La vida breve de Dardo Cabo. Vicente Palermo
esa vergüenza lo repuso, mientras abandonaba su cuerpo a una tensión indescriptible; pensó que al menos no lo tomaban por un perejil y que no iba a morir como un perejil. Pensó en María Cristina; en fracción de un segundo, recordó a una amiga de su mujer, astróloga. Estoy muriendo en fecha positiva, se dijo; ni aun entonces le era ajeno el humor, se maldijo; punto muerto de las almas, recordó, como el restallo de un latigazo; luego en su cerebro se agolpó la nada.
Los huéspedes del pabellón de la muerte en la Unidad Penitenciaria 9 recordaron una bemba llegada, funesta, dos días antes: Camps había asumido el cargo de Jefe de Cuerpo determinado a ajustar cuentas. Ya lo estaba haciendo. Claro, Dardo, que era Dardo, y Pirles, alto oficial montonero, integraban esa contabilidad macabra por méritos propios. Un tal Urien también, pero relaciones familiares con los jefes del Cuerpo lo salvaron. “Ley de fugas”, curiosa locución, no es de fugas ni es ley, pero no hay expresiones en correspondencia. Consiste, como nadie ignora, en asesinar a alguien y declarar luego que la víctima había intentado fugarse. Para que tenga gracia tiene que tratarse del poder público. Si no, no vale, no es ley de fugas. Un asesino a sueldo –por caso– no puede declarar que su víctima sucumbió bajo la aplicación de la ley de fugas, ni siquiera en el caso de haber intentado fugarse. La ley de fugas es un privilegio del Estado. Es bien sencillo. Cabo y Pirles han sido obligados a subir en la camioneta celular del presidio, con las manos esposadas a la espalda. Dardo mantenía, hay que decirlo, el aspecto atildado que el penado Emilio había comprobado en él sin asombro el día anterior. Pirles no. El peor momento para Dardo, en su empeño por mantener la mente en blanco, fue el del sacudón inercial cuando la camioneta arrancó abruptamente. Detrás venía un patrullero. Recorrieron pocos kilómetros; la escolta, armada con pistolas ametralladoras, hizo descender a Dardo y a Pirles, cuyo propósito de fugarse era manifiesto. Los fugitivos recibieron sendos empujones propinados en sus espaldas, seguramente con la intención de facilitarles su fuga. Entonces percibieron al patrullero, que se había adelantado unos metros, y entendieron que no serían las escoltas las que les aplicarían la ley –de fugas–. Porque las puertas traseras del patrullero se abrían, y de ambas bajaron sujetos de civil, munidos de armas largas, que ya les apuntaban. Dardo y Pirles alcanzaron, al unísono, a girar unos grados sus cuerpos, que recibieron las ráfagas en los flancos.
Y así murió Dardo Cabo. A la corta edad de 36 años. Había nacido el 1º de enero de 1941, en Tres Arroyos, provincia de Buenos Aires.
* * *
San Pedro examina el expediente del nuevo difunto. Sus pecados no han sido pocos –dice a su asistente, Eugenio Pacelli–; lo merecería, pero al infierno no va, ya en vida sufrió demasiado; mandarlo al purgatorio es al pedo, imposible hacerle purgar nada. Y en el paraíso no lo quiero, me va a hacer mucho quilombo.
–Era un criminal… –alegó Pacelli muy contrariado.
Pedro meneó sus llaves como si fuera a tirárselas por la cabeza.
–Dígame, Pacelli, ¿cuánto hace que presta servicio conmigo? ¡Ni veinte años! Es muy nuevito, no joda… Un criminal –agregó para sí mismo–, sí, cometió crímenes bendecidos por muchos de los nuestros, que en su mayoría vegetan ahora en el purgatorio, aunque otros… –pero el tema no le interesó y volvió al destino de Dardo, pensativo.
–¡Ya sé! Consulten con los griegos, en el Hades va a estar muy bien entre argivos y teucros. Mándenles el CV, si parece salido de la guerra de Troya; aunque lo suyo más bien es el martirio, pero bueno, los Cielos atrasan, los hombres se inventan cada cosa. Sí, hablen con los griegos, ese detalle no les va a importar.
Noviembre de 1947. Dardo y su padre viajan en un colectivo repleto. Ambos están de pie, al fondo. De pronto Dardo dice, casi gritando y sonriente: “Eva puta”. Repite: “Eva puta”. Armando está atónito.
–Pero Lito, ¿qué estás diciendo?
–“Eva puta” –prosigue el niño, muerto de risa.
–Señor, ¿por qué no le dice que se calle la boca a ese gorilita?
Es una voz masculina, proviene de adelante. ¿El chofer? Aparentemente no. Armando escudriña entre la gente apiñada. Se enfurece:
–¿Qué le pasa, compañero? Si tiene algo que decirme venga y digameló, que de lejos no lo escucho bien.
Silencio absoluto. Lito percibe el lío que ha armado y cierra el pico. Armando prefiere bajar antes de lo previsto, alza al chico y pasa hecho una tromba hasta la única puerta del colectivo, sin mirar a nadie. En la vereda, el padre no reta a Dardo, pero le explica quién es Evita.
–¿Dónde aprendiste eso, Lito?
–Me lo dijo Raúl –responde un Dardo ya serio.
–¿Raúl? –frunce el ceño–. ¿El de los Rodríguez? Pero… pero si… bueno, no lo digas más.
* * *
El alma de Dardo fue a parar nomás al Hades; porque los griegos, tras un somero examen de su CV, la recibieron de buen grado. A contragusto, Pacelli ordena al arcángel Miguel que se aparte del Castelo de Santángelo y acompañe a Cabo hasta los infiernos griegos. El arcángel sube a Dardo a sus alas vigorosas. El trayecto no es prolongado.
–Has tenido suerte –atina a decirle el heraldo divino durante el viaje–, nuestro infierno es mucho menos benevolente que el de griegos y romanos. Allí donde vas a lo sumo te aburrirás como un hongo.
Apesadumbrado con la perspectiva, Dardo se siente una hoja impulsada por vientos inescrutables. El arcángel lo deposita, por fin, en la entrada del Hades, una inmensa caverna tenebrosa. En su portal se despliega una sentencia en italiano, que Dardo no demora en entender y encuentra razonable: il diavolo fa le pentole ma non i coperchi.
Mientras tanto, el arcángel musita unas palabras a oídos de quienes parecen ser guardianes, y estos le abren paso. Dardo es suavemente empujado hacia adentro por el arcángel.
–Por nada del mundo intentes salir, Cabo, te perderás.
Sin más rodeos alza su vuelo. Dardo se limita a esperar, qué iba a hacer. Los guardias lo ignoraban. Se pregunta inquieto si alguien le iría a dar bola. Adentro el panorama no era nada alentador: pedregones y negras rocas que caen abruptas sobre ríos humeantes, más allá una laguna de aspecto tétrico, sobrevolada por inmensas aves de rapiña, y una multitud de almas desesperadas que pujan por obtener un lugar cada vez que una barca, conducida por un viejo gigantesco y mal entrazado, se acerca a la orilla. El viejo, blandiendo su remo enérgicamente, acepta solo unos pocos. Los rechazados no esperan ya un nuevo viaje; desalentados dan media vuelta y se alejan con pasos cansados no se sabe a dónde.
Junio de 1948. Armando acompaña a Evita a una velada en el teatro Avenida, con su amigo Miguel de Molina en el papel estelar. Evita los quiere mucho a ambos, que luego son presentados porque Miguel visita a Eva en su palco. Armando se impresiona por la nube de perfume francés que cubre el proscenio cuando Miguel sale a escena. Miguel actúa a sala llena. Armando observa la performance de Molina, también a Evita, que no dirige su mirada al público de platea ni una sola vez. Cuando Armando regresa, muy tarde, Lito está despierto. Algo le cuenta, luego de reprochar indulgentemente su vela. Ha estado con Evita, su amiga Evita, le dice.
–¿Y Perón? –pregunta Dardo.
–No, hijo, el general está muy ocupado.
–Evita es la que me regaló la bici, ¿no?
–Sí, hijo… la Fundación.
–¿Qué fundación?
–La Fundación Eva Perón, Dardo.
–Sí –Dardo vacila–, pero contame papá. ¿Por qué le dicen fundación? ¿Es como la fundación de Buenos Aires?
Octubre de 1950. El canciller español Artajo está junto a Perón en los balcones de la Casa de Gobierno. Visiblemente perturbado y desagradado. Perón no le presta la menor atención. Pero Evita, que lo advierte tan notoriamente