El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood
definitivamente. Gracias a una astuta campaña publicitaria, el libro se convirtió en bestseller y le dio a Blackwood la libertad de dedicar los siguientes seis años a escribir, sin tener que preocuparse por tener ingresos. Decidió establecerse en Suiza, y en el siguiente lustro produjo algunas de las obras más memorables en la historia de la ficción de lo extraño: las colecciones El valle perdido y otras historias (1910), El jardín de Pan (1912) y Aventuras increíbles (1914); las novelas El acorde humano (1910) y El centauro (1911), y las fantasías para niños Jimbo (1909) y La educación del tío Paul (1909).
Es difícil generalizar sobre estas muy diversas obras; baste decir que todas recorren la nebulosa frontera entre la fantasía, el asombro, lo maravilloso y el horror. El asombro es quizás el motivo más dominante; Blackwood de alguna manera consigue investir los eventos más simples —o incluso las reacciones psicológicas de sus personajes ante esos eventos— de una portentosa grandeza, como si el tejido mismo del universo estuviera involucrado. Esto, de hecho, es exactamente lo que está involucrado en El acorde humano, una novela con una de las premisas más distintivas de toda la literatura de lo extraño: la posibilidad de que un “acorde humano” cantado por cuatro individuos en apariencia ordinarios pudiera de algún modo reorganizar toda la materia del cosmos. O consideremos varios cuentos que Blackwood escribió después de visitar Egipto en 1912, entre ellos “Arena” (en El jardín de Pan) y “Un descenso a Egipto” (en Aventuras increíbles). La escena climática no es más que un retablo de tres personajes esperando el amanecer, y, sin embargo, pocos relatos tienen un final más apasionante, pues en él vemos a dos desventurados personajes literalmente ser devorados por el hechizo de Egipto:
Yo fui testigo de la desaparición de George Isley. Había una magia espantosa en la imagen. El par de hombres, pequeños y distantes abajo en la ligera hondonada en la arena, resaltaban claramente definidos como en una miniatura. Vi sus contornos nítidos y terribles como un horrible añadido contra el enorme paisaje. Aunque se encontraban muy cerca de mí en el espacio real, estaban a siglos de distancia. Y los cubría una sombra tenue y vasta que no era la sombra de las crestas. Los envolvía; se movía, arrastrándose por la arena, obliterándolos. Dentro de ella, como insectos perdidos en ámbar, quedaron visiblemente apresados, reducidos de tamaño, llevados hasta remotas profundidades, absorbidos.7
De hecho, es interesante que el horror puro sea tan preponderante en estas obras. En “La regeneración de lord Ernie” (en Aventuras increíbles), un personaje comenta sobre un bosque siniestro en la ladera de una montaña: “Allá arriba se dan pensamientos de mucha maldad, pero, santo Cielo, están vivos. Aquello es positivo, ambicioso, constructivo”. De inmediato matiza esto diciendo: “¿Cómo puede haber mal en una fuerza? Sencillamente es preciso encaminarla”.8 La Naturaleza, que ha dejado de ser esa fuerza íntima que nutre los relatos de asombro, se vuelve malévola y potencialmente destructiva. Pero quizá la culpa no sea de la Naturaleza sino de la humanidad: la civilización nos ha separado del mundo natural, y nuestra enajenación pudo haber engendrado en la Naturaleza una indiferencia que raya en hostilidad. El narrador de “El Wendigo” se hace consciente de “ese otro aspecto de la selva: la indiferencia por la vida humana, el despiadado espíritu de la desolación que no se percataba del hombre”. Y consideremos el comentario del sueco en “Los sauces”: “Aquí cerca hay fuerzas que podrían matar a una manada de elefantes en un segundo tan fácilmente como tú o yo podríamos aplastar una mosca. Nuestra única oportunidad es quedarnos perfectamente quietos. Quizá nuestra insignificancia pueda salvarnos”.
El centauro, cuya conmovedora y delicada evocación de la vitalidad de la Naturaleza la vuelve pieza central en la obra de Blackwood, es la clave para entender tanto su obra como su filosofía. ¿Qué simboliza el misterioso ruso (sin nombre) a quien O’Malley conoce en un barco de vapor que va de Marsella a las montañas del Cáucaso? Es un “Ser cósmico”,9 alguien tan cercano a la Naturaleza que su sola presencia en ese civilizado grupo de turistas parece anormal e incluso un poco amenazante. Él guía a O’Malley al Cáucaso —exactamente como el propio Blackwood viajó allá en el verano de 1910— hasta lo que parece ser un rebaño de centauros; es más, no sólo el ruso sino el propio O’Malley parecen, momentáneamente, convertirse en centauros. Para O’Malley es un momento de transformación espiritual: “Ahora el Jardín lo envolvía. Había encontrado el corazón de la Tierra, su madre. La autorrealización en perfecta unión con la Naturaleza se había logrado. Conoció la Gran Comunión”.10
Mencioné el viaje de Blackwood a Egipto a principios de 1912. Ese viaje fue en compañía de Mabel (Maya) Stuart King (baronesa de Knoop) y su marido, y engendró no sólo las obras ya mencionadas sino también la curiosa novela La ola (1916). Ésta dista mucho de ser la obra más meritoria de Blackwood, pero su importancia biográfica podría ser considerable. Está dedicada, como varios otros volúmenes, a “M. S.-K.”, y uno se pregunta exactamente qué papel desempeñó Maya en la vida de Blackwood. Dado que La ola da cuenta de un antiguo esclavo egipcio que ama a la esposa de un general, y dado que el propio Blackwood era un firme creyente en la reencarnación, las implicaciones autobiográficas de la novela se vuelven intrigantes. Maya está en el centro de varias obras más cuyo foco es un nebuloso e impreciso anhelo de unión espiritual con otro ser humano. Posiblemente, para este soltero de por vida, Maya —casada y, por lo tanto, inalcanzable— fuera el objeto perfecto de su adoración, aunque hay evidencia de que Maya correspondía al afecto de Blackwood, al menos en parte. Parece difícil negar que Blackwood, como Poe y Lovecraft, era en gran medida asexual, sublimando cualquier tendencia de ese tipo en su obra y en su misticismo de la Naturaleza.
Blackwood pasó la mayor parte de los primeros dos años después del estallido de la Primera Guerra Mundial adaptando su fantasía para niños Prisionero en la tierra de las hadas (1913) a un musical, El expreso de la luz de las estrellas, con música de Edward Elgar. Aunque escribió una serie de obras para niños y acerca de ellos, sólo Jimbo, La educación del tío Paul y Los que apedrean la fruta (1934) tuvieron un éxito notable. Queda claro que él mismo era un genial “tío Paul” para una variedad de sobrinas y sobrinos, así como los hijos de algunas amistades. Los niños, como los animales, tenían un vínculo psicológico instintivo con la Naturaleza que hacía que su mundo de la imaginación fuera inmediatamente comprensible para Blackwood. Consideremos las metáforas de la Naturaleza usadas para describir a la niña Nixie en La educación del tío Paul:
…el nombre le quedaba como una piel, pues era la verdadera figura de una ninfa y se veía como si acabara de salir del agua y su cabello se hubiera robado el amarillo de la arena. Sus ojos recorrían el cuarto como la luz del sol en la superficie de un arroyo, y sus movimientos de inmediato le recordaron a Paul el agua cuando se desliza sobre guijarros o arena estriada con tranquilas y suaves ondulaciones. En un vislumbre la vio en un claro de su bosque solitario, una criatura de los elementos.11
Blackwood rara vez fue capaz de alcanzar este nivel de pasión no sentimental en sus posteriores obras para niños.
En cierto sentido, la guerra marcó el final definitivo de una etapa —y, quizá, la etapa más vital y significativa— de la carrera de Blackwood. La hostilidad hacia la ciencia y la civilización material que Blackwood reveló a través de O’Malley (“Y aborrezco, aborrezco el espíritu de hoy, con sus inventos de baratijas y su falsa cultura universal asfixiante, sus superficialidades criminales y su sórdida vulgaridad, donde ya no queda suficiente sentido de la belleza verdadera para ver que una margarita está más cerca del cielo que una aeronave”)12 sólo se vio aumentada por la guerra, un producto de las fuerzas destructivas que estaban alejando al hombre cada vez más de la Naturaleza. Julius LeVallon (1916), otra novela sobre la reencarnación, es confusa y