1984. George Orwell

1984 - George Orwell


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siempre. Winston, en cambio, se encontraba al aire libre y a plena luz mientras a ellas se las iba tragando la muerte, y ellas se hundían porque él estaba allí arriba. Winston lo sabía y también ellas lo sabían y él descubría en sus caras este conocimiento. Pero la expresión de las dos no le reprochaba nada, ni sus corazones tampoco –él lo sabía– y sólo se transparentaba la convicción de que ellas morían para que él pudiera seguir viviendo allá arriba y que esto formaba parte del orden inevitable de las cosas.

      No podía recordar qué había ocurrido, pero mientras soñaba estaba seguro de que, de un modo u otro, las vidas de su madre y su hermana fueron sacrificadas para que él viviera. Era uno de esos ensueños que, a pesar de utilizar toda la escenografía onírica habitual, son una continuación de nuestra vida intelectual y en los que nos damos cuenta de hechos e ideas que siguen teniendo un valor después del despertar. Pero lo que de pronto sobresaltó a Winston, al pensar en lo que había soñado, fue que la muerte de su madre, ocurrida treinta años antes, había sido trágica y dolorosa de un modo que ya no era posible. Pensó que la tragedia pertenecía a los tiempos antiguos y que sólo podía concebirse en una época en que había aún intimidad –vida privada, amor y amistad– y en que los miembros de una familia permanecían juntos sin necesidad de tener una razón especial para ello. El recuerdo de su madre lo torturaba porque había muerto amándolo cuando él era demasiado joven y egoísta para devolverle ese cariño y porque de alguna manera –no recordaba cómo– se había sacrificado a un concepto de la lealtad que era privadísimo e inalterable. Winston comprendía perfectamente que esas cosas no podían suceder ahora. Lo que ahora había era miedo, odio y dolor físico, pero no emociones dignas ni penas profundas y complejas. Todo esto lo había visto, soñando, en los ojos de su madre y su hermanita, que lo miraban a través de las aguas verdeoscuras, a una inmensa profundidad y sin dejar de hundirse.

      De pronto, se vio de pie sobre el césped en una tarde de verano en que los rayos oblicuos del sol doraban la corta hierba. El paisaje que se le aparecía ahora se le presentaba con tanta frecuencia en sueños que nunca estaba completamente seguro de si lo había visto alguna vez en la vida real. Cuando estaba despierto, lo llamaba el País Dorado. Lo cubrían pastos mordidos por los conejos con un sendero que serpenteaba por él y, aquí y allá, unas pequeñísimas elevaciones del terreno. Al fondo, se veían unos olmos que se balanceaban suavemente con la brisa y sus follajes parecían cabelleras de mujer. Cerca, aunque fuera de la vista, corría un claro arroyuelo de lento fluir.

      La muchacha morena venía hacia él por aquel campo.

      Con un solo movimiento se despojó de sus ropas y las arrojó despectivamente a un lado. Su cuerpo era blanco y suave, pero no despertaba deseo en Winston, que se limitaba a contemplarlo. Lo que lo llenaba de entusiasmo en aquel momento era el gesto con que la joven se había librado de sus ropas. Con la gracia y el descuido de aquel gesto, parecía estar aniquilando toda su cultura, todo un sistema de pensamiento, como si el Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento pudieran ser barridos y enviados a la Nada con un simple movimiento del brazo. También aquel gesto pertenecía a los tiempos antiguos. Winston se despertó con la palabra “Shakespeare” en los labios.

      La telepantalla emitía en aquel instante un prolongado silbido que partía el tímpano y que continuaba en la misma nota treinta segundos. Eran las cero-siete-quince, la hora de levantarse para los oficinistas. Winston se echó abajo de la cama desnudo –porque los miembros del Partido Exterior recibían sólo tres mil cupones para vestimenta durante el año y un pijama necesitaba seiscientos cupones– y se puso un sucio singlet y unos shorts que estaban sobre una silla. Dentro de tres minutos empezarían las Sacudidas Físicas. Inmediatamente le entró el ataque de tos habitual en él en cuanto se despertaba.

      Vació tanto sus pulmones que, para volver a respirar, tuvo que tenderse de espaldas abriendo y cerrando la boca repetidas veces y en rápida sucesión. Con el esfuerzo de la tos se le hinchaban las venas y sus varices le habían empezado a doler.

      –¡Grupo de treinta a cuarenta! –ladró una penetrante voz de mujer–. ¡Grupo de treinta a cuarenta! Ocupen sus sitios, por favor.

      Winston se colocó de un salto a la vista de la telepantalla, en la cual había aparecido ya la imagen de una mujer más bien joven, musculosa y de facciones duras, vestida con una túnica y calzando zapatillas de gimnasia.

      —¡Doblen y extiendan los brazos! –gritó–. ¡Cuenten conmigo! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Vamos, camaradas, un poco de vida en lo que hacen! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ...

      La intensa molestia de su ataque de tos no había logrado desvanecer en Winston la impresión que le había dejado el ensueño, y los movimientos rítmicos de la gimnasia contribuían a conservarle aquel recuerdo. Mientras doblaba y desplegaba mecánicamente los brazos –sin perder ni por un instante la expresión de contento que se consideraba apropiada durante las Sacudidas Físicas–, se esforzaba por resucitar el confuso período de su primera infancia. Pero le resultaba extraordinariamente difícil. Más allá de los años cincuenta y tantos –final de la década– todo se desvanecía.

      Sin datos externos de ninguna clase a qué referirse era imposible reconstruir ni siquiera el esquema de la propia vida. Era posible recordar acontecimientos de enormes proporciones –que muy bien podían no haber sucedido–, y también detalles sueltos de hechos sucedidos en la infancia de cada quién, pero sin poder captar la atmósfera. Y había extensos períodos en blanco donde no se podía colocar absolutamente nada. Entonces todo había sido diferente. Incluso los nombres de los países y sus formas en el mapa. La Franja Aérea número 1, por ejemplo, no se llamaba así en aquellos días: la llamaba Inglaterra o Bretaña, aunque Londres –Winston estaba casi seguro de ello– se había llamado siempre Londres.

      No podía recordar claramente una época en que su país no hubiera estado en guerra, pero era evidente que había un intervalo de paz bastante largo durante su infancia, porque uno de sus primeros recuerdos era el de un ataque aéreo que parecía haber tomado a todos por sorpresa. Quizá fue cuando la bomba atómica cayó en Colchester. No recordaba el ataque propiamente dicho, pero sí de la mano de su padre que aferraba la suya mientras descendían precipitadamente por algún lugar subterráneo muy profundo, dando vueltas por una escalera de caracol que finalmente le había cansado tanto las piernas que empezó a sollozar y su padre tuvo que dejarlo descansar un poco. Su madre, lenta y pensativa como siempre, los seguía a bastante distancia. La madre llevaba a la hermanita de Winston, o quizá sólo llevase un lío de mantas. Winston no estaba seguro de que su hermanita hubiera nacido por entonces. Por último, desembocaron a un sitio ruidoso y atestado de gente, una estación del tren subterráneo.

      Muchas personas se encontraban sentadas en el suelo de piedra y otras, arracimadas, se habían instalado en diversos objetos que llevaban. Winston y sus padres encontraron un sitio libre en el suelo, y junto a ellos un viejo y una vieja se apretaban el uno contra el otro. El anciano vestía un buen traje oscuro y una boina de paño negro bajo la cual le asomaba abundante cabello muy blanco. Tenía la cara enrojecida; los ojos, azules y lacrimosos. Olía a ginebra. Ésta parecía salírsele por los poros en vez del sudor y podría haberse pensado que las lágrimas que le brotaban de los ojos eran ginebra pura. Sin embargo, a pesar de su borrachera, sufría de algún dolor auténtico e insoportable. De un modo infantil, Winston comprendió que algo terrible, más allá del perdón y que jamás podría tener remedio, acababa de ocurrirle al viejo. También creía saber de qué se trataba. Alguien a quien el anciano amaba, quizás alguna nietecita, había muerto en el bombardeo. Cada pocos minutos, repetía el viejo:

      –No debíamos habernos fiado de ellos. ¿Verdad que te lo dije, abuelita? Nos ha pasado esto por fiarnos de ellos. Siempre lo he dicho. Nunca debimos confiar en esos canallas.

      Lo que Winston no podía recordar es a quién se refería el viejo y quiénes eran esos de los que no había que fiarse.

      Desde entonces, la guerra había sido continua aunque, hablando con exactitud, no se trataba siempre de la misma guerra. Durante algunos meses de su infancia había habido una confusa lucha callejera en el mismo Londres y él recordaba algunas escenas con toda claridad. Pero hubiera sido imposible reconstruir la historia de aquel


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