El ojo en la mira. Diamela Eltit

El ojo en la mira - Diamela Eltit


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generalizada que acechaba y acecha a las mujeres. No había considerado, como más adelante lo hice, los esfuerzos “Sísifos” de mi propia madre y de mi abuela.

      La lectora que yo era tenía naturalizada la ausencia de escritoras, más allá de que leyera a Marguerite Duras o a Marguerite Yourcenar, entre otras, o a las escritoras chilenas de la llamada “generación del 50”. De esa generación, me resultó muy interesante María Elena Gertner y su libro La mujer de sal.

      Aunque tenía una cierta claridad sobre mis derechos, no me había interrogado de manera intensa acerca de la asimetría de género. Y desde luego no sabía que iba a integrarme al espacio literario y cultural, poblado de un machismo encubierto o manifiesto que todavía, después de tanto tiempo, me resulta asombroso. Es cierto que no todos lo son: existe un grupo minoritario de escritores que integran y comparten. Sí, un grupo minoritario. Pero existe.

      La desigualdad que atenta contra de las mujeres la entiendo como una condición que atraviesa las culturas, incrementa las economías, favorece a las religiones, promueve la violencia. Se trata de un abierto mal congénito que la historia humana no ha superado. Nada parece suficiente. Las energías que han desplegado las mujeres para romper los cercos materiales y simbólicos en que han transcurrido sus tiempos son visibles desde hace al menos dos siglos.

      Si se examinan las formas de dominación, los mandatos, las pedagogías del cuerpo, las cartografías de la violencia que han experimentado las mujeres a lo largo de su transcurso histórico, sería posible señalar que la posición de la mujer en el interior del aparato social se ha modificado. Pero, desde mi perspectiva, todo el sistema social cambia debido al conjunto de nuevas técnicas, tecnologías y demandas productivas que generan renovados paradigmas. Me refiero, claro, al mundo occidental. Sin embargo, las modificaciones conservan la asimetría. Y de manera acaso radical, pienso que existen máscaras que simulan grandes modificaciones y que generan, como diría Pierre Bourdieu, “efectos de realidad”, pero que en la malla en que se sostiene la trama social, la gran desigualdad opera con una precisión indesmentible.

      La dominación, extensa, persistente, es posible porque las propias mujeres internalizan en sus cuerpos y organizaciones psíquicas los mandatos que las oprimen. Esta sujeción se materializa mediante la disposición estratégica de aparatos múltiples que las forman, acosan, divulgan, imprimen. Desde incesantes dispositivos de control se naturalizan formas muy evidentes de violencia simbólica, que allanan la ruta para la violencia física como un modo brutal de ratificar la legitimación de la opresión que puebla las vidas. En definitiva, pienso que el género masculino es el que modela al femenino. Frantz Fanon, en su libro Los condenados de la tierra, señala que la descolonización es un fenómeno tan radical que detona un desorden en el mundo. Precisamente, pienso que es necesario un “des-orden en el mundo” para conseguir habitar un universo igualitario.

      Sé que sexo y género ya son indistinguibles. El género está inscrito en un sexo que antecede la biología particular. O la biología porta el genoma del género que la escribe. Un género pactado por las culturas, marcado por rutas y metas imposibles. Pienso que la tarea es horadar, movilizar, desplazar, para que así el género despliegue su poder cultural y se transforme en un aliado del cuerpo, no en su enemigo ni menos en su opresor.

      Me resulta perturbadora la biologización de la letra en la cultura. Las gestiones, congresos, organizaciones que se formularon y se desplegaron para examinar producciones y hacer visible la existencia de la “literatura de mujeres” en un primer tiempo (hace más de treinta años) me parecieron inclusivas, necesarias, políticas. Participé como una de las organizadoras del primer congreso de escritoras que se realizó en Chile, en el año 1987, pero más adelante comprendí que el sistema literario convertía ese movimiento reparador en una maquinaria desde la cual era posible discriminar de manera masiva.

      Pensé y pienso que el “campo” literario, según la conceptualización de Bourdieu, agrupa de una manera global a las mujeres que escriben bajo el rótulo de “literatura de mujeres”, sin importar la dirección ni la calidad de sus estéticas. Y, de esa manera, la literatura, la única, sin apellidos, sigue en el orden inamovible de lo masculino. Cuando indico masculino me refiero a un orden que integra también su disidencia sexual “hombre”.

      No me imagino un amontonamiento de nombres que ponga en un idéntico grupo a Borges con Paulo Coelho: cada uno de ellos tiene una pertenencia y una ruta. En cambio, en un gesto en apariencia generoso con las escritoras, se produce una genitalidad literaria que une todas las producciones para convertirlas en nada. En suma, lo que pudo ser una búsqueda de paridad literaria se transformó en un nuevo y masivo gueto.

      La tarea política es restaurar la letra, desbiologizarla y llevarla a habitar la precisión del sentido. Pienso que la obligación de democratizar la literatura ampliaría el sistema literario. Desde esa perspectiva, me parece urgente romper el binarismo: literatura de mujeres y literatura (de hombres, la verdadera).

      Desde los años ochenta, leí libros de teoría feminista. Luego, Simone de Beauvoir y su incombustible El segundo sexo. Y Una habitación propia de Virginia Woolf, en la que puso de manifiesto la urgencia de la autonomía económica. Seguí con atención a Luce Irigaray. Leí la novela-manifiesto que ya es un clásico, Las guerrilleras, de la autora francesa Monique Wittig, también a la española Amelia Valcárcel, a las estadounidenses Elaine Showalter y Nancy Fraser. En esos años, leí primordialmente a Julieta Kirkwood, la brillante socióloga chilena; a Nelly Richard y su producción en torno a disidencias y travestismo.

      Fue muy iluminador el texto de Judith Butler El género en disputa, y su búsqueda que apunta a diseminar las subjetividades y las pertenencias, para romper los binarismos. En los últimos años me han resultado muy pertinentes las posiciones de la argentina Rita Segato y la italiana Silvia Federeci. En el Chile actual me parecen valiosos los escritos de Alejandra Castillo. Lecturas que han sido fundamentales para examinar el despliegue crítico y teórico para pensar posiciones, hipótesis, y las siempre estimulantes divergencias.

      En los años ochenta ingresé de manera intensa a la historia social de las mujeres chilenas. Como participante de los movimientos antidictatoriales, colaboré en diversas instancias junto con Lotty Rosenfeld, ella desde lo visual y yo desde la escritura. Así me aboqué a la realización de textos para afiches y guiones de actos políticos, muchas veces convocados por mujeres. Todas estas colaboraciones eran, desde luego, enteramente solidarias. Trabajamos con ella de manera sistemática en poblaciones periféricas, con grupos y organizaciones lideradas por dirigentes sociales. En las cárceles, con presas políticas.

      Ese amplio recorrido social me obligó a detenerme en el tiempo, los tiempos de las mujeres y los modos de enfrentar las condiciones en que transcurrían sus vidas. De esa manera pude acceder a la historiografía de los movimientos de mujeres chilenas. Leí una parte importante de los textos de historiadoras que recogían hitos, momentos, debates y alcances de las primeras luchas emancipatorias.

      Fueron las lecturas del tiempo las que me impulsaron a escribir un libro sobre la obtención del derecho a voto femenino en Chile, que fue publicado en 1994. Desde luego nunca busqué construir una historia, sino que pensé en una crónica parcial que podía operar como difusión general para restaurar así un transcurso totalmente velado por las historias oficiales.

      Fue fundamental para mí conocer a Elena Caffarena, una de las más importantes y coherentes feministas y sufragistas chilenas. Fueron cruciales y emocionantes las reuniones que sostuvimos. Ella era una persona excepcional. Su inteligencia y su perspicacia reafirmaron mi certeza de que las mujeres que escribíamos teníamos que trabajar en la protección de la memoria, en resguardar y a la vez relevar las figuras que se volcaron a los primeros gestos y las gestas. Las mujeres que permitieron y se arriesgaron.

      El cuerpo y sus dilemas me han convocado una y otra vez. Pienso en el cuerpo como una zona discursiva, un experimento. Me ha interesado el cuerpo, ya lo dije, como imposibilidad, como ficción, como ajenidad ante un modelo ficcional que se impone como verdad. Un cuer­po por pedazos, fragmentos que se escapan y huyen, siempre imperfectos. He pensado largamente en el cuerpo como una doble ficción. Por una parte, los poderes escriben un relato corporal y el mismo cuerpo desliza esa ficción a


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