Un frasco de vidrio al borde de la mesa. Luciana Taranto

Un frasco de vidrio al borde de la mesa - Luciana Taranto


Скачать книгу

      Antes me acordaba siempre. Bah, no hacía falta acordarse para pedir. Las pestañas eran primero deseos y mucho después pelos que caen de los ojos.

      Algo se me movió en el estómago, algo que también rugió. Parecía que el cuerpo me tiraba la bronca. Por vieja olvidadiza. Por científica infeliz. Por pragmática racionalista. La saliva se volvió casi ácida, un gusto desgraciado.

      Contuve las náuseas y busqué la pestaña sobre la mesada de mármol. Barrí cada rincón del baño con la mirada. No quería moverme y moverla y tener que volver a empezar la búsqueda. Al rato me rendí: gateé por las baldosas. La linterna del celular descubría pelos y mugre y pedacitos de uñas, pero pestañas nada. Al final me fijé en las palmas de las manos, por si se me había quedado pegada. Lo mismo hice con las rodillas y las plantas de los pies. Nada.

      Cuando me levanté y mi cara quedó frente al espejo, me tranquilizó ver que todavía me quedaban pestañas. Las quise contar, pero se me escurrían. Los dedos son demasiado gordos. Perdía la cuenta y tenía que empezar otra vez. Estuve así un rato hasta que necesité cerrar la mano y tirar para abajo con bronca. Tirarse de los pelos, eso. (Pude contenerme antes de tirar).

      No retomé la cuenta. No averigüé cuántas tenía en ese momento y no había averiguado nunca cuántas había tenido antes de cumplir 35. Pero mientras miraba el espejo tuve la sensación de que me quedaban menos. Muchas menos.

      Saqué la pincita del neceser, separé una pestaña, la más larga, y tiré. Mejor con una pincita que con la mano, ¿no? Apoyé el pelito negro en la yema del dedo gordo y lo tapé con la yema del índice. Después cerré los ojos, porque me acordé de que había que cerrar los ojos para que se formara un deseo. Pero no se formó otra cosa que un par de manchas marrones sobre lo negro de los párpados. Eso veía: manchas. Ahí me di cuenta de que no había seguido todas las reglas, porque el deseo se pedía cuando una pestaña se resbalaba sola hasta el cachete y no con una arrancada a propósito.

      Me mordí el labio, de la bronca. Encima que los ojos se me estaban quedando pelados, me acababa de arrancar yo misma un pelo que al final no sirvió para nada.

      Soplé todo el aire que tenía en los pulmones y aspiré un montón más. Me acordé de las náuseas, se ve que el aire me apretó la panza.

      Me enjuagué la cara con agua fría. Me mojé también el pelo y el cuello. Busqué una toalla limpia y me la enrosqué en la cabeza. Enchufé el secador de pelo, bajé la temperatura al mínimo y apunté a los párpados. A ver si ahora sí se me caía una pestaña.

      Cordón Umbilical

      Mi única culpa consiste en no poder recordar dónde puse mi cordón umbilical, aquella noche que nací. Ahora sí, ahora conozco la soledad de mi infancia. Como si hubiera nacido del aire, como si hubiera quedado huérfana el día de mi nacimiento.

      Alejandra Pizarnik, diarios

      Me encanta el ruido que hace el maíz cuando choca contra la tapa de la cacerola. Parece una lluvia contenida en una cajita de metal caliente, y que si abro la tapa va a granizar por toda la cocina. Así que no la abro y espero a que deje de llover.

      Mientras, me sirvo en un vaso lo que queda de vino. ¿Vino y pochoclos quedará muy mal?

      Me suena el estómago. Parece a propósito, como si estuviera imitando un trueno. O mejor, como si estuviera compitiendo con la cacerola y dijera: no te confundas, el ojo de la tormenta está acá. Tiene razón. Tengo un agujero en la panza que no me deja pensar. ¿Cuánto falta para que deje de llover?

      No sé para qué prendo la tele, si al final no la miro. El volumen quedó altísimo porque con el ruido de la boca masticando no se escuchaba nada.

      Cada tanto tengo que mandarme unos buenos tragos de vino para que me baje la pasta de pochoclos, sino me queda en la garganta. Intercalo un puñado de pochoclos con otro tanto de vino (ya voy por la segunda botella).

      En el bowl solo quedan los maíces duros que no explotaron en la cacerola, y restos de almíbar que no llegué a alcanzar con el dedo. Me dan lástima los maicitos que quedan ahí, creo que porque me hacen acordar a mí. Demasiado solos y chiquitos.

      Les tiro un poco de vino, para compartirles, qué se yo. Ahora parece que flotan en sangre. Bajo el bowl de la cama. No quiero mirar más.

      En la tele están pasando una escena porno que me calienta. O me calienta lo borracha que estoy y apenas es una pareja dándose un par de besos antes de ir a trabajar. Qué mentira más grande. Cambiaría, pero no.

      Los dedos empiezan a caminarme por el cuerpo. Bajan del ombligo a las piernas y vuelven a subir. Se hacen espacio entre la piel y el elástico de la bombacha y caminan un poco más, tontos y ciegos, como si en realidad no supieran a dónde van, hasta que se sumergen como peces desesperados, como peces asfixiándose, entrando y saliendo del agua, completamente agitados.

      Yo también me agito. Pero me agito mucho, demasiado. Siento que no puedo respirar. Y como un manotazo de ahogado, arrastro el dedo índice hasta el ombligo y esta vez lo hundo en ese agujero, segura de que la fuga de oxígeno está ahí.

      El ombligo es una herida que no termina de cerrarse nunca. Hay algo que se escapa por la ranura. El dedo lo siente. Presiona. Se esfuerza por tapar el hueco y aprieta tanto que me hace vomitar.

      Durante varios segundos estuve escupiendo un hilo rojo (por el vino) y grumoso (por los pochoclos) que parecía un cordón umbilical.

      Tuve ganas de llorar cuando terminé de vomitar y el cordón que acababa de recuperar se me cortó por segunda vez en la vida.

      El ojo de la tormenta todavía no se cierra. El ojo de la tormenta sigue abierto.

      Vaso de leche

      Mario se toma el tercer vaso de leche y sale. Todas las mañanas lo mismo. Tres vasos de leche. Sino, no se va a ninguna parte. Menos ahora, que en el negocio las cosas están picantes. Así dice Mario, que esta semana el negocio está re picante.

      Entra a un bar. Lo recorre con una mirada rápida y elige la mesa del rincón, la única que no da a una ventana. Ahí quedó con Fabián.

      —¿Qué va a pedir? —le pregunta la moza, lista para anotar en la libreta.

      —Estoy esperando a alguien.

      —Ah, perfecto. Vuelvo en un rato entonces.

      Quién carajo me mandó a venir a este bar de mierda, piensa Mario. Él prefiere ir a lo de Quique, porque está la Gladis que lo conoce y le lleva el vaso de leche directo. No pregunta, le lleva el vaso y punto.

      Lo que pasa es que en el barrio no lo pueden ver con Fabián. Si la banda del Gordo se entera de que Mario le está comprando a otro, se pudre. Por eso este bar de mierda. Por eso hoy no lo atiende la Gladis.

      Fabián llega y se sienta en la mesa del rincón. La moza vuelve con la carta y la libreta.

      —Ahora sí —dice la mujer

      —A mí traeme un vaso de leche.

      —¿Sola?

      —Sí.

      —¿Fría o caliente?

      —Así como está.

      —Yo una birra —se apura a decir Fabián para frenar la siguiente pregunta de la moza y lograr que se vaya con el pedido.

      — ¿Es buena? —pregunta Mario una vez que están solos.

      —Probala —contesta Fabián, y arrastra un sobrecito a la otra punta de la mesa.

      —Paso al baño.

      Podría ser mejor, le dice Mario a su imagen en el espejo. Mucho mejor. Sí, pero no queda otra, se contesta. Comprale. Comprale lo que arreglaron.

      Mete la llave y se encuentra con que la puerta ya estaba abierta. Mientras se imagina la patada cagándose en la cerradura —en la doble vuelta de llave—,


Скачать книгу