Solsticio de infarto. Jorge F. Hernández
JORGE F.
HERNÁNDEZ
SOLSTICIO DE INFARTO
PRÓLOGO DE JUAN VILLORO
CRÓNICA
DERECHOS RESERVADOS
© 2015 Jorge F. Hernández
© 2015 Del prólogo: Juan Villoro
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PRÓLOGO
VUELTA AL RUEDO
Hay quienes lastiman su corazón de tanto usarlo. Es el caso del escritor Jorge F. Hernández, que está en el hospital después de sufrir un infarto.1 Sus síntomas fueron diagnosticados por López Velarde: “Mi corazón, leal, se amerita en la sombra”.
En la estruendosa república de las letras, Hernández actúa con inaudita generosidad. Su libro Signos de admiración reúne los asombros que le suscitan sus colegas: “Hay una suerte de magia en la capacidad y propensión de admirar al prójimo y a sus obras”. Con acierto, señala que el español es un idioma admirativo. En inglés, la puntuación del énfasis es el “signo de exclamación”. Señala la importancia de lo dicho, sube el volumen de la lengua. En cambio, el español asocia el énfasis con la celebración; además, el signo se abre al inicio de la frase, lo cual predispone al entusiasmo. Nada más lógico que estas reflexiones provengan de alguien que ha perfeccionado el esquivo arte de apreciar a los otros.
Tuve la suerte de trabajar con él durante el Mundial de Sudáfrica en el equipo formado por Mauricio Mejía para Ludens, en Canal 22. Hernández confirmó en el programa que el humor es atributo de la inteligencia. Sus comentarios con tecnología “de punta” (se refería al crayón con que dibujaba en un pizarrón) cautivaron a uno de los mejores exponentes del género, Andrés Bustamante. Después de ver una escena en la que Jorge explicaba las formas de atrapar un balón Jabulani, el Güiri-Güiri aceptó colaborar en Ludens.
Formado como historiador, autor de la novela La emperatriz de Lavapiés, columnista del periódico Milenio, Hernández también es un torero que no recibió la alternativa. Como Ignacio Solares, Alí Chumacero, Francisco Prieto y otros escritores taurófilos, entiende la fiesta brava como una enciclopedia en movimiento. Buena parte de sus anécdotas y referencias se desprenden de la “música callada del toreo”, como la llamaba José Bergamín.
Para los que no sabemos lo suficiente de esos lances, resulta extraño que algo tan subjetivo e inconstante como la lidia de reses sea adjetivado de manera tan precisa. Pocas actividades han creado tanto vocabulario. En ese orden suspendido, la hora de la verdad es un ajuste de cuentas con la muerte y la decepción, el momento en que el toro sale del ruedo con las orejas puestas. En su calidad de primer espada literario, Hernández aplica referencias taurinas a la vida diaria y genera escenas dignas de ser narradas por Joaquín Vidal.
Voy a contar dos momentos de la peculiar vida taurina de Jorge F. Hernández, seguramente alterados por mi admirada memoria.
Discípulo de Luis González y González, el más narrativo de los historiadores mexicanos, Hernández hizo la microhistoria del convento de Atotonilco y decidió cursar un posgrado en Europa. Después de una salida en falso (me parece que en París), recaló en la Universidad Complutense de Madrid, con poco tiempo para hacer los trámites de ingreso y conseguir las cartas de recomendación que le solicitaban. Esto ocurrió en tiempos previos a internet y DHL. Con la inventiva que da la desesperación, Jorge pidió referencias a sus amigos de Madrid. Todos eran toreros, de modo que le escribieron elogios de este tipo: “El chaval es válido y tira pa’lante”. No se trataba de un apoyo muy académico, ¿pero acaso no vale la palabra de quien se juega la vida?
Hernández presentó los documentos con el ánimo inseguro de quien se despide sin haber llegado. A los pocos días una autoridad universitaria quiso hablar con él. Imaginó una reprimenda por presentar documentos de matadores, banderilleros y otros valientes sin más currículum que sus heridas. Ocurrió lo contrario: el académico quería conocer a una caterva tan notable.
Jorge entró a la universidad con el aire de quien parte plaza. Su salida no fue menos singular. Mientras conocía Madrid con la minucia que le iba a permitir escribir La emperatriz de Lavapiés, cursaba un posgrado paralelo en el oficio de tener amigos. Sus imitaciones de Carlos Lico y Octavio Paz, su inagotable repertorio de chistes y, sobre todo, su permanente atención a las necesidades de los otros lo convirtieron en una figura fácilmente legendaria.
Una vez más sus relaciones orbitaron el toreo. Poco antes de su regreso, un amigo lo llevó a despedirse de la ciudad. Supongo que fueron a un parque donde las rosas desvelaban a Quevedo y al rincón donde Manolete sintió el pulso de su propia sangre. La ruta desembocó –no podía ser de otro modo– en la Plaza de Las Ventas, cuando ya había oscurecido. Jorge se despidió de ese coliseo del embrujo. Entonces se abrió una puerta. “Te están esperando”, dijo el amigo.
Entraron por un túnel. Las luces del ruedo se encendieron. “Mereces dar una vuelta”, explicó el amigo que había inventado ese momento. Hernández recorrió la arena como un torero en su día grande.
El sortilegio de la amistad había cuajado esa faena. Sólo en un sentido literal las gradas estaban vacías. En la veracidad del sentimiento, los tendidos se llenaban para ovacionar de pie a Jorge F. Hernández, como yo hago ahora.
JUAN VILLORO
Junio, 2011
El hermoso texto que acaba de servir como prólogo a este libro es invaluable no sólo por el admirable escritor que lo firma y entrañable amigo que me lo regala, sino porque se trata de un obituario inconcluso, una rara oportunidad que se me concedió para saber qué diría de mí uno de los mejores escritores de México si me hubiera tocado irme de este mundo hace cuatro años y también la rara oportunidad para compartirlo aquí como constancia de que no me voy aún. No me quiero ir.
La columna “Agua de azar” aparecía en el periódico Milenio desde el 29 de junio del año 2000 y sólo faltó en cuatro jueves por razones de verdaderas causas mayores. Editorial Trilce me honró con publicar una antología de los primeros diez años de dicha columna, compilada y prologada por Antonio Muñoz Molina y así, el presente volumen criba las aguas publicadas a partir del primero de julio de 2010 hasta la que publiqué el 20 de septiembre de 2012, al filo de cumplir cincuenta años de edad.
Página tras página se confirma que con los años me he convertido en mejor lector de novelas, cuentos, ensayos, crónicas, poemas e incluso de la realidad circundante de lo que creía antes de empezar a escribir una columna semanal en periódicos. Párrafo a párrafo mis hijos se van volviendo hombres y yo sigo aquí con el recrecido afán y la inmarcesible gratitud de palpitar un renovado corazón… lleno de vida.
JFH
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