Esta bestia que habitamos. Bernardo (Bef) Fernández
pero sí tuve que googlearlo.
Abrí el primer fólder, di un trago al café, que era nauseabundo como siempre, y estaba a punto de comenzar a leer cuando un periódico cayó sobre mi escritorio como una bomba. Salté sorprendido.
—Lee la nota. En mi oficina en cinco —ladró entre dientes el capitán Rubalcava, mi jefe, y se siguió de largo sin voltear a verme.
En la Juda no hay rangos militares. Le decimos capitán porque estuvo en la Fuerza Aérea.
—Buenos días también para usted, jefazo —dije al aire. Él ya no estaba ahí. Al levantar la vista me topé con la mirada de un calvo barbón que me veía desde el escritorio de enfrente. Saludó tímidamente con la mano. ¿Cómo se llamaba? No respondí. Volví al periódico.
“¡se la dejan ir!”, decía el encabezado, con la proverbial elegancia de la nota roja. No me sorprendió ver la nota firmada por Mario Cabrera, un veterano de los tabloides al que detestaba. Leí. Una colección de lugares comunes y adjetivos inflamatorios. Un publicista hallado muerto en una banqueta. En este país los muertos pesan más cuando tienen dinero.
Me levanté para ir a la oficina de Rubalcava. El viejo, normalmente afable, estaba de un humor de perros.
—Jefazo…
—Me caga que me digas así, Robles.
—Llamadme…
—Sí, ya, ya. La procuradora quiere atención inmediata al caso del publicista.
—Tengo atrasados treinta expedientes, jef…
—¿No hablas español, Járcor? Dije inmediata.
—Sí, señor.
Me lanzó un fólder de cartón, igual a los cientos que se amontonaban en todos los escritorios del Búnker.
—Ai’stá la carpeta de investigación.
—¿Pues de quién era hijo este gallo, jefe?
—El angelito estaba involucrado en un escándalo de corrupción que no se ha esclarecido. ¿Recuerdas aquella historia del Fideicomiso Mexicano del Jitomate?
Algo se remueve en el recuerdo. Un escándalo gordo sobre la asignación secreta de fondos federales para promover la imagen del secretario de… de… ¿era de Turismo? ¿O de Agricultura? Uta, no me acuerdo. Se asignó una partida secreta para promoverlo para la Presidencia de la República al mismo tiempo que se golpeaba en redes sociales al líder opositor. Todo se disfrazó como una campaña para vender jitomate mexicano en el extranjero. Al final alguien soltó la sopa. El asunto fue presentado por Proceso en un amplio reportaje que al secretario le costó la renuncia a la chamba y a sus aspiraciones políticas, aunque nunca se llegó al fondo del asunto. Como siempre sucede en México, un nuevo escándalo estalló a las dos semanas, opacando al anterior, y así sucesivamente.
—Ah, claro, ¿un desvío de fondos o algo así?
Rubalcava me miró en silencio.
—Algo así —dijo. Por su voz me di cuenta de que no tenía idea— . Como quiera que sea…
Ya sabía lo que me iba a decir.
—Lo quiere para ayer.
—¡Para antier, Robles!
Ruso: pre mórtem. Cuatro años atrás
Torre de acero y cristal en Santa Fe. Desde el ventanal, Cobo, Matías y el Ruso veían la ciudad extenderse infinita, envuelta en una bruma tóxica que desdibujaba el horizonte.
Casi una hora antes una secretaria espectacular los había recibido en esa oficina gigantesca sin identificación corporativa alguna. Los llevó a una sala de juntas faraónica. Tras ofrecerles café y agua, indicó que el señor estaba con otro equipo creativo, que estaría con ellos en un momento; se retiró contoneando las caderas y cerrando la puerta tras de sí.
—Joder —dijo por decir Cobo, el director de arte.
—Cool down —contestó Matías.
“En cualquier momento empieza de nuevo la guerra entre España y Cuba”, pensó fastidiado el Ruso Gavlik, la mirada fija en la pantalla del iPhone, donde fisgoneaba la cuenta de Instagram de Sofía, su segunda exesposa.
La tensión entre sus dos socios, el diseñador español y el director de cuentas cubano, ya era insostenible. Desde hacía meses sólo se comunicaban con monosílabos, lo indispensable.
Que asistieran los tres a la junta era inusitado. El Ruso, que contenía las hostilidades entre los otros dos, no podía recordar la última vez que estuvieron sentados a la misma mesa.
Sin embargo, el prospecto de una cuenta como ésa anulaba todas las diferencias, al menos por unas horas. Habían sido invitados a concursar para obtener una cuenta de ensueño: promover para el gobierno, a través de un fideicomiso, el consumo del jitomate mexicano en los Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Europea.
Una cuenta de esas dimensiones implicaba mucho dinero. El oxígeno fresco que necesitaban para rescatar a la agencia de la inminente bancarrota: una serie de malas decisiones financieras los tenían al borde del abismo.
Después de firmar un contrato de máxima confidencialidad, que les impedía revelar ningún detalle, los tres socios de Bungalow 77 esperaban desde hacía cuarenta minutos para mostrar sus ideas de campaña al presunto cliente.
Veteranos de la publicidad, habían hecho cientos de presentaciones como ésa: explicaban la estrategia, mostraban al cliente dos o tres opciones para la campaña, con gráficos diseñados y videos de apoyo. Podían hacerlo con los ojos cerrados. No obstante, los problemas económicos de la agencia y las tensiones entre Cobo y Matías habían crispado el ambiente hasta ponerlos nerviosos como debutantes aquella mañana. Los tres entendían que el futuro de su empresa dependía de obtener esa cuenta.
—Que se toman su tiempo —dijo Cobo.
—Ya podías haberte puesto un traje, ¿no crees, Cobo? —Matías tenía ganas de pelear.
El español, ataviado siempre de bermudas y camisas a cuadros, puso cara de fastidio.
—Mati, ¡si mi cazadora vaquera es nueva! —protestó, jalando las solapas de su Levi’s negra. La añeja discusión sobre su ropa databa desde que los tres trabajaban en Rochsmond rsg, gigantesca agencia de publicidad ahora desaparecida. El Ruso pensó que esa tensión entre creativos y ejecutivos de cuentas era de antigüedad casi bíblica.
Gavlik estuvo a punto de proponerles ir todos a comer al Puerto Nuevo cuando salieran de ahí; se contuvo, no estaba de ánimo para aguantar al viejo cubano ni al forever del gachupín.
—Llevamos mucho esperando. What’s wrong with these people? —estalló Matías, mirando nervioso su reloj Omega Speedmaster.
—Ruso, Mati, si estos tíos demoran otros cinco minutos, larguémonos.
Gavlik iba a decir algo cuando las puertas de la sala se abrieron de golpe.
Se levantaron automáticamente.
Un hombre, cabello blanco cortísimo, ojos color zafiro, uno noventa, delgado. Traje de cashmere gris acero. Su voz sonaba como el crujir de las hojas secas al pisarlas. Entró seguido por cinco o seis personas que el Ruso supuso que lo asistían. Todos se sentaron del lado opuesto de la mesa, dejando un lugar libre.
—Caballeros, buenas tardes. Jesús Cornejo, mucho gusto. Les agradezco su paciencia.
Matías estaba a punto de incordiarlo.
—… pero la presencia del señor secretario era indispensable, y su agenda, muy complicada.
—¿El secretario de Agricultura? —el Ruso vocalizó la sorpresa de los otros dos.
El trío casi se va de espaldas al ver entrar al segundo hombre del gabinete: el hombre de confianza