1984. George Orwell
Cualquier sonido de Winston más alto que un susurro era captado por el aparato. Además, mientras permaneciera dentro del radio de visión de la placa de metal, podía ser visto a la vez que oído. Por supuesto, no había manera de saber si lo observaban a uno en un momento dado. Lo único posible era imaginar la frecuencia y el plan que empleaba la Policía del Pensamiento para controlar un hilo privado. Era incluso concebible que todos fueran vigilados a la vez. Pero, desde luego, podían intervenir su línea cada vez que se les antojara. Uno debía vivir –y en esto el hábito se convertía en un instinto– con la seguridad de que cualquier sonido que emitiera sería registrado y escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus movimientos serían observados.
Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla. Así era más seguro; aunque, como sabía muy bien, incluso una espalda podía ser reveladora. A un kilómetro de distancia, el Ministerio de la Verdad, donde trabajaba Winston, se elevaba inmenso y blanco sobre el sombrío paisaje. “Esto es Londres”, pensó con una vaga sensación de disgusto. Londres, principal ciudad de la Franja Aérea 1, que era a su vez la tercera de las provincias más pobladas de Oceanía. Trató de exprimir de su memoria algún recuerdo infantil que le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Existieron siempre estas vistas de decrépitas casas decimonónicas, con los lados revestidos de madera, las ventanas tapadas con cartón, los techos remendados con planchas de cinc acanalado y trozos sueltos de tapias de antiguos jardines? ¿Y los lugares bombardeados, cuyos restos de yeso y cemento revoloteaban pulverizados en el aire, y el césped amontonado, y los lugares donde las bombas habían abierto claros de mayor extensión y surgido en ellos sórdidas colonias de chozas de madera que parecían gallineros? Era inútil, no podía recordar: nada le quedaba de su infancia excepto una serie de cuadros brillantemente iluminados y sin fondo, que en su mayoría le resultaban ininteligibles.
El Ministerio de la Verdad –que en neolengua (la lengua oficial de Oceanía) era conocido como el Miniver– era diferente, hasta un extremo asombroso, de cualquier otro objeto que se presentara a la vista. Se trataba de una enorme estructura piramidal de cemento armado, blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, hasta unos trescientos metros de altura. Desde donde Winston se hallaba, podían leerse, adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante forma, las tres consignas del Partido:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el nivel del suelo y las correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En Londres sólo había otros tres edificios del mismo aspecto y tamaño. Aplastaban de tal manera la arquitectura de los alrededores que desde el techo de las Casas de la Victoria se podían distinguir, a la vez, los cuatro edificios. En ellos estaban instalados los cuatro ministerios entre los cuales se dividía todo el sistema gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, a los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz, para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondían los asuntos económicos. Sus nombres, en neolengua: Miniver, Minipax, Minimor y Minindantia.
El Ministerio del Amor era terrorífico. Carecía por completo de ventanas. Winston nunca había estado dentro del Minimor, ni siquiera se había acercado a medio kilómetro de él. Era imposible entrar allí a no ser por un asunto oficial y en ese caso había que pasar por un laberinto de caminos rodeados de alambre espinoso, puertas de acero y ocultos nidos de ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus salidas extremas, estaban muy vigiladas por guardias, con caras de gorila y uniformes negros, armados con porras.
Winston se volvió de pronto. Su rostro había adquirido instantáneamente la expresión de tranquilo optimismo que era prudente llevar al enfrentarse con la telepantalla. Cruzó la habitación hacia la diminuta cocina. Por haber salido a esta hora del Ministerio tuvo que renunciar a almorzar en la cantina y en seguida comprobó que no le quedaban víveres en la cocina a no ser un mendrugo de pan muy oscuro que debía guardar para el desayuno del día siguiente. Tomó de un estante una botella de un líquido incoloro con una sencilla etiqueta que decía: “Ginebra de la Victoria”. Olía a medicina, algo así como el vino de arroz chino. Winston se sirvió una tacita, preparó sus nervios para el choque, y se lo tragó de un golpe como si se lo hubieran recetado.
Su rostro enrojeció y los ojos empezaron a llorarle. Ese líquido era como ácido nítrico; además, al tragarlo, se tenía la misma sensación que si le dieran a uno un golpe en la nuca con un garrote de goma. Sin embargo, unos segundos después, la incandescencia desaparecía del vientre y el mundo empezaba a parecer más alegre.
Winston sacó un cigarrillo de un paquete en el que se leía: “Cigarrillos de la Victoria”, y como, distraído, lo tenía tomado verticalmente, se le vació en el suelo. Con el siguiente tuvo ya cuidado y el tabaco no se salió. Volvió al cuarto de estar y tomó asiento ante una mesita situada a la izquierda de la telepantalla. Del cajón sacó un portaplumas, un tintero y un grueso libro en blanco de tamaño in-quarto, con el lomo rojo y cuyas tapas de cartón imitaban el mármol.
Por alguna razón la telepantalla del cuarto de estar se encontraba en una posición insólita. En vez de estar colocada, como era normal, en la pared del fondo, desde donde podría dominar toda la habitación, estaba en la pared más larga, frente a la ventana. A su lado había una alcoba que apenas tenía fondo, en la que se había instalado ahora Winston. Era un hueco que, al ser construido el edificio, habría sido calculado seguramente para alacena o biblioteca. Sentado en aquel hueco y situándose lo más adentro posible, Winston podía mantenerse fuera del alcance visual de la telepantalla, aunque no podía evitar que oyera sus ruidos. En parte, fue la misma distribución insólita del cuarto lo que lo indujo a lo que ahora se disponía a hacer.
Pero también se lo había sugerido el libro que acababa de sacar del cajón. Era un libro excepcionalmente bello. Su papel, suave y cremoso, un poco amarillento por el paso del tiempo, hacía por lo menos cuarenta años que no se fabricaba. Sin embargo, Winston suponía que el libro tenía muchos años más. Lo había visto en la vidriera de un negocio de compraventa en un barrio miserable de la ciudad (no recordaba exactamente en cuál) y no bien lo vio, sintió un irreprimible deseo de poseerlo. Los miembros del Partido no debían entrar en las tiendas corrientes (a esto se le llamaba, en tono de severa censura, “traficar en el mercado libre”), pero la prohibición no era rigurosamente acataba pues eran varios los objetos –como cordones para los zapatos y hojas de afeitar– que no se podían adquirir de otra manera.
Antes de entrar en la tienda Winston había mirado en ambas direcciones de la calle para asegurarse de que no venía nadie y, en pocos minutos, compró el libro por dos dólares cincuenta, sin saber exactamente para qué lo quería. Sintiéndose culpable se lo había llevado a su casa, metido en su cartera de mano. Aunque estuviera en blanco, era comprometido guardar aquel libro.
Lo que ahora se disponía Winston a hacer era abrir su Diario. Esto no se consideraba ilegal (en realidad, nada era ilegal, ya que no existían leyes), pero si lo detenían podía estar seguro de que lo condenarían a muerte, o por lo menos a veinticinco años de trabajos forzados. Winston puso un plumín en el portaplumas y lo chupó primero para quitarle la grasa. La pluma era ya un instrumento arcaico. Se usaba rarísimas veces, ni siquiera para firmar, pero se había procurado una, furtivamente y con mucha dificultad, simplemente porque tenía la sensación de que el bello papel cremoso merecía una pluma de verdad en vez de ser rascado con una birome. Pero lo malo era que no estaba acostumbrado a escribir a mano. Aparte de las notas muy breves, lo corriente era dictárselo todo al hablescribe, totalmente inadecuado para las circunstancias actuales. Mojó la pluma en la tinta y luego dudó unos instantes. En los intestinos se le había producido un ruido que podía delatarlo. El acto trascendental, decisivo, era marcar el papel. En una letra pequeña e inhábil escribió: 4 de abril de 1984.
Se echó hacia atrás en la silla. Estaba absolutamente desconcertado. Lo primero que no sabía con certeza era si aquel era, de verdad, el año 1984. Desde luego, la fecha debía ser aproximadamente esa, puesto que él había nacido en 1944 o 1945, según creía; pero,