
Jakob, el único hijo del duque Eldaminse, era un niño muy enfermizo. Tenía el cabello