La llamada de lo salvaje. Jack London
sigilosa y astuta, por el respeto que le tenía al garrote y al colmillo. En resumen, sus actos eran la salida más sencilla a las circunstancias que enfrentaba.
Su evolución —o retroceso— fue rápido. Sus músculos se volvieron fuertes como el hierro y se hizo insensible a las penas comunes. Desarrolló una economía tanto interna como externa. Podía comer cualquier cosa, sin importar si era repugnante o si le generaba indigestión; una vez consumida, los jugos estomacales extraían hasta la última partícula nutritiva, que su sangre transportaba rápidamente a los lugares más recónditos de su cuerpo, donde se convertía en tejido fuerte y resistente. Su vista y olfato se agudizaron, al igual que su oído, que desarrolló tal agudeza que aún dormido escuchaba el sonido más leve y sabía si debía ponerse alerta o no. Aprendió a desprender con los dientes el hielo acumulado entre sus dedos. Cuando tenía sed, rompía el hielo con sus patas delanteras para sacar y beber agua. Su habilidad más sobresaliente era saber desde dónde soplaría el viento antes de que llegara. Aun cuando no soplara una pequeña brisa, siempre cavaba su agujero para dormir hacia sotavento, de forma que siempre quedaba resguardado.
Y no solo aprendía por experiencia: sus instintos, por tanto tiempo apagados, se manifestaban de nuevo. Se despojó de la domesticación que venía de generaciones atrás. De forma vaga recordaba el tiempo de los orígenes de su raza, la época en que los perros salvajes andaban en manada por los bosques vírgenes y cazaban su propia comida. No le costó mucho aprender a pelear y a causar heridas profundas con una súbita mordida de lobo, tal como lo hacían sus olvidados ancestros. Estos despertaron en él sus instintos y todos los hábitos ancestrales. Todo llegó a él sin gran esfuerzo ni asombro, como si siempre hubiera estado dentro de él. Y cuando en las noches frías y serenas apuntaba su hocico hacia el cielo y aullaba como un lobo, eran sus ancestros, muertos y convertidos en polvo, quienes apuntaban sus hocicos hacia el cielo y aullaban a través de los siglos por medio de él. Y la cadencia con que Buck expresaba su desazón eran sus cadencias, como suyo era el significado que para ellos tenían la quietud, el frío y la oscuridad. Como muestra de que la vida es un juego de marionetas, el canto ancestral surgía en su interior y se volvió de nuevo suyo, y todo sucedió porque unos hombres habían encontrado un metal amarillo en el norte, y porque a Manuel, el ayudante de jardinero, no le alcanzaba el salario para sostener a su mujer y a sus pequeñas réplicas.
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