Los Onetti. Javier Lentino

Los Onetti - Javier Lentino


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de mi mujer a los veintiséis años.

      —¿Era linda la chica de trece?

      —Uff, me mataba.

      —¡Qué bueno enamorarse de chico! —dijo el flaco revoleando los ojos—. Hace tantos años que ya ni me acuerdo. Un día de estos, con tiempo, me cuenta, ¿le parece?

      El empleado dio vuelta la página, se acomodó los anteojos y continuó:

      —De chico, ¿les pegaba a los perros, aplastaba sapos o tiraba piedras con onda a los pájaros?

      —Mis amigos lo hacían. A mí nunca me gustó.

      —Mario, Mario, no mienta. Acá tenemos todo registrado. ¿Está seguro?

      —Se lo juro.

      —¿Le dijo alguna vez a su mamá que iba a algún lado y en realidad fue a otro?

      —Seguro que sí —dijo Mario riendo, y el flaco festejó con él.

      —Yo también, no se preocupe. ¿Qué carrera estudió?

      —Soy abogado.

      —Disculpe. Carrera de la universidad de la vida, ¿cuál estudió?

      —La verdad es que no tengo la menor idea de lo que me está hablando.

      —Mire, Onetti, perdón, Mario. La universidad de la vida no posee tantas carreras y generalmente están todas relacionadas con la forma en la cual uno se comportó en la vida. Nosotros diseñamos un cuestionario cortito para saber si el cliente no sabe, o no recuerda. Infinidad de personas han cursado muchas carreras, pero no llegaron a recibirse de ninguna. Gente de buenas intenciones, aunque de poca constancia. La debilidad es una condición bien humana, y eso generalmente juega en contra de aquellos que cambian a carreras largas como Solidaridad o Dedicación. Se pasan la vida estudiando. Antes de comenzar con las preguntas, leo que acá tuvimos que pagar dos cuentas en las que usted y sus amigos hicieron un “pague Dios”.

      —Me acuerdo. La verdad, un papelón.

      —Ni se preocupe, pasa todo el tiempo, pero debemos dejar constancia. Le cuento una cosa más de la cocina. Es un drama eso del “pague Dios”. Cada año son más las cuentas que hay que pagar por ese tema.

      La radio dio el top de alguna hora y Mario buscó su reloj en su muñeca desnuda.

      —Ah, mire, justo le iba a preguntar eso. ¿Cantidad de relojes que compró en su vida?

      Mario pensó un rato hasta que dijo sin mucha convicción:

      —Creo que fueron doce.

      —¿Cantidad de autos propios en un mismo momento? —preguntó el empleado sin siquiera levantar la vista.

      —Diez. No, perdón, once.

      —¿Cuántos metros tenía su casa? Esta es multiple choice, para que no tenga que pensar tanto: a) entre treinta y cien metros, b) entre cien y trescientos, c) entre trescientos y quinientos, d) más de quinientos.

      —D —dijo Mario con vergüenza.

      —De los papeles surge que su familia no tenía dinero cuando usted era chico, y que recién amasó su fortuna bien entrados los cuarenta. Según estos datos, y las preguntas que le acabo de hacer, usted se recibió de Nuevo Rico más a menos a los cuarenta y cinco.

      Mario se puso a llorar en silencio.

      —No se ponga mal, Mario. Acá hay un montón de carreras lindas para estudiar. Si usted quiere, y está arrepentido de lo que estudió en la tierra, lo puedo anotar hoy para que empiece mañana mismo.

      —La verdad es que me gustaría —dijo Mario con los ojos todavía vidriosos—. Me gustaría estudiar algo que me enseñe a dedicarle mi tiempo a la gente, no pensar solo en mí. Me hubiese gustado dedicarles más tiempo a mis hijos, no haber estado tan pendiente del dinero y del éxito las veinticuatro horas del día. Creo que no fui malo, pero hubiese querido ser algo más solidario, quizás un poco más comprensivo.

      —Escúcheme, Mario. No se quede mirando el piso. Yo sé que usted fue un hombre fiel, está todo en la carpeta. Y créame, estos papeles no mienten. Por acá pasan muchos atorrantes. Dice también que usted siempre veló por los suyos, que fue buen padre, buena persona y un gran amigo. Si hubiera visto la cantidad de gente que fue al velatorio. Le voy a conseguir las fotos.

      —Me reconforta que me diga eso —dijo secándose las lágrimas con el puño de la camisa.

      —Ya hemos terminado. Espéreme un momentito ahí, junto a la puerta que tiene la “C” grande. Yo dejo mis cosas y ya lo alcanzo.

      Mario tomó un poco del café, que ya estaba frío, y agarró una de las medialunas. Luego se dirigió hacia la puerta despacio pero aliviado.

      La puerta se abrió sola al percibir su proximidad. El sol más lindo de la mañana le bañó todo el cuerpo de luz, y una alfombra infinita de nubes perfectas le cubrió los pies descalzos de un frío inusual.

      El flaco ya estaba del otro lado y Mario sonrió sin esfuerzo al verlo.

      —Le hago una pregunta, señor—dijo Mario al volver a verlo—. ¿Cuándo empiezo a estudiar? Me ilusiona aprender más cosas, arrepentirme de aquello que hice mal.

      —No se preocupe, Onetti, acaba de dar toda la carrera libre con las preguntas que le hice. Ya se recibió. ¡Felicidades! Y vaya tranquilo. Camine hasta las puertas de oro, que ahí lo espera un colaborador mío. Yo acá me despido. Descanse, que se lo merece. —Lo miró de frente y le extendió la mano derecha, visiblemente lastimada en su palma—. Un placer volver a verlo y que Dios lo bendiga siempre.

      —Buenos días, ¿el señor Fernando Onetti? —dijo la voz metálica por el portero, mientras la imagen del visor mostraba a un cartero en blanco y negro que no sabía muy bien para dónde mirar.

      —Soy yo. ¿Quién es?

      —Del Correo Argentino. Tengo un paquete que necesita su firma —dijo el tipo, encontrando la cámara por fin.

      —Ya salgo. ¿Quién lo envía?

      —Deme un minuto… Mario Onetti dice acá.

      —Mario Onetti no puede ser.

      —¿Cómo?

      —¡Que Mario Onetti no puede ser! —gritó buscando sus llaves—. ¡No lo puedo creer! ¡Qué lindo sábado!

      Ya habían pasado varios meses desde la muerte de su padre, pero la sola mención de su nombre no hacía más que cargar las tintas de su habitual ansiedad. Vivía preso de un cóctel diario y explosivo de nervios, angustia y quizás bronca

      —¿Dónde le firmo? —dijo con el gesto cansado, sacándose el pelo de la cara con toda la mano—. Leyó mal el remitente. Mario Onetti era mi padre y falleció hace poco. ¿No será Mariano?

      —No, Mario. Acá dice Mario.

      —Déjeme ver a mí —dijo con el gesto sobrado y casi arrancándole los papeles al cartero. Reconoció la letra cuidada de su padre en los formularios, la confirmó en la etiqueta del paquete.

      Avergonzado de su propia reacción, firmó rápido y ensayó un “gracias” sin siquiera levantar la mirada. No quería que el cartero lo viese llorar.

      —No te pongas mal, pibe.

      —Últimamente con esto de la muerte de mi viejo me pongo nervioso por cualquier cosa y le contesto mal a todo el mundo. Usted no tiene nada que ver, discúlpeme.

      —No te preocupes. ¿Te hago una pregunta?

      Fernando solo asintió con la cabeza, devolviéndole los papeles y la birome.

      —¿Era buen tipo tu viejo?

      —La verdad es que sí. Créame, no es por él. Son estas cosas


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