Los señores del Uritorco. Sebastiano De Filippi
décadas se ha manifestado acerca de la historia de este pueblo originario de nuestro país, su contexto y su entorno natural, la información fidedigna aparece fragmentaria, poco accesible, muchas veces divulgada solo entre los especialistas dentro de los ámbitos académicos de la antropología y la arqueología; por momentos resulta incluso difícilmente abordable por fuera de los ambientes eruditos de Córdoba o de las viejas publicaciones no reeditadas de los pioneros investigadores clásicos (dos de ellos homenajeados en esta obra: Serrano y Montes).
Es por ello que hacía mucha falta una obra que actualizara y sintetizara, en forma breve y sencilla, para uso de todos los lectores –versados o no– los conocimientos fiables, comprobados, auténticos, verificables, sobre el origen histórico de los “comechingones”, su verdadera denominación, su proceso étnico identitario (incluso los actuales procesos de reetnización y autoadscripción de sus pocos y mixturados descendientes), su geografía tradicional, su organización sociopolítica, su alimentación, vestimenta, actividad económica, manufacturas, idiomas… y finalmente un conciso compendio de su trágica invasión, conquista, reducción a la esclavitud y exterminio por el español.
La exigencia de esta obra se basa además en que sabemos poco de los comechingones. Tanto este pueblo como sus vecinos sanavirones, habitantes de las Sierras Centrales, se fueron configurando como culturas definidas desde el año 500 de la era cristiana. Las crónicas españolas afirmaban que “eran barbudos como nosotros” y con alguna sorpresa registraron sus sistemas de regadíos artificiales y su organización guerrera.
Tenemos bastante conocimiento arqueológico de su vida material, fundamentalmente agrícola-pastoril y en menor medida cazadora, pero aún mucha ignorancia en cuanto a sus complejas relaciones con otras comunidades, su organización en el seno de las parcialidades, dimensiones más acabadas respecto de su medicina tradicional, cosmovisión, ritos y aspectos religiosos profundos. Algunas de estas facetas culturales seguramente se han perdido para siempre.
Como suele suceder, ante los huecos de información veraz, ante la carencia o insuficiencia de datos ciertos y evidentes, la especulación extrema y la fantasía se hacen cargo de aquellos. Y a veces, lamentablemente, se trata de una fantasía desbordada que se difunde y populariza en el propio territorio que otrora habitó orgullosa la cultura henia-kamiare, actualmente sede de centros turísticos (como Capilla del Monte en Córdoba y Merlo en San Luis), donde la New Age de fin de semana se vincula a los desvaríos del “contactismo extraterrestre” y a los disparates de una falsa antropología –denominada “metafísica”– de carácter antimoderno (como afirman los autores, y yo creo pero solo a medias), además de esotérica, nacionalista y con tendencias filonazis.
En última instancia esta doctrina absurda no genera daño en el interior de las facultades de ciencias humanísticas –donde es completamente ignorada– pero quizás sí lo haga entre los legos que inocentemente (o no) podrían confundir tal ficticia disciplina con los nuevos paradigmas del conocimiento en ciencias sociales que pugnan por ocupar un lugar al lado de las amplias corrientes universitarias positivistas, “posmodernas” o del materialismo histórico-dialéctico (antropología de la conciencia y lo sagrado; psicología arquetipal, transpersonal o integral; fenomenologías de la religión).
También algún despistado podría asociar dicho embuste a los nuevos senderos intelectuales decoloniales, pero sobre todo el daño de esta literatura supuestamente científica –pero “hermética” y “primordial” a la vez– es hacia la educación y la cultura en general, ya bastante maltrechas por las sucesivas crisis y la decadencia de nuestro país.
Peor aún, la herida más perceptible de esta ideología grotesca se inflige sobre la propia memoria de esa singular cultura originaria de Sudamérica que fue la de los comechingones. A pesar de su presunta antimodernidad, paradójicamente este pensamiento encubre en mi opinión una de sus manifestaciones intrínsecas: una nueva forma de colonialidad.
Al respecto, trataré de hacer un aporte a los contenidos que los autores analizan lúcidamente en relación con los antiguos habitantes de la región del cerro Uritorco en la segunda parte de este libro, tan necesaria e impostergable como la primera: la “antropología” llamada “metafísica” del acádemico cordobés devenido en ocultista Guillermo Alfredo Terrera –y cualquiera de sus derivaciones– afirma una filiación germánico-escandinava de los comechingones, los amalgama en un peligroso cóctel de tufillo neonazi con un supuesto bastón de mando ancestral, el símbolo de la esvástica (presente por supuesto en la Sudamérica precolombina, pero sin las connotaciones interesadas del profesor Terrera), la mitología nórdica, la literatura de caballería medieval europea y un sinnúmero de otros elementos.
Estos dislates tienen su claro antecedente en aquellos primeros estudios americanistas del siglo XIX, en los cuales las culturas del Nuevo Mundo solo podían ser explicadas, justificadas y prestigiadas por su relación con Europa o Eurasia.
Así, en 1875, durante el Primer Congreso Internacional de Americanistas en Nancy, Francia, las ponencias versaban sobre los presuntos contactos precolombinos de los pueblos americanos con irlandeses, escandinavos, fenicios, chinos y pobladores de la India. En 1868 el pionero historiador argentino Lucio Vicente López escribió Les races aryennes du Pérou, donde trató de probar que los incas eran un pueblo de raza aria, para intentar ensalzar la cultura incaica, al mismo tiempo que reafirmar su vínculo con Europa, tras la publicación del célebre ensayo racista del conde Arthur de Gobineau (1855).
En 1889 el padre Miguel Ángel Mossi publicó una Gramática quichua que, a pesar de la admiración que profesaba por el idioma incaico, buscaba continuamente establecer comparaciones con el griego, el latín y el hebreo. Bartolomé Mitre no acuerda con las “fantasías hebraístas y escandinavistas” del origen del hombre americano, pero en su estudio Las ruinas de Tiahuanaco (1879) opina que desde una notable civilización como aquella el americano entró en una marcha descendente a la barbarie, de la que fue rescatado con la llegada de los europeos.
Florencio de Basaldúa, por su parte, con la famosa novela Erné (1893) ya no prestigia las culturas americanas por su referencia a Europa, sino por descender de una civilización mítica tipo Atlántida.
Sin embargo, esto no quita que los debates del siglo XIX y los diferentes modelos identitarios de nacionalidad –hispanidad, inmigración “modernizadora”, autoctonía aborigen, etcétera– tienen su razón de ser en esa propia historia de una nación joven como la Argentina y de sus diferentes inserciones en la trama socioeconómica mundial.
Pero la antropología e historia “metafísicas” del profesor Terrera y sus acólitos, ya a fines del siglo XX, a mi criterio (y los autores examinan muy agudamente el asunto) solo encuentra sustento en un fracasado proyecto político nacionalista y revolucionario –popular pero de algún modo también aristocrático– del autor cordobés.
Dado el fracaso apuntado, con el tiempo la cuestión derivó (quizás buscando ser asesor o influyente al estilo de Rasputín, von Sebottendorf, Wiligut, de Mahieu y López Rega) en una prolífica obra seudocientífica donde –lastimosamente– los comechingones son protagonistas de muchas páginas como guerreros “elevados, superiores, puros” y de una espiritualidad casi sobrenatural… tal como Heinrich Himmler describía a sus idealizados guerreros germánicos. Por si no fuese suficiente, los henia-kamiare también resultan embajadores de las “entidades cósmicas” de una ciudad mágica subterránea que se encontraría en las cercanías del cerro Uritorco.
Mientras tanto, los pocos descendientes de aquel pueblo exterminado, sin muchas más opciones que vivir del turismo, adaptándose por ende al contexto New Age de la región en los últimos treinta años, luchan casi en solitario por sus derechos y por sus territorios, contra los proyectos saqueadores y extractivistas del monte, en esta etapa de neocapitalismo primitivo, pugnando por revivir o rescatar un mínimo de aquella organización comunitaria, en total armonía con la madre naturaleza, que tuvieron sus ancestros.
Gracias a esta sinopsis a la vez respetuosa y crítica de Sebastiano De Filippi y Fernando Soto Roland algo de su cultura nos es devuelto de manera precisa, puntualizada, concreta, sincera, con información demostrada y constatada sobre esos auténticos Señores del Uritorco,